“En los inicios de la primavera del año 1945 Alemania había sido prácticamente derrotada. Los ejércitos angloamericanos habían reconquistado gran parte del occidente europeo y los soviéticos se acercaban a la capital del país. La única esperanza que teníamos radicaba en el desarrollo de la tecnología nuclear. A mediados de abril todo parecía perdido. Nuestro pueblo luchaba sabiendo que la derrota estaba cercana. Las tropas enemigas nos acorralaban en todos los frentes. Y entonces una llamada llegó a Berlín. El propio Emperador recibió personalmente la noticia: el primer artefacto atómico era una realidad. En una semana habría tres más y en un mes se dispondría de la docena.
Faltaba el método para llevar las armas a su objetivo, pero, al fin, después de tantos sufrimientos y sacrificios, el destino sonreía de nuevo a Alemania, pues, en paralelo a los logros de nuestros científicos nucleares, se habían realizado con éxito las pruebas de la nueva bomba volante: la V3. Mucho más veloz que sus dos predecesoras la V1 y la V2, su radio de alcance le permitiría lograr lo impensable: alcanzar las costas atlánticas de Norteamérica. Sólo quedaba unir ambos logros, los frutos de años y años de investigación. Y así se hizo.
El 1 de mayo de 1945 los millones de soldados que asediaban nuestra patria vieron sobrevolarles doce estelas de fuego. Nada más. No tuvieron tiempo de saber ni cuál era su origen, ni cual su destino. Las vieron desperdigarse por todo el mundo. Vieron el principio del final de la guerra. Pero no fue el final que ellos esperaban. No el que ellos querían. Moscú y San Petersburgo, Londres y Birmingham, Nueva York, Washington, Boston, Filadelfia... Las mayores ciudades, los centros políticos, los núcleos de gobierno de nuestros enemigos desaparecieron en apenas unos segundos. No quedó nada. Nada en absoluto. En unos breves instantes el mundo volvió a estremecerse ante el poder de Alemania.
La noticia se extendió rápidamente por todos los frentes. La desmoralización, la desesperación se apoderó de los ejércitos enemigos. ¿Qué hacían luchando a miles de kilómetros de sus casas cuando estas ya no existían? Nuestras tropas, nuestros hombres, retomaron la iniciativa y volvieron a conquistar todas las tierras perdidas, el continente entero. Nadie se les resistió. La mayoría se rindieron temerosos de nuestro poder. Los que no lo hicieron fueron aniquilados. Se expulsó de Europa a los angloamericanos y se sometió por completo a los pueblos eslavos. La victoria fue total. Absoluta. El mundo sucumbió ante el triunfo de la raza aria, de nuestra superioridad.
La guerra terminó el 21 de junio del año 1946. Los EE. UU., demasiado ocupados en repatriar a sus tropas repartidas por todo el mundo y en mantener la paz en un país parcialmente destruido, firmaron inmediatamente el armisticio comprometiéndose a no interferir en los intereses alemanes. Británicos y rusos pasaron a estar bajo mando de gobiernos dependientes de Berlín. Nuestros aliados orientales se hicieron con el control de toda Asia al este del Ganges. El 21 de diciembre el Emperador fundó el Imperio y aceptó por aclamación ser el conductor de toda Europa. Por primera vez el continente estaba unido y en paz bajo un único poder. El poder de Alemania.”
Los niños miraban asombrados las maquetas y gráficos virtuales que su profesora les mostraba en su visita al museo de aeronáutica de Nuremberg. Varios hologramas les enseñaban los efectos que la radioactividad había causado en la piel de los habitantes de Londres. Múltiples fotos en blanco y negro se intercalaban con las rudimentarias filmaciones que los orgullosos científicos de las SS habían realizado en suelo británico. En una de ellas, dos hombres protegidos con monos blancos perseguían, como si de un juego se tratase, a un niño con claros signos de desnutrición que corría entre las ruinas y que bien podía pensar que les invadían los marcianos. Los restos de la Torre de Londres aparecían, aun humeantes, al fondo de la escena.
Aunque la profesora lo había omitido, lo cierto es que en los años inmediatamente posteriores al final de la guerra reinó tal caos en Alemania y en toda Europa que el triunfante Imperio sólo se vio capaz de trasladar algunas muy mal pertrechadas expediciones científicas a los lugares que le quedaban más cercanos de entre todos aquellos que habían sido bombardeados. Tampoco explicó que la primera V3 que fue lanzada no alcanzó su objetivo previsto, Paris, y que, tras desviarse ligeramente, volatilizó Ámsterdam. La prensa de todo el mundo, una vez confirmada la victoria alemana, no dudó en afirmar que dicha explosión había sido un terrible y trágico terremoto. Una niña de trenzas rubias jugaba con un muñequito que representaba a un inglés carbonizado.
“El vuelo 805 procedente de Barcelona está próximo a realizar su entrada por la pista número cinco. El vuelo 805 procedente de Barcelona está próximo a realizar su entrada por la pista número cinco.”
Prometeo dejó de observar a los niños y a su profesora. Salió de la zona mixta entre el museo de aeronáutica y el aeropuerto y se dirigió a las pistas. Caminaba pensando en los niños. Sus diminutas bocas abiertas ante las simulaciones de las explosiones nucleares. Sus ojos reflejando destellos blancos. Llegó a la pista. Se colocó en el área acotada para la espera. Estaba sólo.
El avión era pequeño. Sus colores cálidos, muy agradables a la vista. En el morro había un dibujito que representaba a un toro tomando el sol en la playa. Los pocos pasajeros que venían en el avión se dieron mucha prisa en bajar los peldaños de la escalerilla que les conducía a la pista. Bajaron a gran velocidad, a demasiada, pensó Prometeo. Tardó bien poco en darse cuenta de que el motivo de sus urgencias no era otro más que él mismo. Y es que un hombre de largo abrigo de cuero negro y expresión imperturbable no parece lo más apropiado para dar la bienvenida a unos pasajeros mayoritariamente no alemanes que llegan al corazón mismo de Alemania. Por muy europeos que sean y por muy inocentes de cualquier delito que se crean. Cuando ya todos descendieron y cruzaron la pista, sin atreverse a mirarle, una mujer joven, casi una niña, apareció en la puerta del avión. Se desperezó. Dio muestras de una despreocupación que para sí la hubiesen querido sus compañeros de vuelo. Era Diana.
Sus descomunales ojos azules tardaron apenas un segundo en encontrar a Prometeo clavado en el centro de la pista. Levantó el brazo agitando la mano mientras sonreía. Acompañó el saludo de un "¡Hola!" que debieron oír hasta la eficiente profesora de historia y sus niños rubios y dorados. Vestía con el uniforme blanco de la división de guerreros de la Orden. El modelo de verano. Una especie de túnica modernizada. Apenas unas finas telas. Una racha de viento helado casi le desabrochó el cinturón dejándola desnuda. Llevaba el pelo trenzado. La larga trenza jugaba al tenis con sus nalgas. El negro de sus cabellos resaltaba aún más el blanco de sus ropas, el rosa pálido de su piel. Dos pendientes de plata iguales que los de Prometeo brillaban junto a sus mejillas.
Al pisar la pista gritó. Sus sandalias no estaban preparadas para el fino manto de nieve que lo cubría todo. Miró contrariada el suelo. Dudó un instante. Se descalzó. Caminó con los pies descubiertos los veinte metros que la separaban de Prometeo. Llegó a su lado. Le dio las sandalias para que se las sostuviera. Le quitó las gafas de sol que él siempre llevaba puestas. Se vio reflejada en una pareja de esmeraldas. Permanecieron unos segundos en silencio. Juntos. Sin dejar de mirarse.
-¿No tienes frio?
Prometeo señaló los pies desnudos parcialmente hundidos en la nieve.
-¿Tú sí?
Prometeo tardó en responder.
-Un poco.
Diana sonrió satisfecha.
-Eso te pasa por no pertenecer a la raza superior.
Prometeo la acompañó en la sonrisa.
-Nadie es perfecto.
-Yo sí.
-Siempre se me olvida.
-No deberías.
-Intentaré corregirme.
Diana dibujó una expresión burlona, juguetona, de qué haré, qué haré, no puedo aguantarme. Tiró las gafas. Se puso de puntillas. Cogió a Prometeo de las mejillas. Sus manos ardían. Le besó. Un segundo, dos, tres, mil años. Un imperio imaginario. Los labios se separaron.
-¿Significa eso que el viaje ha sido agradable?
-Los aviones son más rápidos que las motos.
Prometeo le apartó un par de mechones traviesos de la cara.
-Llámame romántico, pero ¿qué le voy a hacer? Le tengo cariño.
-¿Más que a mí?
Prometeo tomó la bolsa de viaje que Diana llevaba a la espalda.
-Ella no me rompe las gafas.
Comenzaron a andar cogidos de la mano.
-Será porque tiene mal gusto. Debería estar penado ocultar unos ojos verdes tan bonitos como los tuyos.
-En este país puede que lo esté.
Llegaron a la terminal. No hubo persona que no mirase a la muchacha descalza que vestía de blanco y a su serio acompañante cubierto por entero de negro.
-No comprendo por qué no te gusta mi patria. Las chicas somos guapas.
Prometeo paró en seco. Levantó la bolsa. Pesaba demasiado.
-¿Qué llevas aquí dentro?
Diana sonrió nerviosa. Puso cara de buena.
-¡Oh, nada importante! Ropa, maquillaje, mis objetos de aseo... Inocentes cosas de mujeres.
Prometeo la miró incrédulo. Diana se encogió de hombros. Prometeo abrió la bolsa.
-¿Esto es para ti una inocente cosa de mujer?
Prometeo sacó una espada de mango de plata. El arma reglamentaria de los guerreros de la Orden. La hoja casi no cabía en la bolsa.
-Bueno, era por si trataban de abusar de mí durante el viaje.
-¿Abusar del elemento más salvaje e indisciplinado que tengo bajo mis órdenes? Eso sí que sería digno de verse.
Diana bajó la mirada. Dio un par de golpecitos con el pie en el suelo.
-¿Qué te esperabas? ¿Un arco y unas flechas?
Prometeo guardó el arma.
-Al menos hubiese sido más apropiado.
Salieron de la terminal. Prometeo había aparcado su motocicleta en la puerta principal del aeropuerto. Ningún policía le multó.
-Sube, niña.
Diana protestó.
-¡No me llames así! Sólo tienes cuatro años más que yo. Y te recuerdo que ya tengo diecinueve.
-Mira que bien, si vivieses en la Edad Media ya tendrías cuatro hijos y una vaca.
Diana se negó a subir.
-¡No tengo cuatro hijos, pero ya tengo una vaca y tú quieres que me suba en ella! ¿Cómo pretendes que una señorita como yo se monte en este..., en este..., en este trasto de otra época que te empeñas en conducir?
Prometeo se enfadó.
-No te metas con mi moto, Diana. No te metas con ella. Me da igual que tú y todo tu gélido país os paséis el día restregándome, como niños con problemas de autoestima, que sois la maldita raza superior y todas esas tonterías, hasta me da igual que desde que estoy aquí aun no haya visto el Sol pero..., pero... No te metas con mi moto. ¡No te metas más con ella!
Diana puso los brazos en jarras. Miró retadora a Prometeo.
-¿Y, si lo hago, qué me harás, eh? ¿Qué me harás, tipo duro? ¡Venga!
Prometeo no respondió. Se limitó a cogerla y, entre gritos, golpes y patadas, sentarla y atarla con el cinturón que, especialmente para ella, instaló en la motocicleta. Tuvo que aguantar durante los primeros cinco minutos de trayecto que le tapara los ojos, que le golpeara la espalda, que le arañara la cara y que le recordara todos los insultos de que goza el alemán por si alguno se le había olvidado. Al fin se calmó. Se quedó en silencio. Se hizo la enfadada. No era la primera vez que repetían la misma escena. Casi parecía que era una manera de decirse te quiero, te he echado de menos, soy feliz al volver a estar a tu lado. Entraron en la ciudad. Las calles de los suburbios eran algo más acogedoras que el centro urbano, muchísimo más que el barrio oficial donde se encontraba el palacio del Primer Consejero. Los niños jugaban en las calles. La gente parecía feliz en sus tareas cotidianas. Pasaron frente a una pastelería.
-¡¡Para!!
-¡Maldi...! ¿Pero es que te has vuelto loca? ¡Soy yo el que debe apretar la palanca del freno!
-Suéltame.
Prometeo miró el escaparate. Más de una docena de tartas le saludaban detrás del vidrio. Un pastel de chocolate representaba a Jano dándose la mano con el Emperador.
-¿Qué quieres? Ya te lo traigo yo.
-¿Tanto miedo me tienes que no quieres soltarme?
Prometeo protestó entre dientes. La miró como diciendo algún día me perderé y ya no me encontrarán. Al final la soltó. Diana corrió hacia la pastelería. Se paró a medio camino. Volvió.
-Dame dinero.
-¿Encima pretendes que yo te pague los caprichos?
-Mi uniforme no tiene bolsillos. Además, para que me cupiese la espada tuve que dejar algunas cosas en casa.
-¿Y el dinero fue una de ellas?
-Supuse que te comportarías como un caballero. Ya veo que me equivoqué.
Prometeo tuvo por un momento la tentación de acelerar bruscamente y dejarla allí. Afortunadamente fue sólo un momento.
-Toma. -Diana recibió unos billetes y volvió a salir corriendo hacia el escaparate- ¡Y date prisa!
La muchacha le hizo medio de espaldas un gesto incomprensible con el brazo cuando ya entraba en la pastelería. Al cabo de unos minutos salió con dos merengues. Sonreía. Su enfado se había evaporado.
-Toma, he comprado uno para ti.
Prometeo hizo un ademán para mostrarle que necesitaba ambas manos para llevar la moto. Realmente no le gustaba el merengue. Nunca le había gustado. Y Diana lo sabía. Pero le daba igual. A ella todo le daba igual.
-No importa, yo te lo iré dando.
Diana cogía con sus dedos el dulce y lo introducía en la boca de Prometeo sin darle tiempo a terminar el que le había dado antes, sin darle tiempo a respirar, sin darle tiempo a nada que no fuera chupar sus dedos pringados de crema blanca. Cuando se aburrió de darle de comer, comenzó a pintarle la cara con el merengue para después untarle el pelo con el que ella ya no quería comer. Le acariciaba los cabellos, las mejillas, los labios sucios de azúcar. Deslizaba sus dedos mojados por todo el cuerpo de Prometeo, le cogía del cuello buscando donde limpiarse. Acabó descansando sobre la espalda del muchacho, abrazándole con la piel embadurnada en blanco. Cerró los ojos. Dibujó una sonrisa relajada en su rostro. Una sonrisa que decía es mío, de nadie más, me pertenece y no os lo entregaré nunca, nunca jamás.
Prometeo era de natural callado. Rara vez hablaba si no le interpelaban antes. Durante mucho tiempo bastantes de los Elegidos malinterpretaron su carácter y le consideraron antipático y soberbio. Un montón de orgullo hecho persona. Estaba acostumbrado a que los demás recibiesen de él esa imagen fría y lejana y por ello ni se inmutó cuando llegaron a sus oídos las bromas que ya circulaban en la corte imperial acerca de lo diferentes que eran el Primer Consejero y su alumno predilecto y lo difícil que era creer que uno fuese alemán y el otro mediterráneo y no al revés. Lo sabía y le daba igual. Lo sabía e incluso disfrutaba fomentando ese efecto entre aquellos que le rodeaban. Era su papel. Su particular manera de defenderse del mundo, ese decorado tan extraño que le rodeaba allá donde dirigiese la mirada.
Sólo había una persona con la que Prometeo no interpretaba. Y era Diana. Sólo a ella le mostraba Prometeo su carácter real, le enseñaba quien se escondía en su interior. Diana era la única que sabía que detrás de esa enorme y trabajada fachada se escondía un niño travieso, un crio sediento de cariño, un peluche llorica dispuesto a vender su alma por unos pocos arrumacos de su dueña. Toda la dureza que tenía para con el mundo eran puentes tendidos y barreras bajadas para que la muchacha hiciese lo que se le antojase con él. Y ella, muy educada, le hacía caso y con él hacía lo que quería.
Habían vivido juntos desde pequeños y no había nada que no conociesen el uno de la otra. Si Prometeo aspiraba, Diana sacaba el pañuelo antes de que se produjese el estornudo. Si Diana tropezaba, Prometeo la recogía en el aire antes de que siquiera empezase a caer. La suya era la relación de dos hermanos que decidieron ser amantes. Ninguno podía imaginar una vida sin el otro. Ninguno deseaba vivir una vida sin el otro. Prometeo y Diana no necesitaban decirse te quiero. No concebían otro sentimiento entre ellos que no fuese el amor. La primavera y el invierno. Los reflejos del mar, el brillo de una pareja de rocas caídas de los cielos. Dos vidas que se convirtieron en los versos de un único poema. Llegaron al palacio del Primer Consejero. La misma escalinata de mármol. El mismo teniente de las SS. Las mismas sirvientas de diseño.
-Despierta, Diana.
Diana abrió los ojos lentamente. Prometeo tuvo que separarla de él. Ella no quería soltarse. Protestó. Puso morritos. Hinchó los carrillos. El teniente cogió la bolsa de viaje de la muchacha y la invitó a acompañarle hasta sus habitaciones. Prometeo le dijo que fuese, que él ya iría más tarde. La siguió con la mirada hasta que desapareció en el interior del edificio. Notó un pequeño salto de felicidad en el corazón. Una leve sonrisa afloró en su rostro. Bajó de la motocicleta. Quería caminar por los jardines. Sin rumbo. Sin pensar. Sin buscar nada en concreto. Recorrió gran parte de los prados que rodeaban el palacio cuando llegó a un rincón en el que no recordaba haber estado hasta entonces. Descubrió en él unas caballerizas. Había cuatro caballos. Tres blancos y uno negro.
Prometeo se acercó al negro.
-No lo haga, señor. Aún no está domado.
A su lado apareció un pequeño hombre de cabellos grises.
-¿De dónde es?
-Nadie lo sabe, señor. Estaba en la escuela de Viena, pero fueron incapaces de domarlo. Por eso me lo mandaron a mí.
El hombrecillo se acercó a las maderas que encerraban al caballo. Todo el cobertizo era demasiado perfecto como para ser real.
-¿Es usted bueno adiestrando caballos?
Le respondieron con una leve risa.
-Se ve que no lo suficiente. Aun no me he hecho con este.
Prometeo miró al caballo. A los ojos. Los tenía tan verdes como él.
-¿Cómo se llama?
-Aún no tiene nombre.
Prometeo sonrió. Le recordó a alguien. Abrió la puerta. Entró en el habitáculo del animal.
-¡No, señor! ¡Es peligroso!
El caballo retrocedió un par de pasos al ver acercársele un ser humano. Movió las patas delanteras dando golpecitos en el suelo de tierra. Resopló varias veces. No le gustaba compartir su espacio. Prometeo paró en el centro. El caballo estaba pegado a la pared del fondo. Se agachó. Se quitó el abrigo de cuero. Extendió el brazo derecho. Gesticuló con los dedos para que el caballo se le acercase. El caballo no se le acercó. Prometeo cerró los ojos. Respiró hondo. Buscó al caballo en su interior, en ese lugar en el que habitamos todos y al que todos desearíamos ser capaces de volver. Buscó, buscó, buscó. Quién eres, le preguntó, cómo te llamaron tus padres. Permaneció un buen rato sin moverse, en silencio, hablando con el animal. Y, al fin, una respuesta. Un sentimiento. Prometeo se levantó. Caminó hacia el caballo. Le puso la mano en el hocico. Descansó su rostro en el suyo. Le susurró al oído.
-Me llamo Prometeo y quiero galopar contigo. Quiero que cabalguemos juntos.
El hombre de los cabellos grises abrió desmesuradamente los ojos. No creía lo que veía. No era posible creerlo. El caballo se inclinó. El muchacho subió en él. Se cogió de sus crines. No estaba ensillado. Nunca lo estaría. Salieron a los jardines del palacio.
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Los chorritos de agua se deslizaban traviesos por la piel de Diana. El líquido tibio le recorría los hombros, los senos, el abdomen, los muslos, las piernas hasta llegar a los pies y perderse en la nada. El ruido del agua la relajaba. La hacía sentirse libre. Libre de su destino, de la Orden, de su padre que había pintado su vida viñeta a viñeta..., libre de todo lo que no fuese su amor por Prometeo. Diana quería ser libre. Pero no sabía conjugar el verbo. No sabía dónde moraba la libertad. La suya. La que ella debió perder algún día.
Gritos procedentes del exterior la atrajeron. Voces de los sirvientes y las doncellas que corrían arriba y abajo por toda la casa, que salían a los jardines a trompicones. Cerró los grifos de oro. Se cubrió con una toalla. Salió de la ducha. Caminó hasta la ventana de su habitación. Abrió las dos hojas dejando que el viento frio la secase y enrojeciese sus mejillas rosadas. Cerró un momento los ojos. Los volvió a abrir. Abajo. En los jardines. A lo lejos. Una sombra desdibujada entre las nieblas del atardecer. Los contornos de un animal y un hombre unidos por los colores del crepúsculo. Prometeo. Prometeo cabalgando un relámpago oscuro.
-Mírame.
Diana dejó caer la tela. Se mostró desnuda junto a la ventana. Desde el otro extremo del universo dos esmeraldas la contemplaron sobre un caballo libre y encabritado.
“Te veo, amor mío.”