Las nubes muertas. Son ríos de vapor, columnas calientes, hilos blancos. Algodones que suben y vuelan, que se unen y escapan, que te dicen adiós y no esperan cuando se mezclan en lo alto y abandonan los pulmones mecánicos en los que nacieron para negarte la libertad de un firmamento despejado. Mírala, una ciudad besando un cielo de acero. Las agujas de los rascacielos se pierden en las alturas. Los aviones las esquivan, los pilotos hacen vuelos rasantes, las azafatas se cuelan entre mil cubos rellenos de personas. Nadie ve las cumbres de las torres, nadie que camine en las lejanas calles. El Sol ha desaparecido y la luz ya no llega a los balcones. El Sol ha huido y nadie alegra las frías cuevas. Las diferencias entre el día y la noche sonríen, las diferencias entre el día y la noche no quieren ser enseñadas en las escuelas.
Los edificios son llamaradas que surgen de las profundidades, luces que se pelean con las estrellas, brujas que cada día raptan el brillo del arcoíris y le obligan a alumbrar el contorno urbano, le ordenan que viaje de rostro en rostro y que al fin se pierda en la telaraña de caminos que lleva a la ciudad cubierta por las nubes de broma. Las autopistas están paradas. Los vehículos se apelotonan. El tráfico las llena todas menos una. Una motocicleta circula en su asfalto. Un hombre vestido con un abrigo de cuero negro la conduce. Llueve. Y las gotas son cristales de hielo. El aire una manta fea, los relámpagos descosidos blancos. El conductor acelera. El motor se encabrita. Enciende las luces delanteras. Ilumina la respiración del caballo con olor a gasolina.
Entra en las primeras calles de la urbe. Los policías controlan a los viandantes para que nadie se cruce en su camino, regañan a los charcos rebeldes, saludan levantando el brazo derecho. Varios coches oficiales le escoltan. Los habitantes de la colmena le miran desde los cafés, desde las oficinas, desde el mundo de la miel y las abejas. Una melena oscura. Sus cabellos bailan en la nada, son seguidos por un millón de ojos hipnotizados, por dos paraguas enamorados. Los tubos de neón le indican el camino. Las pantallas de plasma le guían en el interior del laberinto. Mujeres sonrientes, códigos binarios, rostros de porcelana, le marcan la dirección correcta, le invitan con amabilidad a no detenerse.
Llega al centro nuevo. El país de las explanadas. La curvatura de la Tierra aparece antes de doblar la primera esquina. Los edificios son construcciones colosales, enanos de largas barbas, monstruos de simbología y enseñas oficiales. Gigantes de mármol. Terror para las masas. El vacío grita sobre la nada. Cuántas cosas raras. El caballo ruge entre los bulevares artificiales, los campos de los árboles de diseño, el paraíso creado para ser perfecto. Las almenas de un palacio se divisan a lo lejos. Sus padres le dijeron que fuese un castillo. Él no fue capaz de llevarles la contraria.
Entra en el recinto. Los soldados de las puertas se cuadran a su paso. Elevan enseñas con cruces negras. Los coches oficiales no pueden penetrar en un reino que no es el suyo. Se abre camino entre las banderas que habitan los jardines, entre los guerreros de piedra que las sostienen. Llega a la puerta principal. Una escalinata de mármol blanco. Frena. Apaga el motor. Mira alrededor suyo. Ya no llueve. Un oficial con uniforme de gala se acerca a él. Sus galones dicen que es un teniente de las SS.
-Bienvenido a Nuremberg, consejero. Es usted el último en llegar.
El conductor se quita las gafas de sol montadas al aire.
Dos esmeraldas. Dos cristales que cayeron de los cielos.
Sus ojos se clavan en el oficial. Le iluminan el rostro. Le obligan a bajar la mirada.
-Y seré el primero en irme.
Baja de la motocicleta. Es un muchacho de poco más de veinte años. Se recoge el pelo con una cinta de seda. Descubre sus oídos decorados con sendos pendientes de plata. Cada uno tiene una pareja de letras griegas entrelazadas. Los dos hombres suben los peldaños de la escalinata. Llegan a las puertas del palacio. Varios lanceros de enormes cuerpos, de uniformes negros y capas rojas, las custodian. Son miembros de la guardia imperial. Al pasar entre ellos se golpean el pecho, gritan el nombre del consejero para que, como si de una cascada se tratase, sus hermanos del interior del edificio lo repitan comunicándose unos a otros la llegada del invitado. Le niegan al eco el derecho a apagarse.
Los iris de una culebra los escuchan en silencio. No sé lo que piensan. Una muchacha de cabellos dorados extiende los brazos. Saluda. Despliega su mejor sonrisa. El consejero le da su abrigo, deja al descubierto sus ropas: una túnica ceñida a la cintura, unos pantalones ajustados. Todo en cuero negro, todo a juego con su melena oscura. La muchacha inclina la cabeza. Entorna sus enormes ojos azules. Se retira doblando el abrigo entre sus manos pálidas. El consejero siente frio.
-¿Qué generación?
El teniente introduce un código numérico en la terminal de su muñeca. En la pantalla de cristal líquido aparecen el retrato y los datos de la muchacha.
-Tercera generación, señor. Marzo de 2031. El modelo fue...
El consejero le interrumpe con un gesto de la mano. El teniente se cuadra. Le da paso al salón de recepciones. Las puertas se abren.
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La luz le deslumbra. Una fiesta. El consejero camina entre los invitados. Las lámparas son arañas gigantes. Las paredes puertas de cristal, espejos, lienzos de siglos pasados. Suenan los instrumentos. No se escucha la música. Los presentes príncipes y princesas, los camareros huevos de Pascua. Hay muchas personas. ¿Tantas? Demasiadas. El consejero se siente solo. Escapa. Se esconde en un lugar en el que no puedan encontrarle. Cierra los ojos. Imagina.
No puedo evitarlo.
Los vuelve a abrir y está en un jardín recién creado. Un mundo tan hermoso que seguro que nunca nadie lo ha visitado.
No quiero evitarlo.
Una mujer camina hacia él. Su rostro es cubierto por las sombras.
No voy a evitarlo.
Se detiene a su lado. Su pelo es largo y oscuro. Sus pies pequeños, sus brazos delgados. El consejero quiere ver su rostro. Pero al acercarse, ella se aleja y, al avanzar, ella retrocede. ¿Qué puedo hacer? Se pregunta el consejero. Y de pronto siente que le quema el pecho, que le arde de tal manera que baja la mirada y descubre asombrado que es de allí de donde surgen las tinieblas que ocultan los rasgos que tanto desea contemplar. Sin dudarlo, apoya ambas manos sobre el corazón y aprieta con todas sus fuerzas, aprieta aun y dolerle, aprieta aun y sentir la sangre mojándole los dedos. Aprieta y aprieta y tanto lo hace que al final la niebla se rinde y deja de manar de su interior. El consejero toma aire. Sopla. Y, como si siempre lo hubiesen estado esperando, las sombras que cubren el rostro de la mujer se disipan dejando a la vista la imagen de una joven muchacha...
...que sonríe. Extiende los brazos. Tiende las manos. Y él las coge. Él la toma de la cintura y se pregunta qué pesadilla será...
...esta en la que al mirarte me ciegas con tus ojos claros, en la que al acariciarte me ahogas con tus cabellos negros, en la que al abrazarte me quemas las yemas de los dedos. Respiro y tus labios tiemblan, los rozo y se vuelven rojos, te beso y mi boca deja de ser mía. Entonces descubro que te conozco, que sé quién eres, que hasta de mis fantasías deseas apoderarte y yo sólo sé entregártelas. La luz envuelve al consejero y a la muchacha. Se elevan en el cielo del jardín encantado sin dejar de abrazarse. Sus dos cuerpos se funden en uno. ¿Acaso podrá alguien separarnos?
-¡Prometeo!
El consejero abre los ojos. La belleza se evapora. La muchacha vuela. Un hombre de imponente aspecto se dirige hacia él cruzando el salón. La multitud se aparta conforme avanzan sus ropas blancas. Todos le conocen. Todos saben quién es. ¿Y quién es?
-Maestro Jano.
Y el consejero es abrazado en el centro del salón por un gigante bávaro de no más de cincuenta años, de pelo rubio y piel rosada, de ojos azules y enormes manos que te ciñen con fuerza y te hacen sentir como un niño al que su padre acabase de bautizar hace apenas un capítulo.
-¡Cómo te crece el pelo! ¡Es increíble! Sólo ha pasado un mes y tengo la sensación de que hemos estado separados un año entero.
-Yo también te he echado de menos, Maestro.
Jano contempla sonriente a Prometeo. Le sacude con vehemencia. Le mira de arriba a abajo. Le toca tanto como el chico se deja. Le demuestra un cariño que impresiona a todos los que les observan. Guarda un segundo de silencio. Se muerde la lengua. Se toca el mentón. Se moja los labios. Quiere aguantar un poco más antes de introducir el tema..., pero no es capaz.
-Bueno, cuéntame, ¿cómo te va con ella ahora que estáis solos?
Prometeo esboza una leve sonrisa. Desvía la mirada.
-Me temo que igual que siempre. Mi nuevo cargo no le infunde el menor respeto.
Jano comienza a reír estentóreamente. Las arañas del techo tiemblan. Sus cristalitos se mueven contentos.
-¿Y qué te creías? Nunca esperes respeto de aquellos que saben que los amas. ¡Y menos aún si se trata de una mujer!
Le da una fuerte palmada en la espalda. Le rodea los hombros con el brazo. Le lleva a un rincón del salón donde se encuentran los invitados que aparentan tener mayor importancia. Le introduce en la conversación.
-Caballeros, me enorgullece presentarles a Prometeo, Consejero Imperial y Alto Maestre de la Orden de los Elegidos. ¡Y todo eso desde hace dos semanas!
Los presentes aplauden al afortunado, ríen divertidos. Prometeo les reconoce. Son los otros doce consejeros imperiales: el de exteriores, el de interior, el de justicia, el de finanzas, el del partido, los que representan a los tres ejércitos, el de las SS..., y a la cabeza de todos ellos el Primer Consejero, el más poderoso tras el Emperador: su maestro Jano.
-Estará usted contento jovencito, es el consejero más joven en los casi ochenta años de historia del Consejo. Se cuentan auténticas maravillas de usted.
Dice el anciano consejero de justicia. Jano le interrumpe sonriente. Jano es una sonrisa perenne. Sus dientes iluminan el espejo que hay frente a ellos. El vidrio cierra los ojos. El vidrio se queja deslumbrado.
-Bueno, fundamentalmente las cuento yo.
Todos vuelven a reír. Prometeo sonríe por compromiso. No está acostumbrado a las reuniones oficiales.
-Mi maestro me tiene en demasiada alta estima.
-Eso es seguro. -añade el consejero de justicia- Porque le ha nombrado a usted Alto Maestre y con ello consejero imperial sin hacer caso a los que no hemos parado de recordarle su excesiva juventud.
Jano contesta sin dejar de reír. El espejo quiere huir. Le ciegan. No le dejan ver nada.
-Ya sabe, señor consejero, hay que confiar en las nuevas generaciones. Los viejos tenemos que echarnos a un lado.
Ríen de nuevo. Son una orquesta obediente, un grupo de músicos incapaz de fallar a su director. El consejero de exteriores se acerca a Jano. Le pide permiso para marcar el tempo de la conversación.
-¿Y cómo se encuentra su hija Diana, Primer Consejero? ¿Cuáles son las noticias que nos trae de ella su prometido?
Sonrisas cómplices se deslizan de unos a otros rostros. Jano mira entre interrogado y divertido a Prometeo. El chico pinta sus mejillas en rojo. Recuerda sus fantasías.
-Eso mismo le preguntaba yo antes al Alto Maestre.
Prometeo es el centro de atención. Ve caras curiosas allá donde dirija la mirada. Le agobian, aunque no se le note. Le molestan, aunque no lo aparente.
-La Capitana Diana se encuentra perfectamente. Es bastante habitual en ella encontrarse a sí misma de tal manera.
-¿Y qué opina su prometido de ello? -añade el consejero de exteriores.
-Su prometido no es tan valiente como para llevarle la contraria. -concluye Prometeo.
-Ya ven -apunta Jano con sorna- lo complicado que puede llegar a ser el amor.
Y vuelta a reír. Una partitura sin igual. Vivan los instrumentos afinados. Uno desentona.
-Es un gran logro para un no ario alcanzar tan altas magistraturas como las que ha alcanzado el Alto Maestre Prometeo. Es un ejemplo a seguir por todos nosotros. El Primer Consejero Jano demuestra un espíritu sumamente aperturista bendiciendo la relación entre su hija y él.
Jano no deja de sonreír. El espejo salta por la ventana. Mira al consejero que acaba de hablar. Es el de las SS. Memoriza sus palabras. No va a olvidarlas.
-Prometeo es para mí como un hijo y es bien sabido que obtuve autorización directa del Emperador para unirle a la Orden. Que no sea alemán carece de importancia. Sus cualidades le hacen tan digno como el más puro de los arios. De todas formas, si alguien no está de acuerdo, sabe que tiene total libertad para decírmelo.
Jano busca un valiente. Y encuentra cabezas agachadas. El consejero de las SS hace una reverencia. El de justicia vuelve a interpelar al maestro de Prometeo.
-Si no me equivoco, es el único guerrero-mago que existe en la Orden además de usted, ¿no, Primer Consejero?
-Sí, tan sólo él y yo unimos los dos aspectos de la Orden.
Jano hace un gesto a Prometeo. El muchacho interviene. Les explica que la Orden de los Elegidos se divide en dos grupos: los magos y los guerreros. Los primeros son expertos en medicina, astrología o magia de combate. Los segundos poseen destrezas en todos los estilos de lucha conocidos. Ambos grupos, o divisiones, que es como se les denomina en la Orden, son dirigidos por el más capaz de cada uno de ellos. Así, los magos lo son por Quirón, el Elegido de mayor edad junto con Prometeo, y los guerreros por Diana, la única mujer de la Orden.
-Y sobre todos ellos se coloca ahora usted. -añade el consejero de justicia.
-Sí, así es.
-Y hasta hace dos semanas, antes de ser nombrado Alto Maestre, ¿qué cargo ocupaba en la Orden?
Jano se adelanta a Prometeo.
-Prometeo siempre demostró unas aptitudes especiales. Difíciles de clasificar. Nunca estuvo adscrito a ninguno de los dos grupos. Al igual que yo a su edad.
El grueso consejero del partido participa por primera vez en la conversación. Deja la jarra de cerveza de la que había estado bebiendo hasta entonces en la mesita de largo tallo que hay junto a él.
-Son ustedes un grupo de lo más peculiar. Con sus propias leyes, sus normas..., por tener, hasta tienen una mitología personal. Es bien sabido que en el partido siempre hemos pensado que la Orden está demasiado protegida por el Emperador. Una y otra vez le hemos preguntado el porqué de tantas atenciones para con un grupo de cincuenta niños alemanes criados en lo alto de una montaña del sur de Europa. En un monasterio junto al Mediterráneo. Monasterio del que nunca se supo nada más una vez fundada la Orden. Nada, hasta que un día nos despertamos y descubrimos que, no uno, sino dos de los ahora trece miembros del Consejo proceden del par de generaciones de niños que lo han habitado hasta la fecha. ¿Y cuándo sucede todo esto? Precisamente ahora. Ahora que empieza a saberse que la salud del Emperador es precaria.
Prometeo arquea las cejas. Él no lo sabía.
-Sí, -añade el consejero de justicia- ni tan sólo Esculapio parece ya capaz de mantenerlo vivo.
Jano percibe el sarcasmo en la voz del anciano. Esculapio fue miembro de la Orden. El mejor de sus médicos.
-Eso no son más que rumores, consejeros. Ustedes saben que el Emperador aun estará entre nosotros muchos años más.
El consejero del partido no está conforme. Sus ojillos color miel se mueven joviales. Su apariencia severa contrasta con sus formas desenfadadas.
-Con todos mis respetos, Primer Consejero, la mala salud del Emperador es vox populi en nuestros círculos. Todos sabemos el afecto que siente por él. Conocemos la relación tan estrecha que mantienen desde que usted era niño, pero eso no debe cegarle, pronto será la hora de la sucesión. ¿Para qué si no se nos ha reunido fuera del calendario oficial del Consejo? ¿Por qué con una semana de tiempo? ¿Qué sentido pueden tener si no tantos preparativos y misterios?
Jano mira a Prometeo. El muchacho es un gorrión rodeado por doce halcones. Sus aleteos le despeinan. Sus plumas se pelean en el aire, le caen en las manos.
-Está usted buscando en el desierto, amigo mío. Ni hay misterios, ni mucho menos preparativos especiales. El Emperador no piensa dejarnos. No de momento. No en mucho tiempo. Estoy seguro. Evidentemente le respeto y admiro. Él fue mi maestro de la misma manera que yo lo he sido con otros. Pero no me estoy dejando llevar por sentimiento o afecto alguno, consejero. Le aseguro que los rumores son infundados. No hay motivo para temer que nada cambie.
El consejero de justicia concluye.
-Si usted es el sucesor, no, desde luego.
Jano mantiene el gesto. El consejero del partido sonríe. Coge de nuevo su jarra de cerveza. Los sirvientes dicen la comida está servida. La conversación termina. Se abren las puertas del comedor de gala.
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-¿Es cierto, Maestro?
Un salón pequeño. El fuego tiembla en una chimenea de rejilla dorada. Las sombras de las llamas se proyectan en el techo. Un gran reloj junto a la pared. El péndulo se balancea en silencio. Una botella brilla en la mano de Jano. Dos vasos se llenan entre sus dedos. Sabe que Prometeo no beberá, pero le da uno de ellos.
-Y, aunque sí lo fuera, ¿qué ganaría haciéndolo público?
Prometeo se acerca a su maestro.
-Luego es cierto.
Jano se deja caer en un sofá de piel. Se desabrocha el cuello del traje. Contempla las ropas que cubren a su discípulo.
-Sigues vistiendo completamente de negro.
Prometeo no se mueve. No deja de mirar los ojos azules que le observan.
-Cada color es un símbolo. Tú me lo enseñaste, Maestro.
Jano sonríe levemente. Da un sorbo. Sacude su vaso. Saborea el licor. Los hielos golpean el vidrio.
-Cuestión de un mes o dos. Poco más.
Prometeo no sabe qué expresión dibujar. Su rostro es un signo de exclamación sin punto en la corona.
-Hace meses que Esculapio me cuenta los problemas que tiene para mantenerlo con vida. Queda agotado tras cada sesión y cada vez sirven para menos. El propio Emperador es consciente del poco tiempo que le queda. Por eso ha reunido al Consejo.
-Él quiere...
Los ojos de Jano se vuelven faros. Los barcos que navegan en los mares lejanos creen que se estrellan, que las rocas de la costa se les vienen encima.
-Nombrarme su sucesor.
Prometeo abre la boca. Jano le hace un gesto. No digas nada muchacho. Déjame hablar a mí.
-Los Elegidos no somos bien vistos en el Imperio, Prometeo. Se considera que la Orden es demasiado poderosa, peligrosa para la estabilidad del régimen. Nunca ha gustado que el Alto Maestre sea al mismo tiempo el Primer Consejero. Incluso el hecho de que esté localizada fuera de Alemania produce fuertes rechazos. Ya nadie parece querer recordar que fue el propio Emperador quien la fundó.
Jano desvía la mirada hacia la derecha. Sus iris azules son cristales de hielo.
-El Emperador me aconsejó que abandonase la Orden un par de meses antes de la sucesión. Que cediese mi cargo como Alto Maestre y que retuviese sólo el de Primer consejero. Todo para contentar a los distintos brazos del Imperio. Todo para asegurar una transición pacífica en el poder. Y ni así lo he conseguido. Ya los has oído ahí fuera, que si eres muy joven, que si ahora la Orden tiene dos consejerías, que si no respondemos ante nadie...
Jano se levanta del sofá. Va junto al ventanal de la estancia. Los primeros copos empiezan a manchar en blanco los cristales.
-¡Qué le vamos a hacer! Al fin y al cabo, su desconfianza es lógica. No saben casi nada de nosotros. Creen que lo de la magia y lo de los guerreros es una especie de retórica que utilizamos para impresionarles. Si supiesen cuál es la realidad... -Jano calla unos segundos. Parece que quiere sonreír. Entorna los párpados- Si lo supiesen, quizá harían algo más aparte de tanto quejarse.
Ve el reflejo de su aprendiz en el cristal de la ventana. Dos brillos verdes inspeccionan la moqueta del suelo. Recorren los arabescos que la decoran.
-Dime, Prometeo, ¿quiénes somos los Elegidos?
Prometeo responde lo aprendido de pequeño. No le gusta hacerlo. Nunca le ha gustado. Adopta el tono del alumno que recita la lección del día anterior.
-Los Elegidos somos la élite de la élite. Los mejores tanto física, como mental, como espiritualmente. Somos el siguiente paso de la evolución humana. Los destinados a gobernar el Imperio.
Prometeo adopta una expresión resignada. Otra vez me ha tocado tener que decirlo, se quejan sus ojos. Jano repite la pregunta que tantas veces le hizo a un niño de cabellos enmarañados.
-¿Y quién eres tú?
El chico suspira. Mira a Jano con la nariz arrugada.
-¡Oh, vamos, Maestro!
Jano se da la vuelta. Persigue a Prometeo con la mirada. Sabe que esa es la parte que más desagrada al muchacho. Los labios del Alto Maestre vibran, dejan escapar el aire, se rinden.
-Yo soy tu sucesor.
Jano vuelve a sentarse en el sofá. Dibuja un gesto a medio camino entre la satisfacción y el ya lo tenemos aquí, ya llega el futuro. Prometeo se acerca al fuego. Deja su vaso sobre el dintel de la chimenea. No ha bebido. Pierde la mirada en las llamas rojas y blancas. A Prometeo no le gustan las palabras. Nunca le han gustado. Prometeo siente que las palabras son las asesinas del infinito, las voces que nombran lo eterno y hacen que deje de serlo. Para él la belleza es aquello que no necesita nombre. La eternidad lo que nunca fue nombrado. A Prometeo no le gusta el pensamiento. Es un hombre hecho de sentimientos, un alma nacida en silencio.
Por ello no es Prometeo el que habla, sino que son las palabras las que saltan de su boca y le cuentan a su maestro que el muchacho de los ojos de esmeralda no quiere sucederte, Jano, no le obligues a hacerlo. Pues tú siempre has sabido que algún día serías emperador, pero no debes soñar lo mismo para tu alumno, el único al que le confiaste tu secreto. Las palabras ríen. Las palabras se dicen unas a otras que hay un Alto Maestre que no quiere serlo y que ojalá Jano no le regale también el cargo de Primer Consejero, ojalá no sea con él tan bueno.
Jano se deja acunar por las palabras. Son vírgenes, son palomas blancas. Escucha como le cuentan que él se ve obligado a suceder al Emperador porque es el único que sobrevivió de su generación, la primera, la que murió para defender el Imperio de sus enemigos. Pero hoy todos vivimos, le dicen las palabras. Hoy puedes elegir a otro, o incluso cumplir el destino de la Orden y permitir que gobierne como el consejo que se planeó que fuese cuando los niños creciesen. La mente de Jano se adentra en el pasado. Trata de recordar lo que las palabras han evocado. No puede. No quiere. No se atreve a pintar una imagen tan extraña como debe ser la del pasado.
Las palabras le cuentan, te contamos, que Prometeo ni siquiera comulga con las ideas del Imperio. ¿Cómo va a pensar en gobernarlo? Nunca le ha gustado el mundo de la política, el reino en el que tú eres tan hábil, Primer Consejero. Sabes que su único deseo es conocerse, descubrirse, saber quién es el chico que se refleja en su espejo y al que nunca le han presentado. No le hagas venir a Alemania. El hogar del muchacho está en el monasterio, su casa en la Montaña. Las palabras te lo explicamos todo, no te escondemos nada. Las palabras somos mujeres. Señoritas muy bien educadas. ¿Nos crees? Nosotras nunca lo hacemos.
-Por favor, Maestro, no me hagas seguir tu destino. Tú serás el emperador, pero yo no quiero serlo. Tú y yo no somos iguales.
Jano mira a Prometeo. Sus ojos son dardos, pupilas de acero.
-Aunque todavía no te des cuenta, sí que somos iguales, Prometeo. Te he educado precisamente para eso. Si te he permitido tener tus propias ideas, es porque aquel que me sucederá debe tener una mente libre. Debe ser el único que la tenga.
Las horas. El reloj se disculpa. Llego con retraso. El tiempo se escapa. Nunca le alcanzas. Sueno poco a poco, tomo carrerilla, te adelantas. Los dos hombres olvidan su conversación. Jamás la tuvieron. ¿Os la creísteis? Miran el movimiento de las manecillas. Estacas de plata. Una me observa ruborizada. Es tímida. Una brujita malvada. La mitad de la cruz que coronará mi tumba. Los sonidos del reloj se mezclan con el ruido de diez puertas al ser abiertas. Los invitados salen a los jardines del palacio. Juegan con la nieve. Los copos caen. El manto blanco les envuelve, les hace respirar viento con sabor a helado. Prometeo se sienta junto a su maestro. Jano se echa el pelo atrás. Utiliza ambas manos.
-¿Cómo crees que se lo tomará ella?
Prometeo sonríe. Se imagina a Diana convertida en una princesita de cuento.
-¿Por qué no le dices que venga? Si al final todo se precipita, me gustaría que mi hija llegase a tiempo de ver a su padre convertido en el nuevo emperador.
Prometeo cierra los ojos. Mueve la cabeza. ¿Ha dicho sí? ¿Ha dicho no? A este narrador sus personajes no se lo ponen fácil. Los cristales tiemblan. En el exterior ha comenzado una batalla de bolas de nieve. Los dedos de Prometeo juegan con su melena oscura. Los cabellos quieren vivir sueltos. Una cadena de seda les saca la lengua. Jano le coge por los hombros. Le aprieta con fuerza.
-Tengo grandes planes para ti, Prometeo. Tengo grandes planes para todos nosotros.
El maestro y el alumno se contemplan en silencio. Toman conciencia el uno del otro. Un golpe abre una ventana. Una sombra blanca cruza la estancia. Pasa entre sus rostros. Grita desde la chimenea. Un montoncito de nieve se quema las pantorrillas. Apaga el fuego. Libera destellos azules, viento claro. Jano sonríe. Prometeo siente frío.