Los Elegidos. Capítulo Noveno.


De camino al Palacio Imperial, Prometeo pidió al conductor del coche oficial que habían puesto a su servicio que parase. El hombre de sombrero azul no le preguntó el motivo, no le preguntó si quería que volviese a recogerle o si quería ser esperado. Se limitó a dejarle donde el muchacho le señaló y luego continuó en dirección a la fiesta que en honor del nuevo emperador comenzaría en unos minutos.

 

Al bajar del coche Prometeo se encontró en una calle cualquiera de un barrio cualquiera. Miró a su alrededor. Los edificios no tenían más de cuatro o cinco alturas. Eran las primeras horas de la tarde. El Sol brillaba sin fuerza. La brisa soplaba templada. Los niños corrían por las aceras. Los hombres y las mujeres iban de aquí para allá escondidos detrás de corbatas grises y pañuelos de colores. Un policía ponía una multa. Un perro se detuvo junto a Prometeo. Movió la cola. Le miró y dos bolitas marrones le dijeron estoy vivo, soy una broma del destino. Prometeo se agachó. Introdujo su mano derecha en uno de los bolsillos de los ropajes dorados de consejero. Todavía los llevaba puestos bajo el abrigo negro con el que se cubría. Sacó una galleta. Prometeo siempre guardaba algún dulce en el interior de sus ropas. Se la ofreció al animal. Éste acercó su hocico a la mano humana. El muchacho sintió humedad en los dedos. Una lengua extendiéndose. Un perro que salió corriendo con una galleta en la boca.

 

Se recogió el pelo. Lo introdujo debajo del abrigo. Levantó el cuello de cuero negro. Guardó las manos en los bolsillos. Llevaba puestas sus gafas de sol montadas al aire. Sabía que era cuestión de tiempo que le reclamasen, pero quería pasear un poco antes de volver con tantas dignidades como le rodeaban de unos días a esta parte. Necesitaba estar solo, aunque apenas durase unos minutos. Deseaba recuperar su forma natural de vida aun y tenerlo que hacer a escondidas. No tomó una ruta concreta. No conocía Berlín. Empezó a caminar sin rumbo fijo en la calle en la que bajó del coche. Cada consejero tenía uno a su servicio. Diana usaba el del consejero de justicia. Ya debía haber llegado al Palacio Imperial. Ya debía estar devorando los canapés de bienvenida.

 

Diana... No le supo explicar a Diana lo que pasó la noche anterior. Pero es que ni él lo sabía. Voló..., sí, voló. Voló y se vio invadido por una sensación que le hizo convertirse en un fogonazo de luz que cegó a toda una ciudad. ¿Cómo iba él a saber el motivo de cosas tan..., tan...? Ni sabía cómo nombrar semejantes cosas. Ningún periódico o televisión había dicho nada al respecto. Para todos aquellos que lo vieron se imponía el creer que no lo vieron, que nunca existió. Pero Prometeo sabía que sí existió. Su cuerpo, su mente..., él lo había vivido. Y, sin embargo, era el que menos lo comprendía.

 

Prometeo cambiaba. No era cosa de uno o dos días. Prometeo llevaba varios meses cambiando. Cada vez era más fuerte, más veloz... Todo su cuerpo era mucho más eficiente. Hasta hacía un par de semanas lo achacó a su desarrollo normal como persona. Me hago mayor, se decía. Pero las personas, por muy mayores que se hagan y por muy miembros de los Elegidos que sean, no suelen convertirse en arcángeles de ojos verdes cuya manera de divertirse sea deslumbrar ciudades enteras. Al menos, no que Prometeo supiese. Entonces, ¿qué me pasa? No lo sabía. No tenía la menor idea. ¿Cómo iba a explicárselo a Diana? ¿Cómo iba a explicárselo a nadie?

 

Llevaba toda su vida obsesionado con descubrir quién era. Quién era el niño que encontró Jano en mitad de ninguna parte. Le daba la sensación de que cosas tan extrañas como le pasaban, cambios tan espectaculares como en él se producían, debían tener alguna relación con su origen, con su identidad olvidada. Empezó a creer que no podía ser casualidad que, precisamente cuando Jano le había cedido el cargo de Alto Maestre, una especie de "yo auténtico" comenzase a surgir en él. Cambiaba el emperador, cambiaba su papel en la Orden, cambiaba todo y, justo entonces, cambiaba él.

 

¿Sabía Jano algo que él no sabía? ¿Se aproximaba al fin el momento en que tantos velos como hasta entonces le habían cubierto desaparecerían? ¿Serían sus cambios el camino para descubrir su origen, quien era ese niño llamado Prometeo? Lo cierto, es que, en esos momentos, más que respuestas, lo único que podía ofrecerle Prometeo a Diana eran nuevas preguntas. Su mente era un ir y venir de dudas e interrogantes. Un rompecabezas sin origen ni destino. Supongo que es lo malo que tienen las mentes, se dijo Prometeo. Ojalá pudiese prescindir de la mía. Ojalá pudiese dejar de pensar y así hacer algo que fuese más allá.                                         

 

Se detuvo en el centro de la acera. Un árbol. Vivía en un monasterio, en lo alto de una montaña, en plena naturaleza, pero no sabía nada de árboles. El que tenía delante le gustaba. Era grande y frondoso. Las hojas, largas y rojizas, hacían tirabuzones antes de apretarse al tronco bastante más abajo del lugar en el que nacían. La madera era de color marrón, pero un marrón muy claro, un tono algo más caramelo que castaño. Pequeñas motas verdes, ramas de broma, nacían aquí y allá a lo largo del tronco. Parecían querer saltar de él deseosas de fundar sus propios árboles.

 

En una esquina en la que la acera tomaba algo más de anchura, un camarero ordenaba las mesas de la terraza de un pequeño café. No era muy bonito. El toldo estaba sucio y las letras doradas, que en su día debieron formar orgullosas el nombre del local, habían perdido casi todo su brillo. Las mesas y las sillas eran de una endeble estructura de mimbre. Sobre cada mesa había una hoja de vidrio redonda. Prometeo se sentó en una de las pocas sillas que parecían estables. Miró hacia el interior y en él vio a un hombre de mediana edad que, rendido al sopor, se dejaba caer sobre la barra del que seguramente sería su propio establecimiento. Un aparato de televisión repetía, con una alegría que nada tenía que ver con el ambiente que le envolvía, los mejores momentos de la ceremonia de coronación. Prometeo se vio a sí mismo asaltado por dos chicas desnudas. Vio a Diana desfilando con la guardia imperial. ¡Qué mal lo debía haber pasado! Aún no había hablado con ella. El camarero se le acercó.

 

- ¿Qué tomará el señor?

 

Prometeo miró al camarero. Sus ojos le llamaron la atención. Pequeños pero saltones. Eran una mezcla curiosa, divertida, extraña. A Prometeo le recordaban la flor de un tipo de planta que crecía a las afueras del monasterio y que tampoco sabía cómo se llamaba. Tenía que hacer algo por mejorar sus conocimientos sobre vegetales. Seguro que el bueno de Quirón se lo hubiese podido decir.

 

-Disculpe, señor, ¿tomará usted algo o no?
 

A Prometeo se le fue el santo al cielo. Buscadlo niñas, buscadlo ahora y seguro que lo pillareis desnudo. Se había olvidado del camarero de tanto pensar en él.

 

- ¿Tienen chocolate?

 

-Depende, ¿cómo lo desea el señor?

 

Prometeo dudó. Eso no se lo había planteado.

 

-Pues..., líquido, chocolate líquido caliente. Una taza, por favor.

 

El camarero sonrió. Le gustó la decisión. Le hubiese gustado cualquier otra.

 

-Sí, señor. Se lo traigo ahora mismo.

 

El silencio. Una bocanada de aire. Un poco de sol sobre los párpados cerrados. A Prometeo le invadió un súbito sentimiento de felicidad. En los pueblos cercanos al monasterio ya se habían acostumbrado a cruzarse de vez en cuando con alguno de los Elegidos y la verdad es que no les prestaban mayor atención que la que de ordinario prestaban a cualquier otro chico de su edad. Les veían comprar provisiones y les saludaban como lo hubieran hecho con el hijo del frutero o del alcalde. Si no fuera por sus tan peculiares vestimentas y porque siempre cargaban con sus espadas de guerrero o con sus báculos de mago, ni se darían cuenta de que quien se cruzaba con ellos no era uno de sus vecinos sino uno de esos alemanes que vivían en lo alto de la montaña y que periódicamente hacían temblar toda la región con sus conjuros y sus peleas de dibujos animados.

 

Pero en las grandes ciudades, donde no existía ese trato tan habitual y donde ahora todos conocían a Prometeo como poco menos que el ídolo pop del momento, la situación se le ponía difícil al Alto Maestre y, por ello, disfrutar de un breve instante de cotidianeidad como el que le ofrecía ese café se le antojaba como poco un oasis de normalidad, algo a lo que agarrarse para no pensar que todos se habían vuelto locos a su alrededor. Prometeo se repetía a sí mismo qué habré hecho yo para ser tan conocido, por qué todos querrán fotografiarse conmigo, qué interés podrá tener el conservar mi firma. Pensaba y pensaba sin encontrar solución a la pérdida de intimidad que su ascenso en el escalafón imperial le causaba. Pensaba y pensaba. Y no se daba cuenta de que pensar rara vez lleva a alguna parte.

 

En la acera de enfrente había una tienda de ultramarinos. Un cartel escrito a tiza descansaba contra el expositor para ser visto por todo aquel que entrase. Ponía "no se admiten pagos virtuales". El camarero volvió con el chocolate. Dejó un platito con una taza blanca y una cuchara plateada sobre la mesa. El líquido humeaba. ¡Qué buena pinta tenía! Prometeo preguntó al camarero.

 

- ¿Qué quiere decir ese cartel?

 

El camarero cogió el par de monedas que le dio Prometeo. Dirigió la vista hacia donde señaló el chico.

 

-Es que en este barrio no estamos cableados.

 

Prometeo le miró sorprendido. ¿La capital del Imperio y había un barrio sin conectar a la red de información?

 

-Pero tendrán algún tipo de conexión inalámbrica o...

 

-No, señor. Esto es la periferia, aquí no llega casi nada y cuando lo hace es bastante más tarde que en los barrios del centro o en las zonas residenciales.

 

Prometeo permaneció callado unos segundos. Volvió a dirigirse al camarero.

 

- ¿Y por qué no elevan una petición al ayuntamiento o a las autoridades?

 

El camarero le contempló medio sorprendido medio sin creer lo que oía. Rio.

 

- ¿Usted no es de aquí, verdad señor?

 

Prometeo negó con la cabeza.

 

-Ya. Se le nota en el acento -le miró detenidamente- Y también en la ropa. De todas maneras..., tiene que venir de muy lejos para hacerme esa pregunta.

 

Prometeo examinó su abrigo. Movió la lengua sin abrir la boca. Su acento era mediterráneo, claro. Se sentía muy orgulloso de él. No pensaba cambiarlo. No le gustaba el alemán y, ya que no tenía más remedio que hablarlo, no iba encima a forzar el acento. Le parecía un idioma demasiado agresivo. Cuando tenía que decirle cosas bonitas a Diana siempre utilizaba su lengua natal. Era mucho más dulce. Al menos eso creía él.

 

-Sí que vengo de muy lejos, pero soy ciudadano del Imperio, al igual que usted.

 

El camarero arqueó las cejas. Sonrió con cierta condescendencia.

 

- ¿Ciudadano? Señor, no sé quién será usted, pero sí sé quién soy yo y le aseguro que por aquí no verá ningún ciudadano, aquí somos todos súbditos.

 

El camarero se fue. Un libro de teoría política se cerró dando un golpe. Prometeo volvió a dirigir la mirada a la tienda. Una mujer entraba en ella con una niña de la mano. Parecía su hija. No tendría más de cinco años. La pequeña llevaba una bolsita de tela con asas amarillas. El dibujo de la tela eran cuadros rojos y verdes. Prometeo las miró en silencio. Prometeo se fijó en los calcetines de conejitos de la niña. Los conejitos tenían las orejas grandes y pintadas en rosa. Estaban descoloridos.

 

Cogió la taza. Cerró los ojos. Dejó que el líquido le entrase en la boca, que le calentase la lengua, que le inundase la garganta. Prometeo no tomaba pequeños sorbos. Prometeo lo bebía todo de un trago. Un placer corto. Intenso. Algo que le hiciese recordar qué es la vida. Oyó gritos. Abrió los ojos. Un hombre salía corriendo de la tienda de ultramarinos. Llevaba una pistola en una mano y una bolsita de tela con asas amarillas en la otra. Prometeo se levantó de la silla. El dueño del café y el camarero se asomaron. Los curiosos se acercaron poco a poco. El hombre había desaparecido. Nadie le detuvo.

 

La puerta de la tienda se abrió. Una mujer salió con el cuerpo de una niña en los brazos. Tenía manchado el abdomen de sangre. La niña yacía con la cabeza tendida hacia la izquierda. Su diminuto cuerpo aun sufría ligeros espasmos. La mujer cayó de rodillas sobre el suelo de la calle. Dejó a la niña en la acera y se derrumbó sobre ella. Lloraba. Empezó a gritar. El dueño de la tienda, un anciano de bigotes blancos, apareció detrás suyo con la mano en la cabeza y un fino hilillo entre negro y rojo deslizándosele por el brazo. Ya se había formado una pequeña multitud que rodeaba, algo curiosa, algo fascinada, la escena. El camarero y su jefe sacudieron la cabeza. Volvieron a sus tareas dentro del café.

 

Prometeo se quitó las gafas. Las dejó sobre la mesa. Empezó a caminar. Los curiosos le vieron acercarse desde la esquina del café. Aquellos que le reconocieron palidecieron de inmediato y se apartaron sin dejar de mirarle. Los que no supieron quién era le dejaron pasar al percibir que no era uno de los suyos. Llegó junto a la madre y la hija. Ya nadie hablaba. La mujer levantó la vista. Tenía los ojos empapados, los párpados enrojecidos, las mejillas rotas en pedacitos blancos. No vio la cara de Prometeo. El muchacho le tapaba la luz del Sol. Su contorno era una sombra recortada contra el atardecer. Una figura amenazante que había hecho callar a todos cuantos les rodeaban.

 

Prometeo le tendió la mano. La mujer creyó que el mismísimo Lucifer había venido a llevarse el alma de su hija y de paso la suya. ¿A dónde si no al infierno debían ir los pobres cuando morían? La mujer no pudo más que obedecer. Cogió la mano del muchacho y, cuando ya creía que la tierra se abriría bajo sus pies, sintió como éste la apartaba a un lado y ocupaba su puesto junto al cuerpo de la niña. Le vio entonces la cara. Se dio cuenta de quien era el dueño de esa mano tan fuerte. Retrocedió. Alargó el brazo hacia su hija como si hubiese creído que Prometeo se disponía a matarla de nuevo. Dos iris verdes la miraron por primera vez. Sonrieron.

 

-Tranquila.

 

Prometeo cogió la cabeza de la niña entre sus dedos. Cerró los ojos. Fue allá a donde no deben ir las almas cándidas.

 

- ¡Mamá! -La niña se abrazaba a su madre. Saltaba. Hacía subir y bajar las orejas rosadas de los conejitos bordados en sus calcetines. La madre lloraba. Pero esta vez sus lágrimas eran cálidas, eran alegres, eran la felicidad cuando toma forma de agua. Prometeo estaba sentado en el suelo. Aun jadeaba. La niña se soltó y fue hacia él. La madre quiso detenerla. Puede que hubiese visto a ese hombre traer a su hija de donde ya creían que la tendrían para siempre. Puede que toda su felicidad se la debiera a él. Pero ella sabía quién era él. Sabía qué cargo ocupaba. Y tenía miedo. No podía evitarlo. La habían educado para ello. La pequeña llegó al lado de Prometeo. Sus simpáticos iris castaños se cruzaron con las esmeraldas del Alto Maestre. Una pregunta cruzó el aire de la tarde - ¿Eres Dios? -La madre se llevó las manos a la boca. Los curiosos abrieron los oídos. Prometeo sonrió. Se levantó a duras penas. Acarició el pelo de la niña. Aún tenía los dedos manchados de sangre. Dos alas negras vibraron. Una estrella cayó de los cielos. El coche oficial de Prometeo aparcó junto al café. Una gorra brilló en azul. Prometeo se agachó. Acercó sus labios al oído de la niña. Susurró unas palabras. Nadie las oyó. Retiró el rostro. Miró sonriente el de la pequeña. Dos ojitos castaños hacían esfuerzos por no reír. Prometeo se dirigió a la madre. La mujer reculó. La cogió de la mano. Le dijo, cómprele otra bolsita de asas amarillas. Sé que le gustan. Y se fue.

 

Al abrir la mano la mujer encontró una moneda de oro en ella. La habían acuñado esa misma mañana. El retrato del nuevo emperador aparecía mirando en ambas direcciones al tiempo. Buscó con la mirada al muchacho. Ya recogía sus gafas de la mesa del café. Gritó, ¿cómo puedo pagarle lo que ha hecho por nosotras? Prometeo respondió colocándose los vidrios tintados delante de los ojos -No preguntándole a su hija qué le he respondido -Subió en el coche. Cerró la puerta blindada. El conductor no dijo nada. El conductor yo creo que ni respiraba. Se fueron. El Palacio Imperial esperaba. No era cuestión de llegar tarde.

 

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Prometeo estaba contento. Había conseguido quitarse las ropas doradas de consejero que tanto le apretaban. ¿Por qué, si era su talla? Entró en el salón de recepciones del Palacio Imperial con otras bien distintas.

 

- ¿Qué...? ¿Qué llevas puesto?

 

Diana le miró de arriba a abajo.

 

- ¿A que está bien? Lo he encontrado en una de las habitaciones que hay en esa dirección. ¡Este sitio es enorme!

 

Prometeo sonreía satisfecho. Diana tocaba las ropas sin conseguir disimular el espanto que le producían.

 

-Bueno..., son..., son muy...

 

Diana buscaba desesperada la expresión menos directa. La más abstracta de todas.

 

- ¿Sí...?

 

-Son muy..., en fin, muy..., llamativas. Sí..., llamativas.

 

Prometeo lo tomó por un elogio.

 

-Tú también estás muy guapa.

 

Diana aun miraba la ropa de Prometeo. ¿Pero cómo puede ponerse semejante...? Despertó.

 

- ¿Eh? ¡Ah! ¿Tú crees? Pues a mí no me gusta nada esta broma que me han obligado a llevar. ¡Pero si hasta tiene capa!

 

- ¿Y qué tiene de malo? Es muy colorista. Muy apropiado para el día de hoy. Además, para mí estarías guapa te pusieses lo que te pusieses. Y ahora lo estás. Créeme.

 

Diana se dejó llevar por las palabras de Prometeo. Quiso creérselas, olvidar que las palabras serán siempre unas mentirosas. Y, de pronto, un fogonazo, una llamarada que le iluminó la conciencia y le dijo que él era lo único que le quedaba. La única persona a la que aun amaba. Un cristalito se le clavó en el pecho. Esa sensación no estaba hecha de palabras. Tenía que ser verdad. Buceó en los ojos de Prometeo tratando de encontrar respuestas a sus dudas, a sus miedos, a tantas cosas como latían en su corazón y a las que nunca sabría dar nombre. Sintió los latidos del muchacho. No pudo apartarlos de los suyos.

 

- ¿Esperas verte reflejada en mí, Diana?

 

Diana bajó el rostro.

 

-Me daría miedo hacerlo, Prometeo.

 

Él la cogió del mentón.

 

- ¿Por qué?

 

Diana le esquivó la mirada.

 

-Porque no creo que me gustase verme.

 

Prometeo no supo reaccionar ante esa respuesta. Dudó. Pim, pam, pum, una pelotita deslizándose por el hilo de oro de nuestras vidas. Tomó una decisión. La cogió de la mano. Cruzaron el enorme salón de recepciones. Fueron apartando a los invitados y personalidades que lo llenaban. Salieron a una de las terrazas. Al aire libre. Prometeo cerró las puertas de cristal desde fuera. La música de la fiesta se colaba por debajo de las hojas transparentes. Se dejaba oír en los jardines del palacio, en todas sus habitaciones, en la gran Plaza del Imperio repleta de periodistas y curiosos que contemplaban la llegada de los invitados a la cena del emperador, en el interior de Prometeo y Diana solos en una terraza. En silencio.

 

-Adelante, Diana. Venga, dímelo. Desde ayer por la noche hay algo a lo que no paras de darle vueltas.

 

Diana suspiró. Se alejó de él. Se apoyó en la barandilla. Dejó que su mente se perdiese en las paredes del laberinto de seto que cubría gran parte de los jardines del Palacio Imperial. La terraza daba a ellos. La terraza quería salir corriendo y mezclarse con ellos, permitir que las enredaderas la cubriesen, ser una con la naturaleza, creerse que una terraza también puede ser libre. Los árboles con formas de fantasía. Las pequeñas fuentes que descubrían con el ruido de su agua los rincones que no querían ser encontrados. El tablero de jardinero loco que eran los paseos cuajados de rosas ignorantes del frio que había hecho hasta hacía un par de capítulos. Todo se mostraba ante Diana preguntándole cómo era capaz de estar triste cuando hay tanta belleza en el mundo, cuando hasta en penumbras un jardín puede ser más hermoso que dominar un imperio. Dinos, niña, ¿qué es la belleza sino una mentira? Una mentira de sonidos bonitos, una mentira que merece ser creída, una mentira de tus ojos enamorada, de tus ojos que no han de estar tristes, de tus ojos que nacieron para enorgullecerse de ser la misma alegría. ¡Soy feliz!, debes decir. ¡Muérete, pena! ¡Muérete tú, que no sabes ser hermosa! ¡Muérete tú, que desconoces el secreto de la belleza! El secreto que sólo se revela a los poetas y a las niñas bonitas. A tus iris color de viento, Diana. A la belleza que late en tu alma y que te prohíbe conocer la tristeza. El jardín le decía mil cosas distintas. El jardín cantaba cien cuentos para alegrarla.

 

-Quiero volver a la Montaña.

 

Prometeo abrió sorprendido los ojos.

 

- ¿Por qué? Creía que te gustaba estar en tu país.

 

Una mentira.

 

-Estoy cansada. Tantos viajes, tantas ceremonias...

 

Una súplica. Una mano cogiendo otra.

 

-Por favor, Prometeo..., olvidémonos de toda esta gente, de su escenario, de la mentira que representan. Ya ha terminado la coronación. Ya podemos volver a casa. Hagámoslo ahora, sin avisar, demostrémosles que el único mundo que nos interesa es el que nosotros protagonizamos.

 

El Alto Maestre calló. Le sorprendió el ímpetu de Diana, sus repentinas ganas de volver a la Montaña. La contemplaba buscando en ella el motivo, la respuesta, el porqué al miedo que sus labios le ocultaban pero que en ella sentía. La tocó. Cometió el error de tocarla. Un silencio. Dos silencios. Tres silencios. Las dudas se quedaron en el camino. La razón se perdió y nadie fue a buscarla. Prometeo asintió con la cabeza. Diana le besó en la mejilla. Puede que seas capaz de subir a los cielos. Puede que cada noche deslumbres al mundo entero, a las altas estrellas. Puede, puede, puede. El poder corre por tus venas. Los dioses te envidian. ¿Y de qué te sirve? Estás enamorado. Tan sólo eres un esclavo.

 

Prometeo parpadeó. Escuchó el ruido de las cadenas que le ceñían el cuello. Deseó apretarlas aún más. Volvieron a entrar en el salón de recepciones. La puerta de la terraza se cerró tras ellos. Varios metros más arriba. Una figura colgaba bocabajo de la terraza de la planta superior. Se balanceaba de uno a otro lado. Sus cabellos blancos le cubrían la cara. Esperó unos instantes. Se soltó. En un corto vuelo llegó a los jardines. Sus ropajes le hicieron planear. Miró hacia la terraza en la que habían hablado Prometeo y Diana. Quiso sonreír. No fue capaz. Se perdió en el laberinto de los jardines. Se difuminó en la oscuridad color rojo.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

Las fiestas tienen un millón de colores. La música llega a todas partes. La risa se hace pasar por alegría. Las almas tristes quieren creérselo. Los frutos de la fantasía. Nadie te detendrá cuando vayas a tomarlos. Un pasillo oscuro. No soy capaz de no morirme de miedo. Diana y Prometeo caminaban hacia la salida del Palacio Imperial. Se cogían de la mano. Los leves resplandores que iluminaban las paredes del corredor apenas les dejaban ver más allá de sus propios pasos.

 

- ¡Esperad!

 

Diana se dio la vuelta antes que Prometeo. Ella reconoció la voz primero.

 

-Papá...

 

Jano les llamó desde el fondo del pasillo. Su figura casi no se distinguía de tan lejana como estaba. Sostenía un farol. Doce luciérnagas brillaban en su campana. Doce lucecitas doradas. Caminó hacia ellos. Las sombras de su cuerpo se alargaron. Encogieron. Se alargaron. Encogieron. Los insectos se marearon. A su lado.

 

- ¿Ya os vais?

 

Prometeo se excusó.

 

-Está cansada.

 

Jano miró a Diana. La muchacha le evitó. Apretó la mano de Prometeo.

 

-Felicidades por tu nombramiento, Maestro.

 

Prometeo atrajo hacia sí la atención de Jano. El emperador sonrió sin convicción.

 

- ¿Podríais, antes de iros, venir un momento conmigo? Me gustaría hablar con vosotros.

 

Una salida de contexto.

 

-Eres el emperador, ¿acaso podemos negarnos?

 

Prometeo miró extrañado a Diana. La muchacha bajó la mirada. Jano no respondió. Movió un brazo. Empujó la puerta que había a su derecha. La abrió. Hizo un gesto invitándoles a entrar. Diana fue la primera en hacerlo. Arrastró con ella a Prometeo. Se negaba a soltarle. Jano entró poniendo su mano en el hombro del Alto Maestre. Diana encendió las dos lámparas que tenía el cuarto. Se dejó caer en un sillón. Prometeo se colocó de pie a su lado. Seguían cogidos de la mano. Los dedos entrelazados, blancos de estar tan apretados. Jano paseó un poco por la habitación. Buscaba por dónde empezar.

 

-Quiero que seas el Primer Consejero, Prometeo.

 

Prometeo no reaccionó. Diana contestó por él.

 

- ¡No! Prometeo no quiere ser el Primer Consejero. Lo único que quiere es volver a la Montaña conmigo.

 

Jano respondió a su hija sin dirigirle la mirada.

 

-No te lo he preguntado a ti, Diana.

 

Diana buscó los ojos de Prometeo.

 

-Yo..., yo ya hablé contigo de esto, Maestro.

 

Jano se acercó a la pareja.

 

-Lo sé, Prometeo. Pero también sé que el cargo de Alto Maestre implica el de Primer Consejero. Ahora que yo no lo soy, eres tú el que debe serlo. Es algo que ni puedo ni deseo evitar.

 

-Pero, Maestro..., -Prometeo era una duda pintada en verde- Diana tiene razón. Yo..., yo quiero estar en la Montaña. Ese es mi hogar.

 

Jano suspiró. Se fijó en la presión cada vez mayor que Diana hacía en la mano de Prometeo.

 

-Y puedes hacerlo, Prometeo. Yo fui Primer Consejero siendo vuestro Alto Maestre. Lo era y vivía en la Montaña con vosotros.

 

Diana se cansó de escuchar.

 

-Díselo, Papá. Dile que el cargo que le propones es el nombramiento oficioso como tu sucesor. Dile que le estás pidiendo que sea el futuro emperador. Dile lo que eso implica. Díselo. Dile que incluso me podría implicar a mí.

 

Jano movió la cabeza. Sus ojos azules quemaron la piel de su hija.

 

-Diana..., jamás..., jamás permitiría que te pasase lo que le pasó a…

 

- ¿A quién, Papá? ¿Lo que le pasó a quién?

 

Tal vez no se le notase en el rostro, pero Diana tenía miedo. A Prometeo le dolía la mano. Jano gritó.

 

-Eres mi única hija, Diana. ¿Cómo puedes creer que...? ¡Jamás permitiría que te pasara nada malo! ¡Jamás!

 

El emperador se alejó unos pasos. Se detuvo junto a una de las dos lámparas de la habitación. Se apoyó en una librería de madera oscura. Trató de calmarse. Habló a su hija con un lado del cuerpo iluminado, con el otro perdido entre las penumbras.

 

-Prometeo sabe que deseo que me suceda. Se lo he explicado desde pequeño. Es el mejor de la Orden. Y también el más noble y puro -Jano se acercó a su hija- Sé de lo que es capaz y de lo que no. Sé que hay cosas que él nunca haría, Diana.

 

Diana se tragó sus sentimientos. Se soltó de Prometeo. Se levantó. Trato de esconder la realidad que la devoraba. Se colocó rozando a su padre. Le desafió con cada palabra que sus labios liberaron.

 

-Prometeo el emperador y Diana su esposa, ¿no? Tendrán muchos hijos. Alguno será el siguiente en el trono. Sucesión asegurada. Y Jano habrá unido su nombre y su sangre al Imperio. Al fin será uno con el Imperio -Diana calló. Un segundo. Ya ha pasado- Tengo muy buena memoria, Papá. Y tú tiendes a hablar demasiado -Retrocedió. Volvió a coger a Prometeo de la mano. Se apretó contra él con todas sus fuerzas.

 

-No vamos a ser tus marionetas, Papá. Ya eres el emperador. Confórmate con eso.

 

Prometeo quiso acercarse a Jano. Diana le retuvo. Le ordenó, le pidió, le suplicó. Prometeo la miró. Diana le soltó. A Diana no le gustó tener que soltarle. Prometeo junto al emperador. El alumno habló al maestro.

 

-Maestro, tanto a Diana como a mí nos gustaría volver a la Montaña. Descansar unos días. Pensar los dos juntos. Tomárnoslo con calma -a Prometeo se le notaba que no estaba acostumbrado a hablar. Las palabras jugaban con su lengua, la engañaban, la hacían tropezar, le cambiaban el camino- Dame tiempo, Maestro. Te responderé tan pronto como pueda. Y sabes que lo haré teniendo en cuenta no sólo mis deseos sino también mis obligaciones. Diana, la Orden, la Montaña..., no quiero que mi vida cambie, pero tampoco puedo olvidar quién me permitió tenerla.

 

El emperador permaneció unos segundos en silencio. ¿Escucháis cómo se repite la historia? Su mano derecha se apoyó sobre el hombro de Prometeo. Sonrió.

 

-De acuerdo, consejero. Tendrás tu tiempo.

 

Prometeo le acompañó en la sonrisa. Le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Se cogieron de las manos. Se dieron un abrazo. Diana los miró sin acercarse. Las luciérnagas del farol de Jano se apagaron. Murieron al ver el futuro. La capitana y su Alto Maestre decidieron abandonar Berlín al día siguiente. Se despidieron del emperador. Diana se despidió de su padre sin tocarle. Le lanzó una mirada. Un gesto que no decía nada, que no pretendía decirlo. Adiós. Salieron del palacio. Jano los vio subir a un coche oficial en la Plaza del Imperio. Cogidos de la mano. Fotografiados por la prensa una y mil veces.

 

- ¿Cuánto queda, Maestro?

 

Esculapio era una escultura de porcelana roja en la más alta de las librerías de la estancia. El emperador se dio la vuelta. El muchacho saltó y se puso en cuclillas a sus pies. El emperador le acarició la cabeza. Esculapio se frotó contra sus piernas.

 

-Poco. Ya queda muy poco.

 

Una lágrima cruzó la mejilla derecha de Jano. No la sintió.


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