Los Elegidos. Capítulo Decimocuarto.


La carretera pasaba y pasaba. Los campos verdes y amarillos. Las ciudades grandes y los pueblos pequeños. Los ríos, las montañas perdidas entre los bosques. El mundo al completo era un pasajero más en el viaje de Diana y Prometeo, la pareja que cabalgaba a lomos de un caballo de acero que aún no quería subir al cielo de los animales buenos. Diana dormía. Prometeo conducía en silencio.

 

El Alto Maestre se sabía un suspiro. Una broma de los dioses a los hombres. Un silbido que luchaba para a cada instante descubrirse más perdido, más abandonado en medio de dos caminos, de uno sin principio ni fin, de un infinito de curvas y giros, de laberintos y encrucijadas, de llantos y risas que se sucedían tan deprisa que no se podía saber cuándo empezaban unas y terminaban otras, que no se podía saber nada. ¡Saber! ¿Por qué aquel que cabalgaba una yegua de plata quería aun saber? ¿Por qué siquiera respetaba ese odioso verbo que se negaba a abandonarle? ¡Él quería sentir! ¡Quería desear, sufrir, vivir!

 

Kilómetros y más kilómetros. Días de papel quemándose en la hoguera que es toda carretera, todo camino, toda vida que desee ser vivida.                                        Pendientes y bajadas. Ascensos y descensos. Gotas de sangre que manchan los dedos de un conductor agotado de tanto conducir, de tanto ahogar sentimientos en su alma para poder explicar que es un loco, un piloto enajenado que no desea sanar, que no quiere curar, que de un beso tal vez morirá. Mirad pasar las casas, los molinos, los gigantes de viento perdidos en la memoria de los hombres que ya nadie recuerda cuánto amaron. Mirad el mundo gritando de felicidad a vuestro alrededor y decidme si es necesario nada, si es necesario todo.

 

Qué importa la nada o el todo cuando la belleza me golpea en la cara con sólo salir a la ventana, con sólo asomar mi rostro a la vida, a la grandeza que descansa sobre mi alma de pobre enamorado. ¡Que me den la unidad! ¡Quiero ser uno en ella! Entre sus caderas de oro, entre sus muslos de plata. Con lo que temo, lo que necesito más que la propia vida. Es mediodía y el sol me golpea al adentrarme en mi tierra. Es una tarde de primavera y el tibio calor saluda a quién ya atraviesa las montañas que hay en la entrada de su hogar. Es un día más en mi vida y el mar corre a mi lado, la playa surca mi mirada. Al fin es mediodía y yo, Prometeo, he vuelto a casa.

 

-Despierta, Diana.

 

Diana despertó. Diana se vio frente al Mediterráneo, en la primera playa que hay tras cruzar los Pirineos. Sonrió. Puso la mano en el pecho de Prometeo. Dos ojos de esmeralda la miraron brillantes, felices, vivos de nuevo. Se besaron. La brisa salada les mezcló el amor.

 

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La noche. Frente al mar la noche es una canción con final feliz. Los cangrejos trompetistas alegres, las langostas saxofonistas divertidos, los pulpos simpáticos baterías, el mar aplausos nacidos de las olas. El público un muchacho apoyado en su moto. Y la diva una sirena sin cola, una mujer que nunca fue pez, una niña traviesa que también te hará naufragar. El piano es una familia de almejas acariciadas por un caballito de mar. Las guitarras finos cabellos de nereidas. Y el escenario una plaza sin toros, sin gradas, sin nada que no sea arena, playa, conchas de sonrisa rosada. Diana desnuda. Prometeo viéndola nacer de entre las espumas. Prometeo creyendo que quedará ciego.

 

-Ahora eres la hija de un famoso, deberías ser más recatada al bañarte.

 

- ¿Recatada?

 

El Alto Maestre sonrió. Bajó la mirada.

 

-Suponía que te extrañaría la palabra.

 

Diana se agachó frente a Prometeo. Las gotas de agua caían de sus pechos a las piernas del chico.

 

- ¿Y qué hay de malo en que me guste bañarme?

 

-Si sólo te bañases...

 

Diana apoyó las palmas de sus manos en la arena, a ambos lados de Prometeo.

 

- ¿Acaso hago algo más?

 

-En esta playa hay más gente además de ti.

 

-No me importan los periodistas, sé defenderme.

 

-No me refería a ellos.

 

- ¿Tal vez tú?

 

-Más bien yo.

 

- ¿Y no te gusta que me bañe?

 

-No si lo haces desnuda.

 

- ¿Te preocupa que me vean?

 

-Me preocupa verte yo.

 

- ¿Por no ser capaz de controlarte?

 

-Por sí poder hacerlo.

 

-Demostrarías ser todo un caballero si de verdad fueras capaz de controlarte aun y verme desnuda.

 

-Demostraría ser muy aventurado si me controlase aun y siendo evidente que tú no deseas que lo haga.

 

- ¿Por qué iba a querer yo que te descontrolases?

 

-Porque estás convencida de que eres irresistible y, si yo no actúo en consecuencia, además de estar desnuda pasarás a estar ensangrentada y me temo que no con tu sangre precisamente.

 

- ¿Tanto miedo me tienes?

 

-Aún más.

 

-No veo el motivo. Soy muy buena, ya te lo dije.

 

-Pero, si te sigues acercando, puede que yo deje de serlo.

 

-Me acabas de asegurar que puedes controlarte.

 

-Te mentí.

 

- ¿Cómo? ¿Serías capaz de engañar a una señorita?

 

-Soy capaz de hacerle muchas más cosas a una señorita.

 

Diana se dejó caer sobre Prometeo. Lentamente. Sin dejar de mirarle. Se abrazaron tendidos en la arena. Se apagaron las luces.

 

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- ¡Arriba, mujer!

 

Diana separó los párpados. El sol la deslumbró, le impidió ver más que un contorno oscuro de pie junto a ella. Se incorporó sobre la arena. Se descubrió cubierta por un abrigo de cuero negro.

 

-Felicidades, Prometeo, cada vez eres más delicado.

 

- ¿No te ha gustado mi manera de despertarte?

 

-Depende, ¿me has traído el desayuno?

 

-Sí.

 

-Entonces despiértame como te dé la gana.

 

Prometeo puso un par de servilletas de papel en la arena y sobre ellas varias rebanadas de pan tostado, un botecito con aceite de oliva y dos naranjas. Diana le miró con más amor que el que le pudo demostrar en toda la noche anterior.

 

- ¿De dónde has sacado esta comida?

 

-Uno tiene sus recursos.

 

- ¿Y tú no tomarás nada?

 

Prometeo rio.

 

-Estaba esperando a ver cuánto tardabas en decirlo.

 

- ¿Por qué?

 

-Porque daba por hecho que pensarías que todo era para ti.

 

- ¡Ah, perdona! Toma.

 

Diana le ofreció una naranja.

 

-Ya he desayunado.

 

- ¿Entonces para qué montas tanto follón? -Diana se introdujo una rebanada entera en la boca. Habló con ella llena- ¿Y fónde fo fas fecho?

 

-En el mismo lugar del cual traigo esto. De allí.

 

Prometeo señaló un chiringuito a unos cien metros de ellos. Diana lo miró en silencio.

 

-Y..., y ayer por la noche...

 

-Estaba vacío.

 

Diana suspiró aliviada.

 

-No pensaba que fueses tan vergonzosa.

 

-Me he sentido más tranquila por ti, a mí me da igual.

 

Prometeo se subió en la moto.

 

-Ya, lo suponía. Bueno, cuando termines, vístete. Me gustaría estar en la Montaña en un par de horas.

 

Diana sostenía una rebanada de pan en una mano y una naranja en la otra. Las miraba en silencio. Pensaba si le cabrían las dos en la boca al mismo tiempo.

 

- ¿Por qué tanta prisa?

 

-Quiero hablar con la Orden. Les voy a explicar la propuesta que me ha hecho tu padre.

 

La capitana miró a su Alto Maestre.

 

- ¿Piensas aceptar?

 

Prometeo se perdió en el cielo. Resopló.

 

-Aún no lo sé.

 

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Cruzando un viejo sendero que llevaba a los pies de la Montaña, a apenas ya unos minutos de ella, Diana vio a un niño echado bajo un árbol, con una cañita en la boca, durmiendo despreocupado. Le reconoció. Prometeo paró la moto. Diana bajó. Se acercó al niño. Despacio. Sin hacer ruido. Sin querer despertarle. Se agachó. Colocó su boca junto al oído del crio. Tomó aire.

 

-¡¡¡EN PIE GUERREEEERO!!!

 

El niño pegó un brinco e instintivamente se abrazó, aun en el aire, a la mujer que le había despertado. La miró. Sonrió entre divertido y asustado.

 

-Bienvenida, Capitana.

 

Se llamaba Ajax. Era el miembro más joven de la Orden. Acababa de cumplir los ocho años y formaba parte de la división de guerreros. Es decir, se encontraba bajo las órdenes directas de Diana.

 

- ¿Me quieres explicar que haces aquí?

 

Fue el último al que Jano seleccionó, el cuadragésimo noveno Elegido. Sus cabellos eran un batiburrillo de rizos de color rojo chillón y su todavía amago de carácter venía a ser lo mismo.

 

-Tomaba el fresco.

 

Diana siempre le tuvo por una especie de hijo travieso. El típico niño que todas las madres tachan el primero de su lista de preferencias. Pero, por alguna extraña razón (según Prometeo afinidad de caracteres), era de todos sus guerreros al que más quería la capitana.

 

- ¿Y Quirón te ha dado permiso para salir del monasterio?

 

-La maestra Quelona nos obliga a hacer ejercicios mentales. ¡A los guerreros! Así que, como me aburría, pues me escapé.

 

Prometeo interrumpió al niño.

 

- ¿Permites a tus guerreros que se burlen del nombre de Quirón?

 

Diana le miró sorprendida.

 

- ¿Y eres tú el que me lo echa en cara? ¿Tú, que fomentaste que los magos se refiriesen a mí como "el capitán" y no como la capitana?

 

-Eso era una bromita inocente.

 

Pero Diana no quería centrarse en esas cuestiones. A Diana lo que le importaba era la poca gracia que le había hecho saber lo que hacían con sus "niños" cuando ella no estaba.

 

- ¿Y hace mucho que os obliga a hacer esos ejercicios?

 

Ajax se apretó contra el pecho de su capitana. En algunos sentidos era un niño muy despierto. Prometeo se dio cuenta.

 

-Desde que te fuiste con el maestro Prometeo, Capitana.

 

Diana miró indignada a Prometeo.

 

- ¡Ves! ¡Ves lo que pasa por dejar a "ese" a solas con mis guerreros? ¡Se dedica a afeminármelos!

 

El Alto Maestre contemplaba a la madre y a su hijo acusica.

 

- ¿Para ti los ejercicios mentales afeminan?

 

Diana se irritaba por momentos. Ajax se frotaba más y más contra su pecho. A Prometeo empezaba a no hacerle gracia el niño.

 

- ¡Son guerreros, maldita sea! ¡Y están a mi cargo! ¡No dejaré que esa nenaza de mago me los convierta en unas niñas!

 

-Y lo dices tú que eres una mujer.

 

Y Ajax seguía que te seguía. Prometeo se cansó. Bajó de la moto. Fue junto a ellos. Cogió al niño de su pequeño uniforme blanco y le sostuvo en el aire frente a su cara.

 

-Te recuerdo que estoy aquí, enano, y que yo mando más que tu capitana.

 

Diana se lo arrebató de las manos y lo volvió a llevar contra su pecho. Miró muy seria a Prometeo.

 

- ¡Venga, vamos al monasterio!

 

Y pasó por delante de él hacia la moto. Ajax le sacó la lengua al Alto Maestre sin que Diana le viese. Él protestó, se quejó de la afrenta sufrida. Y la muchacha le dijo que se callara y condujera, que era más niño él que el niño, que se diera prisa que quería decirle unas cuantas cosas al bueno de Quirón. Y Ajax siguió sacándole la lengua a Prometeo. Y hasta carantoñas le hizo. ¡Qué malo!

 

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``ABRID LAS PUERTAS.´´

 

Cuando la Orden se instaló en la Montaña, se construyó una muralla rodeando el recinto del antiguo monasterio allí ubicado. Un telón de roca que se erguía orgulloso transmitiendo el espíritu de los señores del monasterio más allá de sus muros. Se entraba cruzando dos gruesos portones de madera encantada vigilados por sendos conjuros de guardia creados por Quirón. Se abrían ahora para el Alto Maestre, la capitana de los guerreros y un estropajo de pelo rojo.

 

Al pasar las puertas, la explanada central del monasterio recibía a los visitantes. Era una llanura adoquinada que culminaba en una pendiente que se perdía entre los árboles que llevaban a la residencia del Alto Maestre. En torno a ella se ordenaba el complejo y tan larga era que muchos creían que sólo el orgullo de algún gran dios negro podía haberla hecho sobrevivir entre tan poderosas montañas. Se decía que, en los dos momentos del año en que el día y la noche eran hermanos y ninguno vivía más que el otro, el Sol y la Luna iluminaban al tiempo el mismo punto de la explanada. Era entonces cuando el Alto Maestre debía situarse bajo los rayos de ambos astros y recibir su poder para con él defender la Montaña y a sus moradores. Prometeo aún no había tenido la oportunidad de cumplir la leyenda ya que asumió el cargo varios días después de la jornada en la que sucedió el fenómeno por última vez. Nadie había realizado la tradición ese año pues Jano ya había marchado de la Montaña cuando llegó el día.

 

A ambos lados de la explanada se mostraban los edificios, tanto los originales del monasterio como los que fueron construidos posteriormente para el uso de la Orden. Columnas de mármol que obligaban a abrir la boca para buscar el final de sus agujas en el cielo, para siquiera ser capaz de en parte abarcar aquello que una mirada jamás habría podido ella sola dominar. Los templos hechos con rocas mágicas, con poderes tan imposibles de comprender por el intelecto humano que cada ventana parecía una puerta al reino del todo es posible, del nada dice no a aquellos que dormimos tras estos vidrios sagrados. 

 

El edificio de los guerreros. Un laberinto de mil pasillos que escondía en su interior la arena de combate, el lugar donde habían tenido lugar los enfrentamientos más legendarios de la historia de la Orden, el cuarto de juegos de Diana. El edificio de los magos. Las antiguas dependencias de los monjes que habitaron el monasterio y que ahora ocupaban los discípulos de Quirón. El recinto tuvo que ser remodelado para soportar las prácticas mágicas de sus ocupantes y, aun y eso, las habitaciones acostumbraban a venirse abajo en multitud de ocasiones.

 

La residencia del Alto Maestre. Una construcción completamente nueva en el punto más elevado del monasterio. Un engendro de la arquitectura esotérica repleto de referencias a los mil y un cultos que fueron prohibidos en todo el Imperio hacía ya décadas y que sólo se toleraban en la Montaña porque sólo en la Montaña se sabía que allí estaban. Fue la vivienda particular de Jano hasta que el ahora emperador dejó la Orden y cedió el cargo de Alto Maestre a Prometeo. Pasó entonces a ser la residencia del muchacho y de Diana. Ninguno de los dos se sentía muy a gusto en ese templo encantado, tal y como a Quirón le gustaba definirlo. Diana porque siempre había vivido con sus guerreros y sólo por estar con Prometeo había aceptado el traslado. Y Prometeo porque nunca había dormido en un lugar construido por manos humanas.

 

De hecho, Prometeo no vivió bajo el mismo techo que Diana hasta que ambos se mudaron a la residencia del Alto Maestre. Hasta entonces siempre vivió solo. Y lo hizo en una cueva. En su cueva. Un pequeño agujero en la montaña en el que desde tiempo inmemorial se guardaba la única escultura que aún quedaba de la virgen negra que daba nombre al monasterio y a la propia Montaña. Jano le había repetido mil veces que viviese con los magos, con los guerreros o que lo hiciese con él mismo si así lo deseaba, pero que saliese de ese agujero. Nunca le convenció. El mismo día en que llegó al monasterio, Prometeo descubrió la cueva y fue verla y querer estar en ella. En su interior tenía las mantas y los pocos objetos personales que poseía. Y allí pasaba gran parte del día. Sólo. En silencio. Con la mirada perdida en la figurita que tanto le intrigaba. Entregado a descifrar el porqué de esa mujer negra de madera. 

 

Diana no soportaba la cueva. Desde niña tuvo infinidad de discusiones con Prometeo ya que ni quería comer, ni mucho menos dormir en ella. Pero tanto se obcecaba el chico, que acabó haciéndolo casi más veces allí que en el edificio de los guerreros. Por ello, mudarse a la residencia del Alto Maestre fue para Diana un pequeño disgusto por tener que separarse de sus niños, pero una inmensa alegría por al fin librarse de ese agujero en el que, por oírse, hasta se oía circular el agua por las paredes. Estaba ya hasta la coronilla de hacer según qué cosas en una manta tirada sobre el suelo de roca.

 

Pero lo de la cueva era tan sólo una pincelada más del gran cuadro que hacía a Prometeo tan..., diferente. De hecho, el chico de los ojos verdes fue siempre el bicho raro de la Orden. No pertenecía ni al grupo de los guerreros ni al de los magos y, lo que les resultaba aún más extraño a todos, nunca había intentado pertenecer a ninguno de los dos. Siempre había ido por libre. Sólo obedecía a Jano y de cómo había sido su educación sólo podían hablar él y su maestro. Nunca entrenaron o practicaron en público. Ni la misma Diana, que a veces parecía la sombra de su amado, sabía dónde estaban cuando se marchaban juntos.

 

Fue así desde el principio. Cuando Jano apareció en el monasterio con Prometeo a su lado, sólo lo habitaban dos niños, Quirón y Esculapio, y unos pocos casi bebés entre los que se encontraba Diana. Durante sus primeros tiempos como Alto Maestre, Jano fue más un ama de cría que el maestro de nadie. En los años que vinieron a continuación, Jano dejó muy claras cuales eran sus preferencias. Primero encontró y reunió al resto de miembros de la Orden, todos de la misma o de menor edad que Diana, algunos recién nacidos, y después, una vez se llevaron a Esculapio, delegó en Quirón y en su hija la dirección de los magos y de los guerreros mientras él se dedicaba casi exclusivamente a preparar a Prometeo.

 

Así que la estructura de la legendaria Orden de los Elegidos consistió durante los primeros años de su segunda generación en un niño y una niña tratando de controlar una guardería en la que el que más el que menos rompía rocas a cabezazos y en un Alto Maestre que ignoraba por completo que su hija dedicaba más tiempo a corregir micciones nocturnas ajenas (y alguna que otra propia) que a preparar combates y que ni por asomo sospechaba que su maestro de magos tenía primero que aprenderse él los conjuros para después enseñárselos a veinte enanos cuyos báculos medían el doble que ellos. Pasado un tiempo la guardería se transformó en instituto y los alumnos pasaron de romper rocas a machacar montañas. De todo, eran capaces de todo, pero, por más que lo intentaban, por más que se esforzaban, no entendían por qué su maestro les ignoraba y se dedicaba por completo a un muchacho extranjero que, por no hacer, ni vivía con ellos.

 

Sólo con el paso del tiempo la Orden admitió a Prometeo como uno más. Extraño, pero uno más. Su poder tremendamente superior al de cualquiera de los guerreros o los magos le granjeó el respeto de hasta los que menos le apreciaban. Pero fue lo que más distinto le hacía lo que más les convenció: su carácter. Y es que Prometeo era orgulloso, pero, por paradójico que resultase, raras veces mostraba en público sus capacidades. Evitaba por todos los medios humillar a los demás. Por eso, cuando luchaba o competía con sus compañeros, no causaba envidias, sino admiración.

 

Su relación con Diana le acercó a los guerreros, los cuales se dijeron que, si era bueno para su capitana, también lo sería para ellos. Más de una noche un medio desnudo Prometeo fue descubierto paseándose por los pasillos del edificio de los guerreros en busca de una salida teniendo que ser orientado por niños no mucho mayores que Ajax. Llegaron a hacerse apuestas de si tal noche o tal otra Prometeo habría visitado a Diana o no con base en el estado de ánimo que la capitana mostrase a lo largo de la jornada posterior.

 

Y su amistad con Quirón, con el que congenió nada más conocerse y con el que le unía el que ambos fuesen los miembros de mayor edad de la Orden, le acercó a los magos. Magos con los que compartía un amor casi maternal hacia la Montaña, si bien en Prometeo era aún mayor que en ellos. Porque, si algo caracterizaba a Prometeo, era su pasión por la tierra en la que vivía. Ni los magos, que basaban gran parte de su magia y sus conjuros en interactuar con la naturaleza, ni mucho menos los guerreros, llegaban a la devoción que él sentía por la Montaña.

 

Montaña que era lo que más impresionaba de todo el monasterio. Mucho más que cualquiera de los edificios. Una espectacular arquitectura natural que rodeaba a las construcciones humanas y que se componía de decenas de picos redondeados, algunos casi curvos, de color gris blanquecino que vivían escalados por una exuberante vegetación de tonos verdes, castaños y ocres. En torno a las gargantas de roca crecían las estructuras de ladrillo como inquilinos meramente transitorios, accidentales, como aquellos que están en un lugar, pero sólo como invitados, como extraños a los que en cualquier momento el anfitrión, la misma montaña, puede expulsar.

 

Prometeo paró la motocicleta en el centro de la explanada. Corriendo como locos, todos los guerreros saltaron encima de Diana para tocarla, para besarla, para entre gritos y golpes de la una a los otros y de los otros a la una saludarse y alegrarse por el retorno a casa. Veintiséis muchachos de relucientes túnicas blancas y un Ajax que apenas tardaron unos segundos en decirle a su capitana lo mal que lo habían pasado sin ella, las cosas tan terribles que les había hecho hacer la malvada bruja Quelona.

 

Diana formó un corrillo con ellos, comenzó allí mismo a maquinar la inexcusable venganza. ¡Se iban a enterar esas brujitas! Mientras Prometeo asistía al espectáculo de los gritos y los golpes (la mayoría de ellos proferidos y dados por Diana), un grupo algo más pequeño fue reuniéndose a pocos metros. Eran los magos. Vestían con togas negras. Holgadas y con faldones. Todos llevaban un báculo mágico. Hasta que no estuvieron los veinte ninguno dijo una sola palabra aun y encontrarse frente a Prometeo y aun y mirarle todos con una agradable sonrisa. El contraste entre la vitalidad de los guerreros y la parsimonia de los magos explicaba bastante bien el origen de las bromas y burlas mutuas. Porque lo cierto es que los magos consideraban a los guerreros unos salvajes (Diana acababa de pegarle un puñetazo a uno de sus muchachos para felicitarle por una ocurrencia. Todos sus compañeros y él mismo tirado en el suelo reían a carcajadas al descubrir la facilidad con la que le sangraba la nariz) y los guerreros veían a los magos como a unas nenazas.

 

-Bienvenido a Montserrat, Prometeo.

 

Un muchacho de la misma edad que Prometeo, de pelo corto y rubio, de ojos grises, saludó a su Alto Maestre. Era Quirón. Su cuerpo alto y delgado se apoyaba en un báculo dorado. Se cubría con el que parecía ser el nuevo modelo de toga negra para magos, el cual le quedaba como si él mismo lo hubiese diseñado...

 

-Siempre me han gustado tus creaciones, Quirón.

 

...porque él mismo lo había diseñado.

 

-Cada uno tiene un entretenimiento, el mío es la moda.

 

El maestro de los magos había creado tanto las ropas de los guerreros, como las de los magos. También las de Alto Maestre de Prometeo. E incluso el abrigo de cuero y las gafas de sol montadas al aire que tanto le gustaban al chico y tan poco a Diana. Pero aquello de lo que Quirón se sentía más orgulloso era de los pendientes de plata que Diana y Prometeo llevaban. Fue el regalo que el mago les hizo cuando empezaron a vivir juntos en la residencia del Alto Maestre. Dos parejas de pendientes cada uno de los cuales llevaba inscritas y entrelazadas las iniciales de sus nombres. Y todo en letras griegas. Así que había un pedacito de plata con una "pi" y una "delta" entrelazadas sujeto a cada una de las cuatro orejas de la pareja que formaban Prometeo y su capitana.

 

-Ahora que vuelves a estar con nosotros, deberías vestir de acuerdo con tu cargo, ¿no te parece?

 

Quirón extendió la mano y las ropas de Prometeo desaparecieron cubriéndole en su lugar una túnica y sobre ella una doble toga cruzada. La mitad de la tela era negra y la otra mitad era blanca. Una cadena de plata y otra de oro le ciñeron la cintura. La melena del Alto Maestre se trenzó ella sola y se sujetó con un lazo de seda verde.

 

-Sabes que no me gusta vestir el uniforme de Alto Maestre, Quirón.

 

Quirón le puso la mano en el hombro.

 

-Pero es lo que eres.

 

Prometeo suspiró resignado. Y en esto que se les acercó Diana.

 

- ¿Ya quieres convertir en una nenaza hasta a mi hombre?

 

Quirón mutó instantáneamente de expresión y de la amabilidad que mostraba para con Prometeo pasó a la irritación que le provocaba la mera presencia de Diana. Las cabezas visibles de los dos grupos de la Orden hacía ya muchos años que habían llevado las diferencias entre sus discípulos al terreno personal. En el fondo se querían un montón, pero era tan en el fondo...

 

-Bienvenida tú también, Diana. Y, no te preocupes, soy una persona muy liberal. Jamás haría nada que pudiese interferir en la hermosa relación que mantenéis Prometeo y tú. Diana arqueó extrañada las cejas.

 

- ¿Y qué tiene que ver eso con ser o dejar de ser liberal?

 

Quirón sonrió malvado.

 

-Bueno, quería decir que jamás me interpondría en una sana relación entre dos..., dos..., hombres. Más aun cuando los dos sois tan masculinos.

 

Prometeo se apartó. Diana rio mirando al suelo. Dio un par de golpecitos a los adoquines de la explanada con la suela de una de sus sandalias. Enfocó a Quirón. Y, como era de prever, no se contuvo...

 

- ¡Te voy a morder la nuez, bruja del diablo!

 

... y saltó sobre él...

 

- ¡Ven, ven, hombretón!

 

...para que él, como también era de prever, levantase su báculo dispuesto a electrocutarla si era necesario. Y deseaba que lo fuese.

 

``QUIETOS.´´

 

Diana cayó contra el suelo como una piedra. Quirón sintió como le quitaban el báculo y lo depositaban a sus pies. Ninguno de los dos pudo hacer nada. El mago miró espantado a su alrededor.

 

- ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha hablado?

 

Diana, aun desde el suelo, le contestó.

 

- ¿Tú quién crees que ha podido ser?

 

Quirón dirigió la mirada hacia Prometeo. La Orden entera lo hizo con él.

 

- ¿Has sido tú, Prometeo?

 

El Alto Maestre sonrió casi disculpándose.

 

Quirón se convirtió en un cubito de hielo.

 

- ¿Y desde cuándo..., desde cuándo puedes...?

 

Diana se levantó de un salto.

 

-Pues aún no has visto nada.

 

Diana les explicó a todos las cosas tan increíbles que Prometeo había hecho en los últimos días: "Y entonces empezó a volar..., y luego lo de la luz..., que si el rio y el pozo..., y esa señora que según él era una bruja..." La muchacha escenificaba los momentos, imitaba las voces. Si hubiera sido necesario quitarse algo de ropa, se la hubiera quitado. Diana les enamoraba con su historia. Diana tenía alma de artista. Quirón contemplaba asombrado a Prometeo. Repetía insistentemente "pero..., pero..." a lo que luego añadía "esto es exagerado, exagerado". Sus ojos eran bombillitas cubiertas de polvo. Prometeo adoptó una expresión a caballo entre la timidez y el dejad de hablar de mí que me da vergüenza, que la conversación no me gusta. Pero no era vergüenza ni desagrado, sencillamente era que sabía que tarde o temprano le preguntarían...

 

- ¿Por qué, Prometeo? ¿Cuál es el motivo de que tu poder haya aumentado tanto?

 

...y él no sería capaz de responder. Quirón le miraba esperando una respuesta. Dime esto, dime lo otro, dime lo que quieras, pero contéstame, dame explicaciones, hazme sentir tranquilo al demostrarme que todas las cosas que pasan tienen un motivo y todos los motivos generan cosas que pasan. Pero Quirón se iba a quedar con las ganas. Prometeo se acercó al mago. Levantó su báculo aun en el suelo. Se lo dio. Un segundo. Los ojos grises se encontraron con los verdes. Dos segundos. El cielo dio tres vueltas de campana. Un ángel travieso se cayó de las estrellas. Tres segundos. Quirón bajó la mirada.

 

-Prometeo...

 

-No lo sé, Quirón. Aun no sé el motivo.

 

Una sonrisa. ¿Os gusta hablar de mí? Pues hacedlo solos que yo estoy cansado, que no tengo ganas, que después de un viaje tan largo no me apetece ser interrogado. Un entornar los párpados. Decidme hasta luego, que duermas bien Prometeo. Un ahí acabó todo. Se dirigió hacia Diana. La cogió del brazo, le hizo un gesto con la mirada. Se encaminó con ella a su residencia. La muchacha aun firmaba autógrafos, aun se entregaba a su público. Cruzaron el grupo que formaban magos y guerreros. Quirón intentó pararlos, hablar con Prometeo. Pero no le hicieron caso. El mago se resignó. En fin, ya me enteraré más tarde. Ya les espiaré en sueños. Salieron de la explanada. Desaparecieron en el pequeño bosque que precedía al templo encantado. La mañana se escapó. El mediodía salió corriendo. La tarde y el ocaso se fugaron juntos. La noche llamó a la puerta.

 

- ¿Por qué se han ido sin despedirse? -un enano de pelo rojo apareció junto a Quirón. Se cogió de su toga. El mago le contempló desde las alturas. Le dio un golpecito con el báculo. Hizo que le picase la cabeza.

 

-No te metas en los asuntos de los dioses, héroe en miniatura.

 

Sus ojos grises se elevaron al cielo. Azul. Calmado. Apenas un par de nubes despistadas. Le vino a la cabeza la primera vez que vio a su amigo. Suspiró. Ahogó una carcajada. Se dio cuenta de que seguía sin saber quién se escondía detrás de esa mirada que le hacía estremecerse. Quién era ese muchacho al que todos llamaban Prometeo y cuyo color de ojos parecía arrancado del mismo cielo. Tuvo la sensación de que nunca lo sabría.

 


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