Mi abuelo quería que yo escribiera su libro biográfico.
Me lo pidió la noche del 13 de marzo de 2009, cuando nos quedamos solos hablando hasta la madrugada mientras el resto de la familia estaba en el grado de mi prima. Yo tenía 16 años, cursaba III semestre de Comunicación Social, él tenía 73 años y una salud inquebrantable. Desde entonces, asumí la misión, y me dediqué a entrevistarlo muchas veces, a prestarle mayor atención a sus historias, pero pensé que tenía suficiente tiempo y no me alcanzó para cumplirle.
Estenio Ramón Morales Carrasquilla, turbaquero, virgo y nacido en 1935, se casó con mi abuela María Teresa Sotomayor, tuvieron 6 hijos, 20 nietos y él conoció 5 bisnietos; medía metro y medio pero lo que le faltaba en estatura le sobraba en ego. Le llamaban “Moralito”, por su estatura, como el de La gota fría, y él se apropió de la canción al punto de ser su ringtone por años (sí, porque tenía celular, hasta correo electrónico). No sé cómo empezar a hablar de él, y a la fecha, no llevo ni media página del mencionado libro. No es su cumpleaños, ni el aniversario de su muerte, ni día del padre, ni parecidos, sólo que caí en cuenta que aunque hayan pasado 6 años, 2 meses y 20 días de su partida, lo sigo extrañando como el primer día.
Todos tenemos un abuelo pintoresco que recordar. Estos seres maravillosos y alcahuetes que hacen parte de nuestra vida, sobretodo los primeros años, nos dejan una marca indeleble de recuerdos felices.
Mi abuelo era un comerciante de esos que venden hasta la cama donde están durmiendo, de los costeños que no se les pegan los acentos de donde va, de los papás regañones y pegones, era tan dulce como gruñón, y yo, particularmente, tuve la dicha de sólo conocer su lado amable.
Primero le llamaba “Abuelito papi”, luego “Papi ñen”, y por último “Mi bisi”, cuando se empezó a llenar de bisnietos. Él, por su parte, nunca me llamaba por mi nombre, siempre fui “Vida” y en tercera persona “La vida”. Quiero pensar que el artículo “La” me daba una exclusividad que se perdía con el posesivo “Mi”; y cuando me llamaba “Mary” se me aguaban los ojos de puro pechiche, porque era para regaño aunque nunca me llamó fuerte la atención, ni disimuló su preferencia hacia mi sobre mis demás primos.
Durante mi infancia y adolescencia, llegaba a la casa a las 6:00 pm, me pitaba con un metal viejo que él mismo adaptó, y su sonido estridente me hacía bajar de donde estuviera para ir a saludarlo, quitarle los zapatos y llevarle las chancletas. Los comerciantes de los buses de aquella época hicieron su agosto con él, pues me llevaba desde pulseras, mecatos, lapiceros o sopa de letras, lo que le vendieran. Nunca llegaba a la casa con las manos vacías, pues cuando tenía carro o cogía taxi y no compraba nada en el camino me llevaba un regalo aún más grande: su abrazo.
Mi Bisi compraba El Universal todos los días para que yo coleccionara los fascículos de lo que sacaran y me sirvieran para estudiar. Él, que sólo estudió hasta tercero de primaria porque le tocó trabajar desde niño, era un hombre brillante para las matemáticas, tenía una excelente caligrafía y ortografía, un sentido del humor exquisito y un inglés propio, porque me enseñó que, cuando él me preguntara: “¿entendés?” yo debía contestar siempre: “Yes Sr”.
Moralito vivió 76 años, y le rindieron. Se casó a los 20, fue papá a los 21, abuelo a los 40 y bisabuelo a los 58, soñaba con conocer el tataranieto que le diera su bisnieto mayor, con llevarnos a Medellín (tierra que amaba), con que yo le escribiera un libro y todos los días se despertaba con ánimo de trabajar, al punto de disgustarse cuando había festivos.
Ganó el Nobel del Chatarrero, el premio al Esposo Fiel y el reconocimiento al Buen bebedor. Sí. En su oficina, en su Taller de Mecánica colgaban esos tres diplomas con su nombre y foto. No sé donde se los dieron ni quién lo certificaba, pero más de uno creía que eran reales. Así era él. Mamador de gallo, imitador de voces, se disfrazaba en noviembre, le gustaba decir que era cura (sacerdote), que le dijeran que se parecía a Benedicto XVI y hacerle juegos a la gente, algunos pesados (como echarse vientos y culpar a otro).
A su lado vi cientos de veces “Nosotros los pobres”, “Ustedes los ricos” y “Pepe el Toro” de Pedro Infante, y toda la programación posible de películas mexicanas de la era de oro del cine. También veíamos Quiere Cacao, “Pacheco dame la A” y celebrábamos con una chocada de manos especial cuando acertábamos. Escuchábamos a Alejo Durán, cantábamos la canción de los Perros pipones (una que él se inventó), le daba “leche paterna” a mis muñecas, les sacaba los gases, les ponía inyecciones y me llevaba al colegio.
Mi viejo me decía que todo era mío. Siempre le creí y me sentía dueña de todas las potestades, pero cuando jugábamos Tío Rico Mc Pato yo lo dejaba ganar, porque ¿quién podía contradecirle a Moralito?
Siempre de gorra y lentes, y los últimos años, bastón, ese gordito de cabeza blanca se caminaba Colombia completa sin descanso. En serio, se la caminaba y no se le arrugaba a nada ni a nadie.
Sus últimos 18 meses de vida estuvo mal de salud. A él, que no le daba ni gripa, ni tenía padecimientos propios de la edad como diabetes o cardiovasculares, el cigarrillo (que había dejado 25 años atrás) le pasó factura con cáncer de lengua, y como consecuencia le cortaron unos milímetros de lengua condenándolo de por vida a no masticar y a tener dificultad para hablar. Mi mamá decía, jocosamente, que en vez de cortársela se la afilaron, porque las palabrotas sí le salían claras.
Como si supiera que su fin estaba cerca, ese mismo año me gradué de Comunicadora Social y nació mi hijo. Como si tuviera que apresurarme a cumplirle, le di esas satisfacciones. El día de mi grado era él quien llevaba ese diploma bajo el brazo, con un orgullo que lo hacía levitar. Conoció a mi hijo y conservo una foto donde lo tiene cargado. Me visitaba cada rato en mi nuevo hogar, y nunca llegaba con las manos vacías, me llevaba cocaditas de ajonjolí y conservitas de leche, para ayudarme con la lactancia, pero sobretodo, me llevaba su abrazo.
Y no quiero extenderme más, aún no sé por dónde comenzar mi libro, pero estoy más cerca luego de dar este paso. Aunque no pueda leerlo, me enseñó que la palabra dada es un documento y, más allá de cumplir su voluntad, por la descendencia que no tuvo la fortuna de conocerlo, tengo el deber de inmortalizar las aventuras del gran Moralito, mi querido viejo.
Estenio Ramón Morales Carrasquilla
1 de septiembre de 1935 - 22 de julio de 2012