Los Elegidos. Capítulo Cuarto.


“¡Viva el Emperador! ¡Viva el Imperio de los mil años!”

 

Los soldados de la guardia imperial se golpearon el pecho. Dieron con la base de sus lanzas en el suelo de mármol hasta casi agujerearlo. Hicieron retumbar la gran sala de reuniones del Consejo. Los gigantones de la guardia imperial eran los más fanáticos seguidores del anciano emperador, capaces de creer de una raza inferior a los propios miembros de las SS si su amo y señor así se lo hubiese indicado. Vestidos de negro y rojo, con largas capas y runas nórdicas repartidas por todo el cuerpo, eran la respuesta a la pregunta de con qué sueñan los psicópatas que gobiernan el mundo. Los trece consejeros se pusieron en pie para recibir al Emperador. Todos miraron en dirección al interminable corredor que desembocaba en la estancia en la que ellos se encontraban.

 

Una silla mecánica entró en la sala de reuniones del Consejo. Flotaba a un palmo del suelo. Un anciano medio inconsciente se sentaba en ella. Los tapices, las vidrieras, la mesa de robusta madera contrastaban furiosamente con la tecnología que animaba al artefacto que permitía al hombre más poderoso de la Tierra poder salir de la cama y comprobar si el universo al fin se había arrodillado o si aún había que esperar otro día más. Junto a él, una figura tan alta como enfermizamente delgada caminaba al ritmo de la silla flotante. Sus finos y lacios cabellos blancos y su piel pálida le hacían parecer más un fantasma que un ser humano. Pero era un muchacho, un chico de apenas veinte años. Era Esculapio, el mejor médico-mago de la Orden de los Elegidos. Vestía una túnica roja.

 

-Pueden sentarse, caballeros.

 

La orden la dio Esculapio. El Emperador hacía ya mucho tiempo que dijo su última palabra. A la derecha del anciano se sentaba Jano, a su izquierda al consejero de mayor edad, el de justicia, y junto a él, siempre de pie, permanecía Esculapio. Prometeo no cesaba de intentar colocarse bien los ropajes dorados de consejero imperial. Era la primera vez que los vestía y le apretaban por todas partes. A su lado, el consejero del partido ya se había desabrochado el cinturón y varios botones que quedaban bajo la mesa. No todos tenían la misma experiencia.

 

-Es mentira que los mortales sean capaces de amar a los dioses. El único capaz de amar a un dios es otro dios. Nadie más -todos los presentes miraron extrañados a Esculapio. Se decía de él que era la aparición que mejor hablaba del Imperio. Casi nunca lo hacía. Casi siempre permanecía en silencio deslizándose como un espíritu de uno a otro lugar, pero, cuando hablaba, nadie podía hacerlo mejor que él. Aun y eso, el comienzo que había elegido para su intervención sorprendió a sus oyentes-. El Emperador les ha reunido fuera del periodo oficial de sesiones del Consejo. Él sabe los rumores que esta decisión ha generado, pero considera que ya no tiene sentido ocultarles por más tiempo la realidad.

 

Esculapio hizo un breve receso. Tomó fuerzas.

 

-El estado del Emperador es terminal. -un fuerte murmullo recorrió la sala. Los guardias imperiales que custodiaban las puertas de la estancia golpearon el suelo con sus lanzas en señal de que eso es imposible, el Emperador es inmortal, ese enano pálido miente. Esculapio consiguió retomar su intervención- Su salud es menos que precaria. Yo mejor que nadie sé que es cierto. Le restan apenas unos pocos meses. Él es consciente de ello. Por eso les ha reunido hoy, aquí, en Nuremberg.

 

Esculapio parpadeó. Lo hacía tan pocas veces que se decía que, cuando sucedía, sus iris negros podían cegar a cualquiera que se cruzase con ellos. Una mariposa cayó al otro extremo de la sala. Sus alas eran azules.

 

-Cuando se ideó el concepto del Imperio de los mil años, todos creyeron que era una proclama más del ministerio de propaganda. ¡Propaganda! Hoy vemos con nuestros ojos que es posible, que nada ni nadie nos lo impide. El Imperio está vivo. Más vivo que nunca. Nuestros dominios se extienden desde Gibraltar hasta los Urales, desde Estambul hasta Groenlandia, desde Malta hasta el Océano Ártico. Lo que nunca se imaginó, lo que nadie creyó. Es real. Es nuestro. Es Europa entera a nuestros pies. Preparada para lo que un solo hombre ordene, para lo que nuestro Emperador decida. Podemos proclamar orgullosos la inmortalidad de nuestro Imperio. La eternidad de las obras y los logros comenzados hace ya tantos años. -la voz de Esculapio bajó en intensidad- La inmortalidad. Hermosa palabra. Tal vez los imperios sean inmortales, tal vez las creaciones del espíritu humano sean eternas. Pero... -Esculapio casi perdió la voz-, pero no así lo es el hombre, no la propia máquina humana. Nuestro padre se muere, consejeros. Nuestro maestro y mentor se va de entre nosotros. No hay hombre, no hay dios en la tierra que pueda impedirlo. Es..., es..., -se le quebraban las palabras. Se acercaba al lloro desconsolado- es un hecho. Un hecho. No se puede hacer nada. Nada. Nada en absoluto.

 

Varios de los consejeros bajaron el rostro. Hundieron la cabeza entre las piernas. Se escucharon suspiros. Algún Sollozo. Jano miraba al frente en silencio.

 

-Pero debemos sobreponernos. El Imperio debe continuar. Esa es la voluntad de nuestro Emperador. Él desea que no se pierda, que su legado para con nosotros no se pierda. Nuestra obligación, nuestro deber, nuestra única misión de hoy en adelante será cumplir sus deseos. Los deseos de aquel que dedicó su vida a hacer realidad nuestros más locos sueños.

 

Los guardias imperiales ya no pudieron contenerse más. Estallaron como un solo hombre en gritos, en aullidos desencajados, dando vivas a su señor todopoderoso. Los consejeros se pusieron en pie y, desde sus puestos en la gran mesa del Consejo, los acompañaron brazo en alto, saludos al Imperio, en la ceremonia de dación de gracias al muerto que aún los miraba muerto en vida. Las ropas de Prometeo seguían apretándole con exagerada fiereza. El más joven de los consejeros pensaba que era una venganza del destino por ser el único que no parecía querer enterrarse vivo con su emperador, con su padre, con su todo y con muchas cosas más que seguro que se le olvidaban.

 

-Ha llegado el día de la sucesión. -Esculapio entró en el tema principal- El día de nombrar a aquel que sucederá al Emperador en la dirección del Imperio. Hoy es el día de terminar para comenzar. Hoy nos reiremos de la fatalidad. Hoy le diremos que no nos vence, que nos quita a nuestro conductor, a nuestro líder amado, a… -la voz se le hundía tan profundo que ni él hubiese encontrado palabras para describirlo-, que nos lo quita todo pero que no nos quita nada porque él seguirá vivo en su sucesor, en nosotros, en el Imperio entero que le ama.

 

Prometeo estaba rojo. La ropa se le hundía en el abdomen. La conciencia le golpeaba rabiosa preguntándole qué hacia allí, por qué no escapaba a la peor de sus pesadillas para así ser feliz, más feliz, un poco más al menos.

 

-El Emperador ha tomado una decisión. Él ya sabe quién desea que le suceda. Pero quiere que la unanimidad de este consejo le respalde. Quiere saber que todos los consejeros, que todos los que le han apoyado tantos años, lo hagan una vez más, la más importante de todas, la más trascendental de todas. Señores consejeros, el Emperador cuenta con su apoyo para la decisión que él hoy aquí manifestará. El Emperador sabe, ¡sabe!, que, en las manos de todos ustedes y en las de aquel que va a nombrar y que les comandará, el Imperio, la creación de toda su vida, quedará seguro. En el convencimiento de ser la más acertada, el Emperador desea hacer ahora la designación de su sucesor.

 

Esculapio se apartó ligeramente para dejar que la silla flotante pudiese moverse con libertad. El anciano casi no se desplazó. Apenas unos centímetros. Suficientes para que todos los rumores se convirtiesen en realidad, suficientes para que mil apuestas cruzadas hiciesen pobres a muchos y rico, tremenda e inmensamente rico, a uno solo. El Emperador. El todopoderoso señor de la tierra y los cielos. El que había prendido fuego al mundo para gobernarlo. El que había exterminado a la humanidad para protegerla de sí misma. El anciano. El ser humano que aún vivía porque le era menos cansado y doloroso que morirse. Sus ojos miraron sin ver. Su brazo derecho apenas se extendió para tocar al hombre que se sentaba a su lado. A Jano. Uno, dos, tres segundos. Silencio. Un siglo volando de una a otra mano, de uno a otro cetro, de un emperador a otro. Está hecho. Los guardias imperiales gritaron.

 

“¡Viva el Emperador! ¡Viva el Imperio de los mil años!”

 

Y comenzaron su ceremonial de golpes en el suelo y contra sus pechos. Los consejeros se levantaron al tiempo y gritaron levantando el brazo derecho, haciendo tres veces el saludo imperial.

 

“¡Viva el Emperador! ¡Viva el Imperio de los mil años!”

 

Prometeo creía que iban a dejarle sordo. Prometeo no sabía si alegrarse o salir corriendo. Jano se arrodilló ante el Emperador mientras éste le imponía la febril mano sobre la cabeza. Jano lloró de felicidad y tristeza. Jano sonrió sin que nadie le viera. Las telas con las insignias del Imperio flotaron movidas por el entusiasmo de los presentes. La obra de la Creación entró en su acto intermedio, el dios de las dos puertas gobernó en los cielos.

 

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- ¡Felicidades, Papá!

 

Diana abrazó a su padre. Saltó sobre él. Casi le tiró. Jano tuvo que cogerla para no irse al suelo con ella. Prometeo los miraba con una tímida sonrisa en los labios.

 

- ¡Diana! ¡Diana! ¡Tranquila! ¡Aun no es más que un nombramiento privado!

 

A ella le daba lo mismo si público, si privado o si ambas cosas al tiempo. Ella sólo sabía que era feliz porque su padre era feliz y que no pensaba dejar de serlo ni tampoco de manifestarlo.

 

-Maestro, ella también hace un mes que no os ve.

 

Prometeo cerró las puertas de la sala del Consejo. Estaban solos. Todos se habían ido ya. Unos a llorar, otros a brindar, la mayoría a descansar. Por los grandes ventanales entraba la luz de la Luna recién despertada. Jano consiguió separarse de su hija. Tuvo la habilidad de mandársela a Prometeo para que desfogase su alegría con él.

 

-La ceremonia de coronación será en un par de días. Esta noche se comunicará la noticia a todos los súbditos del Imperio. Mañana el mundo entero lo sabrá.

 

Prometeo cogió a Diana con fuerza. Ella se apretó contra él.

 

-Será en Berlín. El Emperador abdicará en mí en la capital, frente a la humanidad que lo verá en directo.

 

- ¿Y qué hará él entonces?

 

Diana interrumpió a su padre. Jano la miró sin aparentar la menor turbación.

 

-Morir. Esculapio dejará de tratarlo ese mismo día. Ya hace tiempo que carece de sentido, pero se formalizará tras la ceremonia. Puede que viva algunas semanas más. Será trasladado a su residencia de verano en los Alpes austriacos. Allí consumirá lo que le reste.

 

- ¿Y nosotros? ¿Qué haremos nosotros, Maestro?

 

El chico preguntó a Jano con el tono de quien espera una respuesta que sabe que no le va a gustar. Diana miró a su prometido. Jano se acercó a ellos. Les rodeó a ambos con los brazos. Les habló con ternura.

 

-De momento no debéis preocuparos por nada. Una vez concluidas todas las ceremonias, vosotros volveréis a vuestra vida normal. Volveréis a la Montaña. Nada cambiará entre nosotros tres. Nada. No entre nosotros. Pase lo que pase, siempre nos mantendremos unidos. Somos una familia. Nos toca vivir la misma obra, hijos míos.

 

Diana sonrió feliz. Cogió de las manos a sus dos hombres. Les unió en un abrazo abrazándoles ella. Prometeo se dejó llevar. Jano apretó con fuerza.

 

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La sala del Consejo descansaba en silencio. Diana y Prometeo se habían retirado a sus habitaciones en el palacio del Primer Consejero. En la Montaña dormían juntos, pero fuera de ella descansaban en cuartos separados. Diana siempre pensó que eso era una tontería, que qué más daría, que pensaran lo que quisieran. Pero al final acabó aceptando el consejo de su Alto Maestre, la orden, como ella no se cansaba de repetir. Acordaron con Jano que ambos irían a Berlín. Prometeo en condición de consejero imperial y Diana como hija del nuevo Emperador. Se sentarían por separado, cada uno en la tribuna que su estado imponía. En las altas esferas del Imperio se sabía la relación que mantenían, pero era aconsejable no hacer que el pueblo se centrase en ella cuando el interés debía estar en otros lugares.

 

Jano miraba la ascensión de la Luna en el cielo. Llevaba ya varias horas solo, sentado en su asiento de la gran mesa del Consejo. Descansaba la cabeza sobre la mano derecha. Clavaba el codo en la madera. Había dejado que sus pensamientos se perdieran de tan claros como los tenía. Las luces estaban apagadas. La oscuridad lo cubría todo. Sólo su rostro parecía negarse a no ser visto, se obcecaba en reflejar el brillo de la Luna por mucho que ésta subiera. Jano sentía el futuro sobre sus huesos. A Jano le dolía el futuro en la piel. Jano quería sentir, pero no podía. No él. No el hombre que siendo apenas un adolescente se hizo cargo de la selección de los niños que conformarían la segunda generación de los Elegidos, aquella a la que él debía educar. La segunda generación. La segunda, se repetía una y otra vez. ¿Y la primera? ¿Qué fue de la primera, aquella a la que él perteneció? ¿Qué se hizo de ellos?

 

-¡No!

 

Se levantó bruscamente. Las gotas de sudor eran ríos que le calaban el cuerpo, el alma, que se lo calaban todo sin piedad. Los recuerdos. ¡Salid de mí! ¡Marchaos lejos! La primera generación que murió defendiendo el Imperio de sus enemigos. ¿Y quienes eran esos enemigos? ¿Quiénes? La primera, la primera. Y ahora de nuevo. La historia es una peonza borracha. Una pelota traviesa. Vuelta a empezar. Vuelta y vuelta. Vuelve de nuevo para morder a tus hijos, para devorar a los que dejaste muertos en vida. Las imágenes corrían en la mente de Jano. Sus ojos azules se volvían rojos, se inyectaban en sangre tratando de expulsar lo que sabían que de ellos jamás se iría. La verdad. La primera a la que matamos. La última en abandonarnos. Jano quería llorar. Jano quería escapar del mundo que él mismo se había construido. Pero no podía. No él. No el que ya era el ser más poderoso de la Tierra, el emperador. La frase se había convertido en su epitafio personal. Una figura apareció de entre las sombras detrás suyo.

 

-Ya estoy aquí, Maestro.

 

Los cabellos blancos de Esculapio se materializaron a su lado. Jano recuperó la entereza. Transformó el destino en palabras.

 

-De momento no harás nada. Después de la ceremonia, volverán a la Montaña. Pasarán unas semanas. Todo se tranquilizará. Entonces te llamaré. Y sabrás cual será tu misión.

 

Esculapio hizo una reverencia. El Primer Consejero se dio la vuelta. El médico ya no estaba. La Luna se perdió en lo alto. Las penumbras fueron tragadas por el vacío. El rostro de Jano fue cubierto por la oscuridad.

 


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