Más de una vez en la vida hemos mamado gallo, procrastinando algo, demorándonos a propósito, y terminamos pagando pato por no hacer las cosas bien y a tiempo, ganándonos un regaño o un problema por haber dado papaya y no ser serios desde el principio. Y ni qué decir de cuando damos boleta, mostrando más de la cuenta cosas que necesitamos tener en reserva, o damos bandera frente a alguien que no queremos que nos vea. A veces, nos sorprende una noticia y no podemos evitar exclamar “cógeme el trompo en la uña” ante el suceso inverosímil; también cuando nos enteramos de una decepción tenemos nuestra propia forma para referirnos a quien causó el agravio: “te caíste del palo de patilla” o sencillamente contestamos ante un abuso: “mandas cáscara”.
Ante la riqueza y el uso de nuestro idioma, precisamente, mandamos cáscara. Cuando de expresarnos se trata nos declaramos en una pugna por la penetración de anglicismos al español, en aras de defender nuestro idioma y raíces, invitando a la sustitución de extranjerismos por el uso de las palabras propias, que a la hora de la verdad, algunas son rechazadas y tildadas de ordinarias y corronchas esperando agradar al externo con nuestra manera de expresarnos (llámese "externo" fuera de la costa caribe o fuera de Colombia) transformando lo nuestro a la manera que parezca aceptable. Peleamos causas que internamente no tenemos resueltas, defendemos una identidad idiomática que no sentimos de corazón, inspirados más en crear la controversia de la resistencia y no la solución.
Usar palabras de otros idiomas en nuestra cotidianidad es lo de menos, pues muchas de ellas son necesarias en el argot de disciplinas como el mercadeo, las tic, la informática, entre otras, y no es sencillo encontrarle traducción literal o sustitución para su empleo, el problema realmente está cuando incorporamos tantas de ellas, siendo innecesarias y descuidamos el valor de nuestro dialecto y un valioso aspecto en nuestra comunicación que parece estar en vía de extinción: la ortografía.
Profesionales de las más altas esferas, dueños de títulos y conocimientos (se supone que el poseedor del cartón tiene los saberes bien aprendidos) cometen faltas ortográficas elementales que dejan mucho que desear, maltratando el idioma y excusando su falta mediante la subestimación de la letra mal empleada, es decir “igual se entiende”. No vayamos lejos, en las redes sociales el pan de cada día son las “z” reemplazadas, las “s” de sobra, las “h” que de ser mudas, pasaron a ser invisibles, y las “k” que han tomado posesión del lugar de las consonantes fonéticamente parecidas; pero el campeón mundial es el deteriorado verbo “Haber”, maltratado en todas sus formas, cuando su “hay” es confundido con “ahí” y “ay” o con el imaginario e inexistente “ahy”, el atroz “haiga” o cuando su forma infinitiva es vilmente usado con la expresión “a ver”.
Cojámosla suave y barajémosla despacio frente a la absurda indignación de algunos con los anglicismos incorporados a nuestro idioma, debería darnos pena pelear una causa cuando nuestro atuendo (llamémosle así a la ortografía, en sentido figurado) está roto o en mal estado. No subestimemos el uso de las consonantes, la puntuación y la acentuación, de qué vale celebrar un 23 de abril sin el verdadero sentido de apreciar nuestro idioma. Cuidar el español no es blindarnos al aprendizaje de otros idiomas (menos en un mundo competitivo en el que exige conocerlos para tener mejores oportunidades de contacto global) sino garantizar que el nuestro está bien usado, que su tratamiento es el correcto, que no malempleamos ni un fonema ni una letra por pequeño que nos parezca, recordemos que gracias a esas pequeñas formas lingüísticas es que logramos comunicarnos.
¡Ah, y no mandemos cáscara, usemos nuestros dichos y no nos las tiremos de café con leche!
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