Los Elegidos. Capítulo Decimonoveno.


El acantilado del fin del mundo. La costa contra la que rompen las tormentas. El mar en el que el agua se vuelve hielo. El paisaje en el que a las olas se las lleva el viento. El cielo color diamante y plomo. El aire cargado de cristales. Las cumbres de las montañas cubiertas de nieve. El silencio desgarrado a manos de los rugidos del glaciar que tiembla mil metros más abajo. El frio insuperable. El campo de batalla en el que los dioses de la guerra sufren ataques de pánico. El reino de los truenos manchados de sangre. La tierra de la locura y la desesperación. El mundo oscuro. El paraíso del emperador.

 

Un millón de esvásticas ondean al viento. Un millón de llamaradas iluminan el borde del precipicio. La guardia imperial es una fila en la cornisa del acantilado, una serpiente de fuego que corre de este a oeste, de izquierda a derecha, desde la lejanía hasta donde se pierden las miradas. Los colosos sostienen antorchas en una mano, banderas de mango de oro en la otra. El blanco, el negro y el rojo de las infinitas cruces gamadas se despliega allá donde se mire. La gloria de las capas y los uniformes, de los guantes de cuero, de los maderos encendidos que iluminan el cielo. El espectáculo de la violencia contenida, de la ley del fuego.

 

En el punto más elevado del acantilado. Frente al océano helado. Bajo el cielo del que los relámpagos huyeron. He ahí donde los dioses del norte tienen su hogar y habita el orgullo albo, donde la música vibra y las notas son tan finas que las rosas se vuelven láminas al rozarlas. Donde rompen las corrientes marinas y se termina el Imperio, en el borde de la Tierra, antes de caer a la nada. Allí es donde un hombre dirige su mirada hacia el horizonte sabiendo que todo es suyo, que todo le pertenece, que los espíritus de los siglos pasados le contemplan humillados, que Dios murió para cederle su trono.

 

Allí es donde la más lujuriosa de las vanidades toma cuerpo y se confiesa en toda su realidad, donde destripa las cadenas de la moral con sus iris tan azules que te duele cuando los contemplas, con su pelo tan de oro que te quemas cuando lo escuchas al ser mecido por el viento, cuando grita rabioso en tus oídos. Allí y solamente allí es donde el emperador permanece de pie contemplando el mundo a sus pies, la tierra, el aire, el fuego y el agua arrodillados ante su poder. Sus ropajes negros y blancos sacudidos por los vientos. Sus mejillas tiznadas por las crestas de las olas. Su mirada iluminada por las antorchas de un millón de gigantes. Su figura reflejando las banderas que representan la victoria de la muerte sobre la vida, de su voluntad sobre el mundo entero. Los brazos en jarras, el pecho hinchado, los músculos hirviendo, los gritos de mil valquirias atronando en sus oídos de dios en la tierra. He aquí a Jano.

 

Ríndete historia, rendíos tiempos. Temed al emperador pues él no ha venido a partiros en dos, él ha venido a despedazaros y rehaceros a su antojo. Jano eleva los brazos y las aguas del océano del norte vibran inquietas. Jano mueve las manos y los torbellinos se forman. Jano va a dirigir una orquesta y el escenario de la Tierra es el foso donde atronará su música. Abre la boca y de las alturas caen rayos que fulminan a las tristes espumas de las olas. Comienza su partitura y los vientos se llevan las rocas y las hacen bailar en los cielos. Levanta la palma derecha y una columna de agua se despega de la superficie del mar y se une con las nubes negras. Levanta la palma izquierda y una torre de líquido surge de lo profundo y rasga el pecho de los dioses que aún no se rindieron.

 

Jano une las manos y dos chorros gigantes chocan en el aire y se mueven según él los gobierna mientras oye en su cabeza los aullidos de las trompetas, de los violines, de los timbales, de los platillos y las voces de las mujeres que vienen a llevarse a quien él decida al más allá que ha creado para sus enemigos. Jano grita y los sonidos salen de su interior desplegándose sobre la entera faz de la tierra. Las tormentas se arremolinan a su alrededor mientras él ríe manejando los vientos a su antojo, gobernando las lluvias con sus deseos. Su voz narra las gestas de los dioses que bebieron sangre, que gloriaron la muerte, que nacieron para vivir todo lo que él al fin vive.

 

Escucha los gritos, los alaridos de las damas blancas que recorren los cielos que él gobierna, la tierra que él devasta, el universo creado para su diversión de demonio desencadenado. La energía que mana de su cuerpo se descontrola y el suelo se agrieta, se abre, se deshace y traga a los soldados de la guardia imperial sin que estos se muevan, sin que se quejen, sin que hagan nada más que morir en nombre de su emperador y señor, de su dios y creador. Los cadáveres sueltan sus banderas y las cometas negras vuelan sobre la cabeza de Jano mientras éste sacude los brazos como director loco, como fanático de la música que es capaz de destruirlo todo para disfrutar con los acordes que manan del fondo de su alma.

 

Jano grita y su aliento hace que las cruces gamadas desaparezcan entre los tornados que levantan el mar y se lo llevan, que arrancan la tierra y la roban, que juegan con las telas de sus ropas y no pueden siquiera separarlas de la piel que cubren. Jano es violencia y del mar surgen llamaradas que se escapan de las calderas del averno. Jano es locura y la puerta de Kiev ya no es música sino un juguete que sus botas derrumban a patadas. Jano ruge y la cabalgata de las damas de la muerte es una risa frenética desplegada a su alrededor.

 

El paraje del fin del mundo aúlla cuando lo arrasan para la sola diversión de la profecía hecha hombre, hecha dios, hecha trueno, rayo, martillo, oscuridad pura que revienta la moral y pare un torbellino de pasiones que aniquila a las deidades de los esclavos. Los esclavos que son todos porque nadie puede oponerse al poder que hace temblar el planeta, que precede al movimiento de su eje y el cambio de era. El mar convertido en vapor hirviente, en huracanes, en torbellinos irrefrenables. La tierra rajada en su vientre. El hielo quebrado. La nieve evaporada. Y en lo más alto del acantilado, en la única estaca de roca que queda en pie en medio del apocalipsis, Jano sigue dirigiendo su orquesta imaginaria, sus sopranos histéricas, sus músicos enajenados.

 

¿Imaginaria? ¡Real! Un poder tan inmenso es capaz de crear su propia realidad. Los violines son relámpagos. Las flautas truenos. Los timbales la tierra desgarrándose bajo sus pies. Las voces femeninas los alaridos de dolor de la naturaleza. Porque Jano no respeta nada, no él que es el ser más poderoso que jamás haya pisado la Creación, no él que ordenará al mismo Sol que se arrodille y se deje cegar por sus iris claros. Aquí vienen las damas que se llevan a los guerreros al más allá para que Jano las coja de sus trenzas y las someta a su furia, las haga tenderse en el suelo y les comunique que las guerras de los dioses tienen un vencedor que es él y sólo él.

 

- ¡YO! ¡YO! ¡YO!

 

¡¡YO!!

 

Grita Jano. Ya no hay leyes humanas o naturales. Él es la única ley para hombres y fenómenos. Él reinará sobre los vientos y las tormentas, sobre la Luna y las estrellas, sobre las categorías terrenas y celestes. Su mirada es la pasión de aquel que es capaz de hacer lo que le venga en gana, el orgullo desencadenado, la violencia descontrolada. ¡Controlaos vosotros, seres inferiores! ¡Dominaos vosotros, criaturas imperfectas! ¡Porque yo soy Jano y he venido para quemar el universo con mi rabia! ¡Porque yo soy Jano y no tengo frenos o retenes! ¡Nada que me detenga! ¡Nada que me impida arrasar la Tierra si me place! ¡Yo puedo hacerlo! ¡Yo lo haré si me viene en gana! ¡Porque yo soy Jano! ¡El dios que gobernará los tiempos!


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