“¿Y qué?” no es una simple pregunta. El matrimonio entre este par de conjunciones es una solicitud expresa de razones y justificaciones cuya respuesta debe ser dada con suficientes argumentos, o mejor, con votos de silencio.
Podría interpretarse como grosería, tratándose de hijos hacia padres, de subalterno a jefe, de joven a adulto, por lo que no es sano ni respetuoso usarla en contextos en que aun sin tener la razón queramos hacer valer la nuestra, para ello habrá otros métodos; sin embargo es una manera audaz de cuestionar los argumentos de una prohibición, demostrar que a pesar de obstáculos algo se llevará a cabo y por desafiante que suene, significará la persistencia a toda costa del sujeto que la mencione para defenderse.
En un mundo que necesita ponerse los lentes para encontrar los lentes porque sufre de miopía selectiva, es decir, miedo a pensar en otros horizontes y renunciar automáticamente a ellos sólo por negarse a verlos, reacciones como ésta estremecen e indignan a los más conservadores, pero son las que llaman a la reflexión y a la defensa de los ideales.
Al principio o al final de la frase, los verbos hacen valer su derecho a ser conjugados apoyados por el desafío de decir: “¿Y qué si no voy?”, “Lo quiero, ¿y qué?”. Lo cierto, es que luego de cuestionar nuestro receptor o auditorio con esta pregunta retórica nos queda la sensación de haber exhalado todo el peso de nuestra insatisfacción y nos proporciona el aliento para actuar conforme a la propia voluntad.
La opinión de terceros es en muchos casos el grillete invisible que nos persuade y cohíbe, por eso, en el marco del respeto y la buena educación, no es malo disparar un ¿y qué? de vez en cuando, pues esa pequeña expresión es el semáforo verde que necesitamos ante cualquier estorbo en la vía.