Los Elegidos. Capítulo Vigésimoprimero.


En la Montaña las rocas están vivas. La tierra habla a aquel que quiera y pueda escucharla. A aquel que no haya olvidado cómo habla la tierra. En el momento en el que el día ya muere, pero su hermana aun no nace, en el punto en el que los opuestos bailan cogidos de la mano, es cuando los dioses salen a rezar. En la aguja de piedra más alta de la Montaña, allí donde el viento aun sopla cuando el mercado entero grita, en el lugar en el que mora la magia, allí es donde Prometeo escucha hablar a la tierra.

 

Desnudo. Solo. Más allá del mundo de las preguntas y las respuestas, de los qués y los porqués, más allá del cuerpo y la mente. Más allá de todo porque todo lo es, el muchacho de ojos de serpiente deja volar sus cabellos negros junto con las corrientes del ocaso, del fin del mundo, del comienzo de la nada que para los muertos es la oscuridad. Escuchad cómo le habla la tierra. Como le cantan las rocas, como la fuerza de toda una montaña, de un dragón entero, sale de las profundidades para mezclarse con su carne, para ser una entre sus huesos, para hacerle levantar los brazos al cielo y gritar.

 

¡Gritar!

 

Y escuchar como las montañas le responden, como las nubes ríen, como los miles de dioses que habitan el mundo descubren que él es uno de ellos, que él es uno con ellos, que no hay él, que no hay ellos, que al fin el niño con nombre de mito lo siente. Prometeo salta de risco en risco, corre sobre las piedras clavadas en la tierra, baila con las hadas que habitan entre las hierbas. Prometeo escucha en su interior tambores, timbales que le anuncian que es hermoso estar vivo, que es bello respirar el frio, que te entran ganas de aullar de alegría cuando escuchas el corazón de tu amada palpitando en tu alma, habitando en tu pecho. Prometeo desciende del cielo con el corazón en llamas. Los ojos son fuego, las manos lava. Una mujer le recibe en la explanada del monasterio. Una mujer le abraza desnudo, le cubre sin quemarse.

 

- ¿Qué nos traes de lo alto, amor mío?

 

La divinidad mira a Diana desde los iris de Prometeo.

 

-Aquello que siempre habéis tenido entre vosotros.

 

El Sol se ha puesto. La Luna nos ilumina. Las estrellas cuajan los cielos. Ni el más alto de los reyes ni el más poderoso de los emperadores sabrá nunca cómo te quiero, cómo te amo, cómo deseo ser uno contigo, oh, amada.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

Una barca se deja mecer por el suave oleaje. El sol del crepúsculo la ilumina. Los rayos tibios se escapan de entre las montañas para calentar su contorno de madera, su piel pintada de blanco y rojo. La brisa se desliza sobre las ondulaciones del agua. Las olas ya se meten en la cama, ya se olvidan de la larga jornada. El cielo descansa sobre el Mediterráneo y la Luna ha salido antes de que su hermano se oculte por completo, las nubes no la tapan, las damas gordas y algodonosas se han ido de compras a otro mar mucho más lejano.

 

La costa sube y baja a diez minutos de distancia. Las montañas y los bosques, los pueblos de pescadores y los barcos amarrados a sus puertos, las playas de arenas cuajadas de conchas pardas y rosadas..., un escenario calmado, un poema que espera que sus protagonistas se conviertan en versos. Las últimas luces del día se marchan. Despacio, sin quererlo, sin poder evitarlo. El cielo se llena de brillos dorados, naranjas, de frutas redondas que exprime el lejano horizonte mojando las manos que le sostienen de caer cuando se asoma al vacío.

 

Una mujer desnuda salta desde la barca. Su contorno se recorta contra el adiós del día. Ciega a aquel que trate de robarle la belleza. Se sumerge en el mar que late bajo ella. La barca tiembla cuando los pies dejan de tocarla. La madera se empapa con el rocío que levanta el cuerpo al introducirse en el agua. Un hombre ve volar las gotas ante sus ojos, los rayos de la Luna y el Sol peleándose por desvirgarlas, sus manos cazándolas antes de que sean llevadas por el viento. Prometeo escucha el corazón de Diana hundiéndose en el caldo verde y eterno que es el mar cuando anochece.

 

La superficie queda en silencio y la pequeña embarcación continua su baile con las corrientes marinas. Sentado en ella, Prometeo se humedece los labios con la lengua y un fuerte sabor a sal le inunda la boca, la garganta, el pecho, le hace por un corto momento perderse en el interior de sus sensaciones cuando escucha el rumor de unos brazos que han emergido y propulsan un cuerpo femenino hacia el interior del mar alejándolo del ocaso y de la costa, del mundo y de la realidad que en él habita.

 

Diana es una cuchilla que penetra en el agua en busca de la libertad que para ella no hay en la tierra. Sus músculos se tensan y sus dedos apartan el líquido que se cruza con ella, las algas de colores, las estrellas de mar solitarias, las aves que descansan sobre el reflejo del cielo esperando a los peces despistados. Diana aparta al entero reino marino en su deseo de encontrar su alma y mirarla en el espejo de su esfuerzo. Sus jadeos se pierden en las espumas que genera su cuerpo, en las salpicaduras que levanta su nadar, en el viaje que ha emprendido y del cual se sabe a sí misma como destino y meta final.

 

Prometeo la observa luchar y sólo puede seguirla con la mirada, con el pensamiento, con las alegrías y las penas que la muchacha se deja en el camino y que él recoge en su cesto de pescador de sentimientos. Prometeo la ve dirigirse a oriente y escucha como el manto de las estrellas se alza contra la silueta de la mujer que ama. Una melena oscura desnuda las profundidades sin preocuparse de la vergüenza que sienten las galeras hundidas, los tesoros de los piratas, las ánforas y sus vinos que fueron dulces y ahora sólo pueden ser salados. Una niña decide que ha de ser más veloz, que ha de abrir el mar, que quiere llorar sin que la descubran sus lágrimas.

 

Diana grita y la libertad es una risa que canta en su espalda mojada. Diana nada más y más rápido y sus brazos son aspas de molino que se pelearán con el viento si no te silba que es hermoso ser un niño y creer que la fantasía habita en sus ojos claros. Diana evapora las aguas y un hombre abre una pequeña bolsa de cuero. Diana vuela sobre las olas y una mano saca un racimo de uvas color carmesí y fuego tostado. Diana rompe en mil pedazos el horizonte y dos ojos la buscan a lo lejos.

 

Viento. Los agujeros del cielo preguntándonos por qué la luz sólo escapa de ellos.

 

Diana yace entre los brazos de Prometeo y él exprime las uvas sobre ella mojando sus labios encarnados, dejando que el caldo ocre se introduzca en su boca, viendo como cada gota pare un arcoíris al mezclarse con la luz de la Luna. Diana desnuda sobre Prometeo. Los dos cuerpos apoyados contra la madera de la barca, el cuenco mecido por la noche y el mar callado. Él la acaricia, la seca con sus manos. Ella busca su nombre entre las estrellas, dibuja las letras con las puntas de sus dedos. Diana se gira y mira los iris verdes que la iluminan. Diana sonríe y se disipan las penumbras. Se besan en silencio. Se dejan acunar por el rumor de las olas. Se sienten un solo ser con la belleza.


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