Los Elegidos. Capítulo Sexto.


Berlín. Desde el tren se veía la capital brillando a lo lejos. Daba igual que fuese de día o de noche. Berlín siempre brillaba, siempre resplandecía como una heroína wagneriana. Los contornos de los rascacielos se recortaban contra el horizonte. Sus cumbres envueltas por nubes blancas. Sus cuerpos acariciados por gasas pálidas, pañuelos de seda, telillas violadas por el sol del mediodía. Mil torres. Y entre todas, una. La más perfecta. La más alta. El destino del misil en el que volaban: el Alfil de hielo. El edificio era un colosal obelisco pulido de más de un kilómetro de altura. Sin una sola arista. Sin esquinas, sin ventanas, sin nada. Daba la impresión de no afectarle la curvatura del planeta, de darle igual si estabas cerca o lejos, si le amabas o le tenías miedo. Él siempre rozaría el cielo, siempre acariciaría el vientre de algún ángel travieso. Era el más bello castillo de cristal de la entera superficie del planeta. Y lo sabía. Sus destellos azules rivalizaban con la luz del día, te hacían creer que en su interior se escondían fantasmas de sonrisa malvada. Si el infierno residía en la tierra, sin duda esa roca de vidrio era la lámpara que lo iluminaba.

 

- ¿Dónde te escondes, Virgilio? ¿Dónde ahora que tanto te necesito?

 

Las palabras de Prometeo despertaron a Diana. El consejero de justicia sonrió.

 

- ¿No le gusta a usted nuestra capital?

 

Prometeo movió la cabeza inquieto, como un pez fuera del agua.

 

-Me he criado a orillas del Mediterráneo. A más al norte voy, más lejos de casa me siento. El aire, la tierra..., todo es tan distinto...

 

El anciano le dio un golpecito en la rodilla.

 

-Créame, ojalá fuésemos todos mediterráneos.

 

Prometeo asintió. Volvió a ver Berlín a lo lejos. Allí estaba. La ciudad. El centro del universo.

 

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El tren paró. Señores viajeros, hemos llegado al Alfil de hielo. Parada subterránea. Fin de trayecto. El tiempo de hoy en Berlín será variable. Se esperan nubes y claros. Deseamos que el viaje haya sido de su agrado. Confiamos en volver a verlos en los ferrocarriles imperiales. No olviden sus objetos personales al abandonar el tren. Muchas gracias. Viva el Emperador. Viva el Imperio de los mil años. En el andén cientos de periodistas y curiosos esperaban a los consejeros. Uno a uno salen de los vagones junto con sus acompañantes. El de exteriores, el del partido, el de..., a ver..., déjenme ver..., sí, están todos. Pero, un momento, hay un detalle curioso. Fíjense, señores telespectadores, en esa pareja. ¡Son el consejero Prometeo y Diana, la hija del futuro emperador! Salen del tren juntos. ¡Y cogidos de la mano! Como lo oyen, amigos de mundovisión, cogidos de la mano. Y muy acaramelados se atrevería a decir este reportero que les habla.

 

Y es que Diana aún estaba medio dormida y no se quiso soltar de Prometeo. Si su edad era escasa, cuando no estaba plenamente despierta disminuía todavía más. Al día siguiente una noticia rivalizaría con la elección del nuevo emperador. Subieron por las escaleras mecánicas que llevaban hasta el corazón del Alfil de hielo. La comitiva la formaban unas cien personas entre consejeros, familiares, personal de servicio y mozos del hotel cargando con el equipaje. Diana sacó de uno de los bolsillos del abrigo de Prometeo una barrita de chocolate. Ofreció al chico que le llevaba la bolsa de viaje. Él sonrió y le dijo que no, que gracias, que es que acabo de comer, que no insista, señorita, que se lo digo en serio, que no es broma, que no me la meta por la boca a la fuerza, que..., sí, señorita, está muy rico, es un excelente chocolate, sí, tiene usted razón, es usted muy amable. Cuando se quisieron dar cuenta, allí estaba: la inmensidad. El recibidor sin fin. La recepción del Alfil de hielo.

 

Es en este punto donde lo que vieron Prometeo y Diana les hizo creer que realmente su vida era demasiado extraordinaria como para ser algo más que una novela. Un cuento fantástico en el que cada capítulo intenta superar al anterior atronando la imaginación del lector, haciéndole pensar que no letras, sino notas de una partitura desenfrenada se deslizan ante sus ojos a más y más velocidad. Las luces, los sonidos, las voces volando en el vacío... No había ojos ni oídos suficientes para ver todo lo que a los de ellos se ofrecía. No ya la arquitectura imposible, no ya los miles y miles de personas que iban de uno a otro lugar como pequeñas hormigas en una explanada infinita..., lo que realmente estremecía a todo aquel que se introdujese en ese universo paralelo ni se veía, ni se oía, ni se tocaba. Lo que realmente fascinaba era el orden. El hecho de que en el mundo dentro del mundo que era la sola planta baja de un edificio habitase una entera humanidad y lo hiciese en armonía.

 

Prometeo busco los pilares. Y descubrió que el coloso estaba hueco. Subía hacia las alturas haciendo que cada piso fuese una terraza sobre el anterior. Círculos y más círculos unos encima de otros alrededor del gran eje central que era la columna de los ascensores. Prometeo elevó la mirada. Casi cayó de espaldas al tratar de encontrar la cumbre. Las gaviotas virtuales se movían libres en el cielo enjaulado. Por todas partes se veían tiendas, hoteles, bancos, centros comerciales con sus propias salas de proyección, restaurantes, oficinas de las compañías más importantes de Europa, jardines, fuentes, paseos, instalaciones deportivas..., incluso comisarías de policía. No ya una ciudad, aquello era un país que vivía en plena capital del Imperio.

 

- ¿Y a nosotros a dónde nos toca ir?

 

Diana preguntó sin casi atreverse a esperar una respuesta. Uno de los mozos que les llevaban las maletas respondió.

 

-A lo más alto. A la planta noble.

 

-Al castillo encantado. El lugar al que llaman el reino de los cielos en la tierra -dijo otro de los mozos.

 

Diana miró intrigada a Prometeo. ¿Qué habrían querido decir? El Alto Maestre no respondió. Buscaba inquieto en el interior de un bolsillo de su abrigo. Alguien le había quitado la barrita de chocolate que para él tenía guardada.

 

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- ¡Bienvenidos a Roma, señores consejeros!

 

El director del Alfil de hielo les saludó nada más abrirse las puertas del ascensor. Era un hombre grande, casi tanto como su edificio, de cálidas maneras y carácter extrovertido. Un milanés de origen suizo, como Prometeo supo más tarde.

 

-Confiamos en que todo sea de su agrado. Tienen a su servicio exclusivo al personal de la planta noble, pero, para cualquier cosa especial que necesiten, sus habitaciones cuentan con línea directa con mi despacho. No lo duden, si me necesitan, llámenme. ¡Roma entera es suya, amigos míos!

 

Roma. El Tíber es una autopista en la que los emperadores se sienten peces con ruedas, juguetes de trapo, villancicos sin sentido, canciones con luces de neón, espumillones de una fiesta que ha perdido la razón. ¿Alguien lo entiende? Yo no. Roma. ¿Y por qué Roma? La respuesta contemplaba a los consejeros desde cualquier ángulo al que dirigiesen la mirada: la columna de Trajano, las murallas, el Coliseo, el Circo Máximo, las típicas callejuelas romanas, el foro... La planta noble del Alfil de hielo había sido decorada para que pareciese Roma. Pero no lo parecía. ¡Lo era! Tan grande era el decorado que efectivamente uno se sentía en el centro de la antigua capital imperial. De pronto varios patricios pasaron junto a ellos hablando en latín. De la nada surgieron carros y patrullas de legionarios. Las matronas cantaban, sus maridos corrían. En el cielo el Sol sonreía como lo hubiese hecho en la misma dársena del puerto de Ostia. Incluso una leve brisa les despeinaba. ¡Era imposible! El director sonreía satisfecho ante el efecto que su edificio causaba. Cuando las preguntas y hasta el miedo empezaron ya a surgir en algunos de los presentes, el director desveló el origen del misterio.

 

-Señoras, señores, permítanme explicarles nuestro secreto -el silencio se apoderó de los presentes. La expectación se cortaba en el ambiente. El director disfrutaba de una manera difícil de describir-. La planta noble, llamada de manera coloquial el castillo encantado o el reino de los cielos en la tierra, no recibe estos nombres por casualidad. ¡Ni mucho menos! Los recibe con sobrados motivos -el director tomó aire. Adoptó cierto aspecto de tenor grandilocuente-. Damas y caballeros, se encuentran ustedes en el más perfecto simulador de realidad virtual del mundo -los murmullos abundaron. El director puso orden. Continuó-. La cúspide del Alfil de hielo es una cúpula completamente semiesférica. En ella, mediante un complejo sistema informático, podemos recrear con una precisión superior a la que son capaces de distinguir los sentidos humanos cualquier ambiente o localización de la que tengamos suficientes referencias e información. Cualquiera.

 

La mujer del consejero de justicia gritó dando golpes a uno de los edificios. Una ventana se abrió y una señora casi tan bien alimentada como ella le dijo una barbaridad en la lengua de los clásicos.

 

- ¡Pero esto es real! ¡Es material! ¡Si hasta tengo calor!

 

El director sonrió.

 

-Nada es real. De hecho, la cúpula está vacía. Ahora mismo nuestros cuerpos son lo único físico que hay en ella. La presión, la temperatura, las imágenes, los sonidos, los olores..., todo es falso, ficticio, simulado por el ordenador que sostiene al sistema. Desde que el ascensor se abrió, sus cerebros están siendo bombardeados con millones y millones de datos que el simulador les hace llegar mediante vibraciones. La planta noble actúa como una gran campana. Estén donde estén, la información les envolverá por completo. Es imposible escapar.

 

El director cogió del brazo a uno de los habitantes de Roma que en esos momentos pasaban entre ellos con la mayor de las naturalidades. El romano se quejó, dijo algunas palabras en latín, se zafó del director y se fue. Los presentes abrieron la boca asombrados. Prometeo seguía buscando su barrita de chocolate. Diana se hacía la despistada.

 

-Acabo de agarrar el aire, pero el sistema tiene previstas todas las eventualidades posibles y está preparado para generar respuestas lógicas a cualquier circunstancia extraña. Toquen una pared, el suelo, el agua, duerman en sus camas, paseen por la ciudad, denle una patada a un legionario..., el sistema reaccionará al instante convenciendo a su cuerpo de que realmente lo están haciendo. De igual manera el sistema negará a sus sentidos aquello que no deban sentir. ¡Lo siento, aunque nada les separe esta noche, creerán que efectivamente hay paredes y puertas que les impiden entrar en las habitaciones ajenas! La única limitación que tienen es el tamaño de la planta noble: no es tan grande como Roma. Pero ya verán como el área reproducida les satisface plenamente. Y para comer o beber o cualquier necesidad que tengan, llamen al servicio. Ellos se lo darán, facilitarán y explicarán todo.

 

El director sonrió satisfecho. Sabía que había dejado sin habla a los hombres más poderosos del Imperio. Su edificio era una joya que a nadie podía dejar impasible. Estaba convencido. Fue uno a uno dándole la mano a todos los presentes. Garantizó al consejero del partido que le conseguiría cualquier marca de cerveza que desease por extraña que fuese. Habló con el de las SS sobre la belleza del norte de Italia. A los dos les encantaba la catedral de Milán, tan gótica, tan blanca... Hizo un aparte con Prometeo.

 

-No se preocupe, consejero, he recibido órdenes precisas de alojarle en la habitación contigua a la de la señorita Diana y mañana sacarles del edificio en coches diferentes. Nadie sabrá nada de su vida privada mientras de mí dependa, se lo aseguro.

 

Prometeo sonrió extrañado. Órdenes. De quién si no podían ser esas órdenes. Por un momento sintió que su vida dejaba de ser suya. Le dio las gracias al director. Se despidió de él. Con un “Hasta pronto” a pleno pulmón entró en el ascensor en el que habían subido sus huéspedes hacía unos minutos y se fue. Los hubo que se despidieron de él aun con la boca abierta. La comitiva se dispersó enseguida. Unos fueron a sus habitaciones (cada una era una domus entera), otros iniciaron un improvisado paseo por la ciudad virtual. Prometeo buscaba a Diana. La había perdido.

 

- ¡BÚ!

 

Y ya la había encontrado. La muchacha se le colgaba del cuello con ambos brazos. Reía como si aquello fuese su luna de miel particular.

 

- ¿Qué te pasa que estás tan contenta?

 

Los ojos de Diana expulsaron de la mente de Prometeo cualquier asomo de pena o turbación. Se clavaron en el corazón del chico al grito de eres mío, me perteneces, se te acabó la libertad, latirás cuando yo te lo mande, sufrirás cuando yo te lo ordene, gozarás cuando yo te lo permita. Vivirás enamorado.

 

-Me gusta estar aquí, contigo.

 

Prometeo sonrió mirando el cielo romano.

 

-Es un sitio mágico.

 

Diana hizo que volviese a mirarla a ella. Sólo a ella.

 

-Tú sabes hacer magia. Enséñame.

 

Acercó sus labios a los del chico. El foro se cubrió vergonzoso.

 

- ¿Por qué debería hacerlo?

 

Diana le habló entre susurros, sin distancia entre sus bocas.

 

-Porque me quieres y harás lo que yo te diga.

 

Beso. Las palomas volaron de sus columnas. Prometeo abrió los ojos. Diana aun le besaba. Prometeo quiso llorar. Diana aun le besaba. Prometeo descubrió que estaba vivo. Diana nunca dejaría de besarle.

 

- ¿Me enseñarás?

 

Respiraba sobre él, le mojaba con su aliento entrecortado. Prometeo se perdió en una mirada azul. Dos esmeraldas se hundieron en el fondo del mar.

 

-Lo haré, mujer. Te enseñaré mi magia.

 

Diana sonrió satisfecha. Sus labios volvieron a unirse. Qué hermosa es Roma. Qué hermoso el viento caliente cuando sale de tu lengua y se introduce en mi boca.

 

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La tarde. Las penumbras. Las sombras se apoderaron de Berlín. Las calles, las avenidas, las plazas, los jardines temblaron de miedo. La coronación imperial. La ciudad se preparaba para el gran día llena de dioses y demonios. ¿Quién es quién? ¿Tú lo sabes? Explícaselo al narrador, díselo al oído cuando no os vean, cuando no os escuchen, cuando lo negro os cubra con sus dulces faldas. La capital de la Creación sentía los latidos de sus habitantes. Diana salió del edificio. Sola. Le dijo a Prometeo que volvería antes de que anocheciese, que quería ver a su padre, que quería abrazarle antes de que fuese el nuevo emperador.

 

La ciudad estaba desierta. Nadie se cruzaba con ella. Nadie le salía al paso. No entendía como no podía haber persona alguna en la ciudad más populosa de la Tierra. No entendía por qué la niebla ya le cubría los pies. La muchacha caminaba por las callejuelas del casco antiguo lo más rápido que podía, la oscuridad se le echaba encima. En cada esquina veía largas figuras de carbón, sombras difusas que se colaban en su mente sin pedirle permiso.  Las tabernas se habían callado. Los bulevares se habían escondido. Los tranvías se habían escapado. El silencio lo despedazaba todo sin oír quejidos. El frio negaba la primavera.

 

Diana corrió. Corrió tan rápido como pudo dejando atrás los callejones negros, los edificios sin iluminar, los suelos que tanto ruido hacían cuando los pisabas. Salió de una calle larga y estrecha que casi se le cae encima de lo oscura que estaba, de lo sin fondo que parecía. Se encontró en la Plaza del Imperio, frente al Palacio Imperial. La luz la deslumbró. Una inmensa explanada rodeada de columnas de mármol se presentó rugiendo ante sus ojos aun parcialmente cerrados, aun casi sin abrir. Atravesó la plaza tratando de ver a su alrededor: las esculturas de los dioses nórdicos, las terribles criaturas marinas recién salidas de los sueños del más triste de los niños, los guerreros de roca de rostros desencajados y gestos amenazantes...

 

La increible luminosidad apenas le permitía separar los párpados, le hacía tropezar a cada paso. Llegó junto a la puerta del palacio. Levantó la mirada. El fuego. El brillo que retumbaba de rincón en rincón. ¿Qué era esa mole de muros pálidos que se perdía en lo alto? Una cueva cuyas puertas no llevaban a lugar alguno, cuyas ventanas no se abrían, cuyos pasillos te devolvían a allí de donde venías. Una fortaleza desde la que te observaban los ensangrentados ojos del poder. ¿Y aquí duerme mi padre? El aire de la noche ardía alrededor de Diana. Subió la escalinata que precedía al edificio. Junto a los colosales portones, dos guardias imperiales custodiaban la entrada. No la miraron. No la hablaron. La dejaron pasar.

 

Entró. Las pesadas hojas de acero se cerraron a su espalda. Dieron un fuerte golpe. El sonido retumbó varios segundos. Iba y venía resistiéndose a morir. Un pasillo en penumbras se presentó ante ella. Se perdía en la lejanía. No podía ver los muros, el techo, el suelo, no podía verse a sí misma. Las levísimas luces doradas que temblaban en las paredes sólo le dejaban suponer que allí había un pasillo, que el mundo seguía en su sitio, que no acababa de penetrar en lo más profundo del infierno. Caminó. Caminó. Caminó. No salió de la línea recta del corredor infinito. Caminó. Caminó. Caminó. Un millón de bombillas se inclinaron a su paso. Caminó. Caminó. Caminó. Se paró. Sintió algo a su espalda. Se dio la vuelta. Encontró a Esculapio.

 

El viento. El aire. La brisa imposible despeinaba los finos cabellos de nieve del mago, aclaraba sus carnes de nata. Diana le reconoció. Reconoció al niño de diez años de preciosa melena rubia y piel rosada que se llevaron del monasterio cuando ella sólo tenía seis y que trajeron a la capital para que cuidase a un viejo cercano a la muerte que necesitaba de la magia del mejor médico-mago que la Orden diera nunca. ¿Quién cuidó de él desde entonces? ¿Quién se preocupó de sus lágrimas frías? ¿Quién de sus sentimientos violados por el silencio, por la soledad, por lo gélida que es la tristeza cuando la recibes a oscuras?  No te importa. A nadie le ha importado nunca.

 

Esculapio le hizo un gesto con la mano derecha. Los huesos de sus dedos dijeron sígueme, no me tengas miedo. Te seguiré barquero. Llévame al otro lado del rio. Apenas unos pasos. Unos segundos vividos muy deprisa. Aparecieron frente a una doble puerta de oro. Llegaba al techo. Dos antorchas iluminaban las hojas metálicas una a cada lado. Diana miró a Esculapio. El muchacho de la toga roja movió una mano invitándola a entrar. Diana sonrió. Dio las gracias. Esculapio inclinó la cabeza hacia la izquierda. Movió los labios. Diana ya no estaba cuando un suspiro apareció en la boca del fantasma.

 

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-Hola, Diana.

 

Un despacho grande. Las paredes estanterías repletas de libros. Gruesos, viejos, polvorientos. Enormes tapices. Muebles antiguos. Alfombras en el suelo de madera. Una araña de cristal en el techo. Los cristalitos reflejaban la luz, la convertían en nada. La ciudad tras los enormes ventanales. Jano de pie junto a ellos. Solo.

 

-Hola, Papá.

 

Diana quiso imprimirle más calor al saludo. Imposible. No entendió por qué. Deseó ir hacia su padre y abrazarle. Se colocó a su lado. Le cogió de la mano. Jano bajó los ojos hacia los dedos de su hija. Apretaban los suyos. La palma tibia. La mano cálida.

 

- ¿Me quieres, Diana?

 

La miró con el gesto perdido. Sin permitir que nada saliera o entrara en su alma. Un niño ansioso de oír lo que más miedo le daba.

 

-Claro, Papá. Claro que te quiero -Diana sonrió. La inocencia se volvió un poema de siete colores en su sonrisa.

 

Jano no le devolvió el gesto. Jano había envejecido bruscamente. Su mirada, sus movimientos, el cansancio que vestía cada una de sus palabras. Toda su vida se había aburrido de esperarle y se le había caído encima. La memoria le mordía la nuca. Diana le acariciaba con ternura. Un mechón dorado cayó sobre sus dedos.

 

- ¿Por qué me preguntas eso ahora?

 

Jano cogió a Diana de las mejillas. Le dio un beso en la frente. La miró como tratando de buscar el futuro de la muchacha en su rostro, en sus ojos azules, en sus pómulos suaves, en su dulzura sincera, en su inocencia aun sin desvirgar.

 

-Dime, Diana. ¿qué queda de un hombre cuando nadie habita en su corazón?

 

-Yo habito en tu corazón, Papá.

 

El rostro de Jano se convirtió en un limón. El jugo amarillo quiso salir, quiso convertirse en zumo de lágrimas. Pero Jano no tenía lágrimas. Alguien se las había robado. Nadie le había detenido. Qué más da, que le dejen escapar, que se las quede él. Que llore por mí. Que lo haga si no olvidó la forma como hice yo. Se separó de ella. Fue hacia un rincón de la estancia. Se sentó en un sillón cualquiera. Sobre una pila de cadáveres sin nombre. Nunca existieron.

 

- ¿Y siempre estarás ahí?

 

Diana se acercó. Se agachó a su lado. Le puso las manos sobre las rodillas. Qué hermosas eran las manos de Diana. Qué pesadas y terribles le parecieron a su padre.

 

- ¿Por qué no habría de hacerlo, Papá? Yo te quiero.

 

Jano cogió el pelo negro de Diana. Lo dejó deslizarse entre sus dedos. Era tan bonito, tan suave y fino. Era como el de... El rostro de Jano explotó. Las grietas se convirtieron en cauces y los cauces en ríos. Ríos secos en los que no corría agua, pero sí dolor. El dolor polvoriento de aquel que barrió de su conciencia los sentimientos, desconocedor de que son ellos los que tarde o temprano nos barren a nosotros. Se derrumbó en los brazos de su hija. Diana le recogió entre espasmos, entre lloros de viento, entre lo único que los corazones muertos son capaces de emitir cuando ya no les queda nada. Jano la cogía del pelo gritando, suplicando que le matasen en ese mismo instante. ¿Quién ha quitado el tapón de mi memoria? ¿Quién me obliga a recordar aquello que nunca pasó? Diana le acunaba, le acariciaba, le besaba. Diana le calmaba sin entender lo que pasaba. Corrieron los minutos. La noche se cerró envolviéndoles con su manto. Jano regresó al lugar del que su alma nunca había salido.

 

-Tu pelo negro, Diana. Tu pelo negro, que tanto amo -Jano sonreía agotado. Deshecho en el abrazo de su hija -Eres tan parecida a ella.

 

Diana sintió frío. La mano de hielo del dolor la cogió del corazón. Apretó.

 

-Papá...

 

Le ponía los dedos sobre la boca. Le tapaba sin saber qué era lo que no quería oír.

 

-Ella también me decía que habitaba en mi corazón -Jano suspiró- Tu madre también tenía el pelo negro, Diana. Tan negro como lo tienes tú.

 

Diana se aferró con fuerza a las ropas de su padre. ¿Por qué, por qué me cuentas esto ahora? Jano bajó la mirada al suelo. Había descubierto el camino que llevaba al pasado. Quería perderse. Pero ya no podía seguir haciéndolo.

 

-Nunca te he hablado de tu madre, Diana. Y en cierta manera te he obligado a qué tampoco me preguntases por ella.

 

Diana le soltó. Se dejó ir hacia atrás. Se quedó sentada en el suelo.

 

-Siempre..., siempre pensé que a ti te dolía más que a mí, Papá.

 

Jano se levantó. Se echó en un sofá. En un rincón. Entre penumbras. Sus labios se movieron. Se agitaron cubiertos por la oscuridad.

 

-Yo tenía la edad de Prometeo. En el monasterio éramos cuarenta y nueve alumnos y un maestro. Un anciano, uno de los muchos brujos de feria en los que el Emperador confió durante la guerra. No era gran cosa. Un farsante. La mayoría de mis hermanos eran, sin embargo, muy brillantes. Los guerreros eran fuertes, los magos poderosos. Funcionábamos casi sin intervención del viejo -Jano esbozó una sonrisa- Había tantas mujeres como hombres.

 

Diana miró a su padre.

 

-Se fomentaba que nos relacionásemos. Querían que tuviésemos el mayor número de hijos posible. Era la forma de pensar de la época -Jano hizo un silencio- De todas las mujeres una era particularmente..., atrayente..., hipnótica. Era uno de los mejores guerreros. Rápida, hábil. Superaba en mucho a la mayoría de sus compañeros.

 

Los ojos de Diana comenzaron a resplandecer. Se mojaban.

 

-No te sabría explicar el cómo o el porqué, pero..., cuando quisimos darnos cuenta ya era demasiado tarde. Ninguno de los dos quería enamorarse, pero..., pasó -Jano respiraba leves burbujas de melancolía. Se peleaban en el aire con las nubes de sangre que le cubrían- No podía pensar en otra cosa. Cada día, cada noche. Al despertarme, al ir a dormir, en cualquier momento. En todos. Sólo era capaz de pensar en ella. Yo la amaba. Y ella me amaba a mí -la ternura apareció en Jano- Y un día..., naciste tú. La pequeña niña con los ojos de su padre y el pelo de su madre. Ella decidió tu nombre: Diana. Te lo puso y te besó. -Jano rio- Posiblemente ese sea el recuerdo más hermoso de toda mi vida.

 

Diana escuchaba en silencio. No oía el silbido de sus lágrimas recorriéndole las mejillas.

 

-Pasó el tiempo y, un día, el Emperador me mandó llamar. Me dijo que yo era el elegido, que algún día yo sería su sucesor -El rostro de Jano se volvió severo- Yo le pregunté, ¿Yo? ¿No es toda la Orden la que algún día gobernará el Imperio como un consejo, no es esa nuestra misión? El rio. El Emperador me puso la mano en el hombro y rio -se llevó las manos a la cabeza- No, me dijo. No, la única misión de la Orden es darme un sucesor. El mejor, el más capacitado de los más capacitados. Un dios en la tierra.

 

Diana se secó las lágrimas.

 

- ¿Y el resto?, pregunté.  Él me cogió la cabeza entre sus manos. Me miró con dulzura. Sonrió- ¿Qué crees que pensarán cuando sepan que no sirven para nada, que se les ha estado engañando? Me acariciaba mientras hablaba. Podrían volverse peligrosos. Podrían ser un problema. Y hay que evitar los problemas. ¿No te parece? -Pero habrá que convencerles. Son orgullosos y se les ha educado para un sólo fin. Si ahora usted pretende quitárselo.... -El Emperador dejó de sonreír. Su mirada se heló - ¿Yo, Jano? Yo no voy a hacer nada. Eres tú quien lo hará.

 

Diana se levantó. Se acercó muy lentamente a la voz que le hablaba. Se frenó allí donde la oscuridad ya lo cubría todo, donde la imagen de su padre ya no podía ser vista y el sonido escapaba de lo negro.

 

- ¿Yo? ¿Y qué puedo hacer yo que el Emperador no pueda? -Me cogió de las sienes. Acercó mi rostro al suyo. Sentí la vibración de sus palabras en mi cabeza. Lentamente. Una tras otra. -Matarlos, Jano. Tú puedes matarlos a todos.

 

Diana retrocedió espantada.

 

-Me solté de él. Le miré. Miré al Emperador como si la misma muerte me hubiese hablado. Grité ¡¡no!! -Jano se detuvo. Guardó un instante de silencio- Grité no muchas veces, tantas que ya no recuerdo cuántas. Él me cogió del brazo. Me llevó junto a esa ventana que hay detrás tuyo. Esa misma. -Hazlo y todo esto será tuyo, me dijo. Hazlo y pondré a tus pies tantos reinos como seas capaz de ver en este mundo.

 

Los ojos de Jano bebieron sangre. Sintieron una vez más la atracción del poder.

 

-No. Uno de ellos. Yo amo a uno de ellos. Andaba sin rumbo por la estancia repitiendo y repitiendo lo mismo. Queriendo convencerme de que en mi alma no cabía semejante atrocidad. Que jamás cabría. No lo haré. No, no quiero. Son mis hermanos, mi familia. Todo lo que yo soy está con ellos, con la mujer a la que quiero, con mi hija.

 

Diana bajó la vista al suelo. La sangre avanzaba hacia ella cubriéndolo todo.

 

-El amor, el deseo, la pasión..., la ambición. ¿En qué orden? ¿En qué orden ponemos aquello que está hecho de la misma esencia? Me fui. Salí corriendo de esta sala. Me encerré en mi habitación. Lloré. Grité. Lo rompí todo. No quería creer lo que sucedía. No podía asumir que era cierto, que tenía ante mí un poder más grande que el que jamás nadie tuviera en sus manos y que..., que debía traicionar todo aquello a lo que amaba para conseguirlo.

 

Jano miró el techo. Buscó el cielo. Pero para él no había estrellas en lo alto.

 

-Permanecí encerrado siete días con sus siete noches. No dormí. No comí. No bebí. ¡Quería ese poder! ¡Quería unir mi nombre al Imperio! ¡Mezclar mi sangre con el Imperio mismo! Pero el precio..., era exagerado. Era inaceptable. Sólo pensaba. Pensaba. Pensaba y pensaba una manera de hacerlo todo compatible.

 

Diana escuchaba sin querer oír.

 

-No podía deshacer mi vida, toda mi vida hasta entonces, y empezar una nueva de la nada. No podía. No podía -Jano se vio a sí mismo en el pasado- ¿O… sí?

 

El octavo día me presenté frente al Emperador. Sólo le dije dos frases: Mi mujer y mi hija. Las quiero conmigo. No le gustó. Me miró contrariado. Permaneció unos segundos en silencio. Al fin me contestó: Sólo la niña.

 

Los pedazos de su padre caían del cielo. Los pedazos de Jano aplastaban el corazón de Diana.

 

-No respondí. No pude hacerlo. Me quedé en blanco. Lo bueno, lo malo, lo dulce, lo amargo, lo alegre, lo triste... Todo pasó frente a mí en ese mismo instante. Os vi a tu madre y a ti. Ella te sostenía en brazos. Te acariciaba con ternura. Levantaba la vista. Me sonreía. Me decía te quiero, confío en ti.

 

Jano hablaba a golpes. Sin fuerzas. Agonizando en cada palabra. Queriendo morir en cada frase.

 

-Una semana más tarde tuve un sueño: la Montaña estaba en llamas. Los cuerpos de los guerreros yacían allá donde mirase. Muertos. Asesinados. Los magos habían creado enormes conjuros para protegerse. Pero no había servido de nada. Hombres, mujeres, niños... Todos estaban muertos. Sus hogares destruidos, sus armas inutilizadas. Su memoria borrada de las mentes de los hombres. Nadie sabría quiénes habían sido esos niños que un día salieron de Alemania y que crecieron y tuvieron hijos en un lugar del sur de Europa. Nadie conocería la verdad. Porque la verdad no existía. La verdad estaba prohibida. La verdad era una mentira que si alguien contaba no tendría efectos. Nadie la creería.

 

Diana temblaba muerta de miedo. Diana deseaba huir, su corazón le decía: ¡huye! ¡Escapa tan lejos como puedas!

 

-Abrí los ojos. Desperté -Jano se deslizaba. Iba a caerse del sofá- Y me encontré..., me encontré..., -la desesperación aulló sobre él -Me encontré en el centro de mi sueño.

 

Diana gritó. Se llevó las manos a la boca. Cayó de rodillas.

 

-Mis manos..., ensangrentadas. Mi pecho..., latiendo tan..., tan deprisa. Mis ojos..., iluminados con un fuego que jamás había sentido -a Jano se le quebró la voz- Y a mis pies...

 

Jano recordó la imagen que había expulsado de sus pesadillas. La imagen que le había perseguido durante años. La imagen que le decía este eres tú, este es el ser que cada día te sonríe desde el espejo.

 

-A mis pies el cuerpo de tu madre. Muerta. Con los ojos abiertos..., mirándome..., mirándome aun con sus colosales ojos..., con esos ojos tan..., tan abiertos que me preguntaban por qué..., por qué..., por qué...

 

Jano se desplomó contra el suelo.

 

¡¡¡POR QUÉ!!!

 

Diana despertó súbitamente. Vio a su padre caer como un cadáver. No pensó. Corrió. Le cogió entre sus brazos. Le abrazó como si el mal que en él latía fuese una enfermedad de la que ella debía salvarle, como si ella fuese su madre asesinada que había vuelto de la muerte para consolarle por matarla a ella, a él mismo, a su propia hija que lloraba por los dos, por los tres, por la humanidad entera. Jano gritaba enloquecido en los brazos de Diana. Jano se aferraba a ella entre convulsiones, entre espasmos, entre alaridos histéricos en los que decía lo siento, perdóname, perdóname, perdóname.

 

Diana lloraba desconsolada. Diana le mojaba con lágrimas de hielo. Diana le atravesaba con cada chispa de agua que manaban sus ojos perdidos en la nada, en el vacío que su padre había abierto frente a ella. Jano se golpeaba con locura, con más fiereza con la que nunca golpeó a nadie. Jano se abría heridas, se ensangrentaba la cara, se rompía los huesos. Diana no le frenaba. Diana sólo podía abrazarle y morir a su lado. Gritar desesperada. Diana apretó a su padre contra su pecho. Diana cerró los ojos suplicando que el tiempo volase y que ese momento se alejase de ellos. Pero el tiempo ya había esperado demasiado. El tiempo quería cobrarse venganza.


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