Los Elegidos. Capítulo Vigesimoséptimo.


Una motocicleta vuela por las autopistas que corren junto al Mediterráneo. Un hombre hecho de aire sobre ella. Las telas que le cubren bailan con la nada, sus cabellos son una bandera sin hogar ni nación. El Sol nace de las aguas y los delfines se recortan contra su contorno. Las gotas salpican la arena y el azul es el color que siempre debió tener el viento.

 

Prometeo es la velocidad viajando sobre el asfalto, sobre las carreteras vacías y en silencio. Sus ruedas se despegan del suelo, no son capaces de resistir la potencia que dos manos ordenan desplegar a un motor. Prometeo es un relámpago que ya no lleva gafas de sol. Ya no le apetece llevarlas. Ya nadie le regaña por llevarlas. Sus ojos le iluminan la ruta, le dicen ahora hemos cruzado los Pirineos, ahora nos adentramos en las tierras del vino, ahora superamos los ríos, nadie aparece ante nosotros, somos los restos de la vida, el último grito que dio la libertad.

 

En la Montaña a un mago le han pedido que sea el Alto Maestre de una Orden que él deberá rehacer, busca a los niños, amigo mío, búscalos y no les cuentes las locuras que hicieron sus mayores, las muertes que se produjeron por amor y él responde que sí se las contaré, sí lo haré porque la vida es el reino de los locos y sólo ellos la sienten tanto como ella pide ser sentida, la aman tanto como ella merece ser amada.

 

A mil kilómetros por hora. A la velocidad del destino. Prometeo se inclina y la moto acaricia el camino que se curva ante él, que su mano roza, que se convierte en un sendero en llamas que saluda a aquel que se dirige a la capital del pasado, la madre de los tiempos muertos. La tierra da vueltas y más vueltas bajo las gomas que giran, trata de adelantar al motorista y a su caballo de acero, acelera los latidos de su corazón de roca.

 

Se alejan los amaneceres cálidos, vuelven los días nevados. El horizonte son contornos, sombras, rascacielos, agujas de cristal y cemento. Prometeo penetra en Alemania. Se adentra en Berlín. La ciudad está desierta. El Sol alumbra en el mediodía, el viento es del norte, el frio se refleja en las tristes pantallas de vidrio. Cuando era pequeña la autopista pidió ser un trampolín y ahora es cuando se lo van a conceder. Miradla curvándose, miradla levantándose, miradla propulsando a la motocicleta que sale despedida y al motorista que vuela, que despliega las alas y emprende el vuelo en dirección a la torre de marfil de esta historia.

 

El Alfil de Hielo. Fuera comillas. Ya no las quiero. Prometeo sobre los tejados y las terrazas. Prometeo sobre la capital del universo, la colmena de vuestras pesadillas. Un brillo de plata en su cintura. La espada de una mujer sonriendo en ella. El pelo suelto, un rio negro. Llega a la pica de los cien espejos. Sube como flecha, se refleja en los cristales de sus muros, se dirige a la cumbre del templo. Escuchad el sonido del aire escapando entre sus plumas.

 

Y ya se encuentra en ella. La planta noble. La puerta abierta para él. Se posa en una pasarela. Camina hacia al interior del edificio. Una cúpula sin final le recibe desnuda, sin ningún escenario, sin ningún adorno ni mentira colgando del techo. La inmensidad. El viento recorre la estancia. Sus silbidos rebotan de rincón en rincón, de esquina en esquina si es que las cúpulas desean tenerlas. Una silla de mimbre al fondo, allá donde casi ni tú puedes verla. Un hombre sentado en ella. Un dios de dos caras en el centro de los tiempos.

 

-Hola, Prometeo.

 

Un resplandor. La luz despeina los cabellos rubios, agita la melena oscura. Azul y esmeralda. Jano y la serpiente que ha venido a matarle.

 

-Hola, Maestro.

 

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El emperador se levanta. Sus ropajes son blancos, albos, nieve que se desliza por su cuerpo. Camina hacia Prometeo. Se escuchan los tacones de sus botas golpeando el suelo, las telas de su uniforme movidas por el viento. Se detiene. La luz le ilumina el rostro. La luz se desliza sobre su cuerpo y se ven sus ojos claros, su piel rosada, blanca, pulida con cristales de hielo. Sus cabellos saltan sobre su frente, le rozan las mejillas, le regalan brillos de oro. El contorno del emperador se recorta contra el resplandor que difumina su imagen y una sombra hecha de roca se eleva hasta el techo de la cúpula, lo llena todo, te niega la escapatoria.

 

Prometeo se quita el abrigo. Lo lanza. Lo ve deslizarse en el suelo, desaparecer en la nada. Viste con túnica y pantalones de cuero negro. Los brazos descubiertos. Se le marca la musculatura del pecho, del abdomen, del cuerpo entero. Por primera vez Prometeo actúa como un guerrero. Los iris de Prometeo rompen la oscuridad que le envuelve. Desenfunda la espada de mango de plata que lleva al cinto. Dos brillos verdes corren sobre el acero, trazan un arco hasta los pies de Jano. Los dos hombres frente a frente.

 

- ¿Me dejas que la vea?

 

Un corto silencio. Una mirada. Prometeo se acerca a su maestro. Le ofrece el arma. Jano la toma. Aprieta con fuerza la empuñadura. La eleva hacia la luz. Contempla la línea del temple, el grano del acero. Habla a su discípulo.

 

- ¿Quieres matarme con ella?

 

Prometeo no mueve un músculo. No parpadea. No cierra los ojos cuando el brillo del metal se sitúa sobre ellos.

 

-Sí.

 

Jano lanza la espada al cielo. No dejan de mirarse. El acero da vueltas sobre ellos, sus destellos les iluminan. No se mueven. Cae. Jano la coge por la hoja. Se la devuelve a Prometeo. Se la ofrece por el mango de plata.

 

-Que así sea.

 

Jano vuelve a la silla en la que esperaba a Prometeo. Se desabrocha la chaqueta del uniforme, los puños de la camisa blanca. Deja la ropa sobre el mimbre. La espalda desnuda, el pecho descubierto. Jano mira a Prometeo y éste siente que el destino ha llegado demasiado pronto, que ya es hora de luchar con su padre.

 

-Maestro, antes de que empecemos, me gustaría hacerte una pregunta.

 

Jano mueve los dedos y se abre la cúpula de la torre. Quedan de pie en una plaza desde la que se ve la entera capital del Imperio.

 

-Dime, Prometeo.

 

El frio. El viento esconde la luz. Las nubes son suspiros grises, mentiras incapaces de creerse a sí mismas.

 

-Tú nunca quisiste que yo te sucediera, ¿verdad?

 

El viento blanquea la piel de Jano. Le mueve el pelo. Dibuja su contorno en hielo.

 

-Lo hiciste todo para que esto acabara así, ¿no es cierto? Que viviésemos juntos, que nos enamorásemos, educarme para sucederte, contarle a tu hija lo que hiciste con la primera generación de los Elegidos, mandar a Esculapio a la Montaña...

 

Prometeo habla despacio. A Prometeo se le clavan las palabras.

 

-Desde el principio, desde que me recogiste en aquella roca. Tu intención fue siempre la misma. Decías una cosa, aparentabas otra, pero todo, absolutamente todo sucedía con la única intención de llegar a este momento, el instante en el que ahora nos encontramos: la lucha con tu discípulo.

 

Prometeo toma aire. Se pierde en los ojos cada vez más azules de su maestro.

 

-Maestro, tu objetivo nunca fue la Orden. A quien realmente siempre quisiste matar fue..., fue a tu hija, a Diana.

 

El emperador baja la mirada. El suelo se niega a reflejarla. La eleva al cielo. No se la devuelven. Jano ríe. Su risa es tos. No sale de su garganta. Mira a Prometeo. Hielo.

 

-Has descubierto el secreto de tu maestro.

 

Los ojos de Prometeo se iluminan. El fuego pide bajar ya de los cielos. Jano se dirige al borde del círculo en el que se encuentran. Se asoma al vacío. Ve las calles de Berlín. Allá abajo. Vacías. Escucha al viento soplando a su alrededor. Prometeo avanza varios pasos. Se detiene junto a Jano. Su pelo se rompe, sus ojos se quiebran. Hace esfuerzos por contenerse.

 

-Pero..., ¿por qué? ¿Por qué tuviste que hacerlo?

 

Jano se gira. Le atraviesa con la mirada.

 

- ¿Cómo si no podía conseguir que me odiases, Prometeo?

 

La melena de Prometeo se eriza.

 

- ¡Pero..., era tu hija! ¡Era la mujer a la que yo amaba!

 

- ¡¿Y acaso crees que yo no amaba a su madre?!

 

Prometeo separa los labios.

 

- ¿Qué te creías, muchacho? ¿Que todo era tan sencillo? ¿Que era tan fácil distinguir a los buenos de los malos?

 

Prometeo se lleva las manos a la cabeza. Mira y esquiva la mirada de Jano. Se mueve de uno a otro lado. El maestro se acerca al alumno. Casi le toca.

 

- ¿Quiénes crees que somos, Prometeo? ¿Quién crees que eres tú, el niño de los ojos verdes, el muchacho cuya única obsesión era conocerse? ¿Te creíste de verdad que éramos personas normales, que nuestras vidas transcurrirían como las de los demás?

 

Prometeo se calla. Su rostro es ira, duda, extrañeza. Su rostro es el vacío insondable.

 

-Nosotros somos símbolos, Prometeo. Imágenes. La materialización de los sueños. Somos los corderos que han de sacrificarse para permitir el paso de las eras.

 

Prometeo retrocede. Ha escuchado sus propias palabras en boca de su maestro.

 

- ¿De verdad alguien como tú, precisamente como tú, creyó en algún momento que a mí me interesaba lo más mínimo este imperio o su gobierno? ¡Nosotros somos dioses, Prometeo! Y el mundo es nuestro teatro, el lugar en el que interpretar nuestro drama.

 

Jano levanta la voz. El viento sopla con más fuerza.

 

- ¿Qué crees que buscaba en mitad de ninguna parte la mañana en que te encontré? Te buscaba a ti, Prometeo. A ti y solamente a ti. Buscaba a aquel cuyo destino era el de matarme y morir a mis manos. Aquel que representaría conmigo el comienzo de los nuevos tiempos, el principio de la era del viento.

 

El ángel negro mira al ángel dorado. Por primera vez escucha lo que durante tanto tiempo ansió saber: quién es el ser que se esconde tras él. Tiene miedo.

 

-Porque tú has de matarme y yo he de matarte. Yo soy el símbolo del cambio y tú el de la nueva era. Y hemos de morir y con nuestra sangre regar los nuevos tiempos. Es magia, Prometeo. Es lo que sabes que es cierto, lo que siempre has sabido.

 

Prometeo trata de hablar. No recuerda cómo hacerlo.

 

-Y todo sucedió...

 

-Por nosotros, Prometeo. Por nosotros. Tú y yo somos los protagonistas y el mundo es el decorado de nuestra obra. Aquellos que nos conocieron las víctimas del drama.

 

Prometeo baja la mirada. Cae de rodillas.

 

-Te hice vivir con mi hija para que te enamorases de ella, para que me odiases cuando yo mismo ordenase su muerte. Si le conté lo de su madre fue exclusivamente para que ella te lo contase a ti, Prometeo. Sabía que pensarías que mi intención era la de acabar con la Orden y no que lo que realmente necesitaba era la muerte de mi propia hija. También sabía que Esculapio la atacaría. Ya fuera por el odio que existía en su alma, ya porque ella no le dejara otra opción. Sabía que me desobedecería y trataría de matarla. Él era el menos consciente de su verdadero papel. Así debía de ser para que todo sucediera de manera natural. Diana tenía que morir, Prometeo. Tenía que hacerlo para que tú deseases lo que de otra manera nunca hubieses deseado: matar a tu maestro.

 

Prometeo llora.

 

-Desde niños he dirigido vuestras vidas, las he llevado inexorables al punto en el que hoy estamos, hacia esta terraza en la que ahora lucharemos. La perfecta tragedia. La vida una vez más imitando al arte. La serpiente y la paloma. Tú y yo. Es mitología, Prometeo. Pura mitología Es nuestro destino que nos niega la libertad. No existe para los dioses.

 

Prometeo se tumba bocarriba en el suelo. No puede respirar.

 

- ¿A qué creías que se debía el incremento de poder que sufrías de un tiempo a esta parte? Era tu verdadero yo luchando por salir. La oscuridad que siempre ha latido en tu interior y de la que nunca has dejado de alimentarte. Tenía que manifestarse en su plenitud para enfrentarse a mí, a tu opuesto, a la luz del Sol. Era el anuncio de que el día estaba ya próximo.

 

Prometeo se levanta a duras penas. El propio Jano le ayuda a hacerlo.

 

-Yo nunca os he odiado, Prometeo. Cuando le decía a la madre de Diana que la amaba, cuando se lo decía a ella, cuando te lo he dicho a ti..., nunca os he mentido. No en eso. Yo las amaba, Prometeo. Yo te amo. Pero mi destino, el tuyo, el de ellas..., todos eran los que han sido. No había escapatoria posible. Tenía que ser así. Nosotros, los más poderosos, aquellos capaces de derribar los muros del cielo, sólo somos esclavos del paso de los tiempos, la carne en la que toman vida los sueños. No podemos oponernos a ello.

 

-No.

 

Prometeo empuja a Jano. Se suelta de él. Se aleja a trompicones.

 

-No.

 

-Prometeo...

 

- ¡No!

 

El muchacho mira a su maestro.

 

-No..., no es cierto. Sí que somos libres. Todos lo somos. Diana así me lo enseñó. Ese fue siempre su deseo. La libertad.

 

Jano percibe cómo aumenta el poder de Prometeo. Suspira. Una sombra de agotamiento cubre su mirada. Se aleja poco a poco del muchacho.

 

-La libertad no existe, Prometeo. No te la creas. Es una mentira.

 

- ¡Sí que existe, Jano! Jano..., Maestro..., emperador..., esclavo. Eso es lo que eres, un esclavo. Pero no nosotros. Diana vivió y murió en libertad. Murió libre, Jano. Ella lo hizo. Yo la vi, sentí cómo lo hacía.

 

Jano se prepara para el combate. Prometeo continúa hablando.

 

-Esta no es una historia de dioses y guerras. No..., no es el drama que tu locura ha creado. Esta es una historia de amor, Jano. Una historia en la que tú traicionaste el tuyo y en la que tu hija murió por no hacer lo mismo con el suyo.

 

Jano dibuja una espada en el aire. La toma en su mano derecha.

 

-Voy a luchar contigo, Jano. Pero no voy a hacerlo por cumplir ningún destino o profecía. Voy a hacerlo por odio, por venganza. Porque deseo matarte, Jano, a ti, al asesino de mi felicidad.

 

Prometeo concentra su fuerza y su magia a gran velocidad.

 

-La razón me dice que es cierto, que soy el cordero, el hijo del viento, la oscuridad que ha de enfrentarse a la luz, el símbolo de la nueva era que ya comienza. La razón me dice que esa es la identidad que tantos años busqué y que por fin he encontrado. Por eso estaba en esa roca, por eso me encontraste, por eso hemos llegado hasta aquí. Pero ¿sabes cuál es el problema? El problema es que la razón eres tú, Jano. No yo.

 

Jano sonríe. Hasta qué punto has asumido tu papel, hijo mío.

 

-Porque, como bien has dicho, yo, Prometeo, soy la oscuridad, la serpiente caída de los cielos. Y no actuaré según tus órdenes, Jano, dios de la luz. ¡No obedeceré a la razón! ¡No serviré a la luz!

 

¡¡NO TE SERVIRÉ!!

 

Prometeo ha dicho la frase.

 

Prometeo se ha clavado en la cruz.

 

La eternidad abre sus puertas.

 

Aquí vienen los demonios de la noche, los portadores de la luz, los niños que han de finalizar los tiempos y cambiar la era.

 

Los cabellos de Prometeo se erizan, se muestran en toda su enormidad abriendo un colosal abanico tras él. Sus alas negras se despliegan violentamente. Se tensan hasta casi explotar. Su túnica revienta y su cuerpo queda desnudo de cintura para arriba. Su musculatura se muestra como jamás lo había hecho. Sus ojos verdes se iluminan frenéticos, rabiosos, histéricos al saber por fin quién es el muchacho que se escondía tras ellos. Una esmeralda aparece en su frente. Un cañonazo de luz verde sale disparado de ella y cruza la ciudad arrasando edificios y calles a su paso. Jano se da la vuelta. Observa el rastro de la destrucción y las llamas. Mira a Prometeo.

 

-Me matarás en nombre de lo que quieras, muchacho. Pero tendrás que matarme. Tendrás que darme la razón.

 

Tres resplandores enloquecidos iluminan el rostro de Jano. Dos alas negras le niegan la luz del Sol.

 

-Lo único que te daré será mi espada.

 

Prometeo eleva su acero y la hoja prende en llamas. Jano clava el suyo en tierra y el hielo lo cubre, el vapor helado se desliza hasta el suelo. Un aura verde se forma alrededor del muchacho de los cabellos negros, lenguas de luz de esmeralda se alzan varios metros sobre su figura. Una esfera de electricidad dorada cubre a Jano, quema el aire a su alrededor. Las pupilas de ambos desaparecen, se vuelven colores puros, destellos ansiosos de acabar el uno con el otro.

 

Los edificios y las calles, las plazas y los rascacielos, Berlín tiembla como si mil terremotos la sacudiesen al tiempo. La fuerza de dos dioses evapora las nubes en el cielo, hace que los tornados se formen junto a ellos, levanta la tierra y saca a los ríos de sus cauces. Prometeo adopta la postura de ataque relámpago, la punta de su acero son las fauces de una serpiente, dos labios que silban el nombre de Diana. Su respiración se frena, su corazón toma impulso.

 

-Ven a mí, hijo del viento.

 

¡¡ALLÁ VA!!

 

Prometeo desaparece y una milésima de segundo después surge del vacío sobre Jano. El viento le mueve todos y cada uno de los cabellos, la sangre le revienta las venas, la misma locura sujeta su espada con ambas manos, la deja caer, chocar con el acero helado de Jano haciendo que las llamas se deslicen de una a otra arma, de uno a otro cuerpo quemando las manos de su maestro, condensándose al besar la carne hecha de hielo. Uno, dos, tres, mil golpes a la velocidad de la luz lanza Prometeo contra su rival con semejante fuerza que cada uno de ellos hubiese derrumbado una montaña, cortado en dos a todos los guerreros de la Orden. Arriba, abajo, aquí, allá, por todas partes. Son chispazos, viento, gotas de una tormenta, de un baile que sólo busca acabar con aquel que tienes frente a ti.

 

La mirada de Prometeo abandona su humanidad y se convierte en fuego, rabia, frenesí descontrolado que le hace gritar sin prestar atención a que Jano no sólo bloca sus golpes, sino que también le golpea, le abre heridas que enseguida se curan en la piel de Prometeo, que le dan igual, que no le importan pues ya es pura ira, viento que ha subido del averno para echar al Sol de los cielos. Los dos hombres luchan en lo alto del Alfil de hielo y todo el edificio baila como un castillo de naipes ante cada golpe de acero contra acero, a cada puñetazo que se dan el uno al otro, a cada crujir de huesos que ambos ignoran. El aire gira alrededor de ellos y una ciudad entera contempla como en lo alto de la torre de marfil y hielo los espíritus de la guerra luchan y luchan, al fin han descubierto su esencia, la muerte y la gloria, la locura y la destrucción absoluta.

 

Prometeo salta atrás e impone la mano, pero no un pulso de aire que levante la tierra surge de sus dedos como lo hubiese hecho de los del resto de los Elegidos, sino que un haz de luz y fuego, un destello más veloz que el viento, se dispara de su mano y vuela deshaciendo el tiempo y el espacio según se cruza con ellos. Jano lo ve venir y sus ojos se abren tanto como pueden, cierra el puño y golpea el cañonazo que ya está junto a él, que consigue desviar haciendo que impacte en plena ciudad arrasando varios barrios en un sólo segundo, levantando un huracán que evapora miles de edificios, provoca un brutal fogonazo y ciega a los astros del cielo.

 

El emperador contempla la explosión y ve semejante hongo de luz y polvo que cree que todas las armas nucleares que posee son meros juguetes en comparación con el poder del monstruo que ya ha saltado y de nuevo cae sobre él con su hoja enfundada, pues Prometeo le coge de la cintura y le lanza hacia la nada sacándole de la arena en la que combaten. Vuela tras él, le encuentra en los aires y le golpea en la espalda con ambas manos entrelazadas haciéndole caer como un meteoro, estrellarse contra el suelo, atravesar varios rascacielos que enseguida se quiebran y derrumban sobre su cuerpo de cruel emperador enterrado en el suelo de la capital de su propio imperio.

 

Prometeo extiende el brazo derecho y su poder se concentra en la palma de su mano surgiendo de ella una luz verde que se dispara y vuela como un cometa volatilizando el lugar en el que cayó Jano, arrasando otra gran parte de Berlín, lanzando a lo alto millones de cascotes que impactan en el cuerpo de un Prometeo que no los siente, que aún no ha jadeado, que contempla el fin del mundo indiferente a otra cosa que no sea el dolor cada vez más grande que siente en el interior de su alma y al que sólo podrá calmar con sangre humana. El hombre alado baja. Se posa sobre las ruinas de lo que un día fue una ciudad. Desenfunda su espada. Cierra los ojos.

 

Y siente como una figura dorada se materializa a su espalda y una hoja de acero curva la realidad y cae sobre él para ser detenida por su cuerpo que se gira y cruza una espada de mango de plata, ataca, responde, lucha sin dar ni pedir clemencia, segundo tras segundo, minuto tras minuto, era tras era hasta el final de los tiempos. Jano y Prometeo luchan metal contra metal en el solar de la capital del universo, se enfrentan en una llanura en la que sólo una columna de roca se mantiene en pie en el fondo del escenario, un alfil helado que contempla como vuelven a elevarse y luchan en el aire como destellos, como relámpagos que van de un lugar a otro, que son pura velocidad, luz que no retrocede y que sólo sabe avanzar.

 

El emperador levanta la espada y traza con ella un arco en el aire que es una onda expansiva, que raja el aire, la tierra, el universo y a los dioses que encuentre en su camino. Prometeo la esquiva y varias plumas de sus alas caen fulminadas, se abre una brecha en su hombro y la sangre mana a borbotones. El ángel negro desliza su hoja en llamas sobre la herida y ésta cicatriza, mira el rastro del ataque que ha sufrido y ve una grieta que se pierde en la curvatura del horizonte cortando montañas y mares. Prometeo contempla a su maestro y una irrefrenable excitación se apodera de él al darse cuenta de que se enfrenta a un ser que es capaz de destruir un planeta y que sólo desea matarle a él.

 

- ¿Qué dirán tus consejeros cuando descubran que su emperador está destruyendo el imperio?

 

Jano sonríe. Va a atacar.

 

-Pregúntaselo tú cuando te encuentres con ellos en el infierno.

 

Prometeo se pone en guardia. Siente crecer la energía de su maestro. Cada vez es mayor, mayor, mayor. Los ojos verdes de Prometeo se dan cuenta de que es la primera vez que luchan en esta historia. Saben que será la última. Viento. Las rocas se elevan, estallan al acercarse a Jano, a las descargas eléctricas que surgen del hombre de los cabellos dorados, a la campana de luz nacida de su cuerpo. Sonríe. Lanza su espada. Vuela, vuela, vuela. Se clava en el suelo. Hace un gesto a Prometeo. El muchacho desaparece. Vuelve a aparecer junto al acero de su maestro. Deja su arma junto a la de él. Sacude las alas. Asciende.

 

Uno junto al otro. Apenas unos metros de distancia.

 

Y dos puños chocan en el aire. Cuatro manos se cogen unas a otras y dos cabezas se golpean una y otra vez sin hacer caso a la sangre que mana de ambas, al dolor que sienten y que no les importa. Prometeo levanta las piernas y golpea en el estómago a Jano, se suelta, va a atacarle, pero siente que su maestro ya no está, que desapareció, que surge de la nada y le golpea por la espalda haciéndole caer, impulsándole de nuevo hacia la tierra y golpeándole más y más veces en la caída. Prometeo trata de defenderse, no es capaz, sólo le dejan escupir sangre y estrellarse contra el suelo. Sale disparado y ya se lanza sobre Jano para que este le coja el puño con ambas manos y le fulmine con dos descargas de luz azul que surgen de sus ojos y que el muchacho evita que le den en la cara pero que le queman el pecho haciéndole gritar y golpear a Jano en la cabeza para darse cuenta de que no sirve de nada, que el emperador no siente el golpe y que es él quien golpea a Prometeo y le manda a cien metros de distancia haciéndole rebotar de roca en roca hasta que se estrella contra un muro que destroza y le cae encima.

 

Prometeo vuelve a levantarse y como un relámpago corre hacia Jano que le espera, que le recibe, que le esquiva la embestida y le coge de los cabellos para, con ellos cogidos, dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo hasta que le lanza y le hace salir propulsado como un cohete rompiendo los restos de los edificios y más edificios que encuentra en su camino hasta que llega al único que aún queda en pie y cruza su enorme planta baja destrozando sus pilares y acabando con lo poco que aún le mantiene en pie para detenerse al fin en uno de los extremos de su base y escuchar cómo toda la estructura tiembla, grita, se viene abajo. El Alfil de hielo se derrumba.

 

Jano ve la caída del coloso desde lo lejos. Prometeo la siente en primera persona. ¡A Prometeo se le cae encima un edificio de más de un kilómetro de alto!

 

GOLPE. GOLPE. GOLPE.

 

La nube de polvo viaja cubriendo los restos de la ciudad, se eleva decenas de metros, se acompaña de un estruendo brutal que deja sordo al ruido, llega junto a los pies de Jano como una leve bruma que no levanta un par de palmos del suelo. No hay rastro de Prometeo. Millones de toneladas de roca, vidrio y acero le han enterrado vivo.

 

-Venga, muchacho. Hace falta mucho más que eso para acabar contigo.

 

Jano se eleva para tener mejor perspectiva. Se acerca volando al lugar donde aún no se ha posado el polvo. Mira a uno y otro lado. No ve más movimiento que el de las nubes grises que lo cubren todo allá abajo. Y, de pronto, un estremecimiento. Un temblor. Un sonido seco seguido de un silencio de varios segundos. Jano sonríe. Dirige la vista a su derecha. Uno, dos, tres..., y una llamarada surge de entre el polvo y tras ella una figura se eleva poco a poco rodeada de un aura esmeralda. Llega a la altura de Jano. Levanta la cabeza hasta entonces inclinada. Le mira.

 

- ¿Me echabas de menos?

 

Prometeo grita y mil millones de litros de polvo vuelan tan lejos como su voz los lleva. Se limpia el cuerpo ensangrentado. Las tres esmeraldas de su rostro le alumbran aun con la misma fuerza.

 

-Ya es hora de que me demuestres tu auténtico poder, ¿no te parece?

 

Seriedad. Una corta sonrisa.

 

-Si me lo pide aquel a quien tanto le debo...

 

Preparaos dioses, aquí viene el poder que ha de finalizar los tiempos. Los cabellos de Prometeo se mueven, se levantan, se sacuden agitados por el viento que su propio cuerpo genera. Cambian de color, pasan del negro al rojo, del azul al verde, del oro al plata. El aire se calienta alrededor del muchacho que nunca quiso abandonar su montaña y que dejó su vida en nombre de la venganza. Aprieta los puños, aprieta los dientes, concentra todo su poder y Jano nota como las nubes se apelotonan sobre ellos, como la tierra se resquebraja bajo sus pies, como se abren tremendos agujeros y mil ríos de lava salen de las profundidades y recorren el campo de batalla, rompen la corteza terrestre y vuelven a dominar el que antaño fue su reino.

 

Jano contempla a Prometeo y no ve a un niño, no ve a un muchacho, no ve a un hombre. Jano sólo ve a un dios que llora, un sueño al que le quitaron las ganas de seguir soñando. Prometeo separa los brazos y el viento sacude el mundo, abre las manos y las tormentas se posan sobre la Tierra, tensa su cuerpo y el universo tiembla. Se abraza a sí mismo y todo se calma. Pasa un segundo. Pasa un suspiro que a Jano le parece la eternidad y varias horas más. Dos ojos verdes cerrados. Una gema brilla en la frente del hombre más triste del mundo.

 

GRITA.

 

Prometeo despliega su cuerpo, abre los ojos, grita con todas sus fuerzas. Y un resplandor esmeralda ilumina la Creación y fulmina a los ángeles del cielo. Un estallido inverosímil invade toda la superficie terrestre y lo que queda de Berlín vuela, desaparece, se deshilacha con kilómetros y kilómetros de montes, pueblos, campos, ríos, mares y todo aquello que en su camino encuentra la mayor explosión que jamás haya conocido la Tierra. El grito de Prometeo continúa y la luz que mana de su cuerpo evapora al aire y lo convierte en fuego, asombra a las estrellas que descubren que hay una como ellas donde creyeron que sólo habitaba un planeta, desata un terremoto que hace caer al suelo a la humanidad entera se esconda donde se esconda. Prometeo ruge y los dioses de la guerra sufren espasmos de pánico cuando olas de mil metros se elevan en los mares y arrasan sus guaridas en los océanos de hielo, cuando tormentas de fuego caen de los cielos y les comunican que aquel que sólo quería vivir en paz se ha convertido en el señor de la destrucción. La cólera de Prometeo desdibuja la realidad y cambia el contorno del planeta.

 

Jano sale despedido, vuela, le lanzan a lo lejos sin que pueda hacer nada cuando le queman el pecho y le rompen las extremidades, cuando le estallan los huesos y su carne es arrancada. Jano siente como el mundo desaparece a su alrededor y sonríe creyendo que ya llegó el momento, que al fin será libre, que la muerte ya está aquí y yo también sabré qué es eso tan hermoso llamado felicidad. Jano cree que muere y se da cuenta de la pena que habita en su alma. Jano cree que muere y sus lágrimas no brotan. Jano cree que muere...

 

...y Jano se equivoca. Pues cuando la explosión aún no se ha calmado dos alas negras aparecen junto al dios de la luz y le recogen, le llevan a un lugar tan alto que se ve la redondez de la Tierra y la luz de la devastación no le alcanza. Prometeo se eleva con Jano y no es su intención salvarle. El emperador casi ha perdido el sentido y al recuperarlo siente como la velocidad surca sus mejillas, como el aire casi le roba el pelo, como Prometeo se precipita hacia la tierra más rápido de lo que el mismo tiempo lo haría y le lleva abrazado con tanta fuerza que no puede soltarse.

 

Atraviesan las nubes que viven tan arriba que nunca se las ha visto desde la tierra, cruzan el reino en el que habitan los arcoíris y las tormentas tibias, bajan, bajan y bajan a semejante velocidad que Jano entiende las intenciones de su discípulo y, aun y ser su deseo el morir en esa batalla, intenta liberarse, golpea a Prometeo tanto como puede, le abre heridas y más heridas. Pero todo es en vano ante dos brazos que le sujetan como tenazas, ante un ser que ya no se acuerda de eso que de niño le dijeron que se llamaba piedad. Prometeo ve la tierra acercándose a ellos y mira a Jano cuando su vuelo suicida ya se acerca al final.

 

- ¿No deseabas la muerte? ¡Pues sonríe, aquí te la traigo!

 

Prometeo suelta a su víctima y tan demencial es el impulso que el emperador lleva que no puede frenarse y llega al suelo convertido en una roca incandescente que choca, choca, choca, choca ¡CHOCA! y provoca una explosión que destruye lo poco que la anterior no aniquiló y crea un cráter que llega a los bordes de la lógica y va más allá generando tal estallido sonoro que apaga los gritos que manan de toda la humanidad, aquellos que no entienden qué es lo que sucede en la capital del Imperio que está haciendo que se estremezcan los cimientos del cielo.

 

Prometeo ha evitado el impacto usando sus alas para desviarse en el último momento y ahora contempla como a varios cientos de metros de profundidad, en lo que un día ya muy lejano fue Berlín, yace el cuerpo inerte de un hombre de cabellos dorados. Prometeo baja a la tierra y al mirar a uno y otro lado piensa que el odio que durante tantos años generó el Imperio con sus crímenes debe de haberse concentrado sobre la llanura asolada en la que se encuentra para permitir semejante nivel de destrucción como han provocado su maestro y él. Un suspiro helado cruza su cuerpo al relajarse durante un instante y Prometeo cae de rodillas sobre el suelo polvoriento consciente por primera vez de las atroces heridas que surcan su cuerpo. Comienza a jadear sin control y el cansancio se apodera de él. A duras penas consigue elevarse y llegar en un corto vuelo al centro del cráter, al lugar donde se encuentra el cuerpo de su maestro o lo que queda de él.

 

Prometeo se agacha y se pregunta qué me tuviste que hacer, Jano, para despertar en mí un odio como jamás creí tener, para convertirme en un monstruo como nunca pensé ser. Qué me hiciste, maestro, que conseguiste que me pareciese tanto a ti. Prometeo cierra los ojos.

 

-No has debido hacerlo.

 

¡! ¡! ¡!

 

Los abre y, antes de que pueda hacer nada, un resplandor dorado sale de la mano abierta de Jano y le atraviesa el pecho haciéndole volar varios metros y caer al suelo destrozado, con el corazón en las manos, con la boca vomitando sangre y vísceras. El emperador se levanta y vuelve a caer. Se acerca a Prometeo con las escasísimas fuerzas que aún le quedan. Le mira de pie a su lado. Varios riachuelos de sangre le salen también a él de la boca.

 

-Aun eres joven, Prometeo. Tan poderoso como inocente.

 

Prometeo se retuerce en el suelo. Sus heridas se manchan de polvo y arena.

 

- ¡Cá..., cállate! ¡Yo lucho con honor!

 

Jano sonríe. Su rostro está blanco, pálido como la nieve. Pero no es el color de su raza, es el tinte de la muerte, el final que se acerca a un hombre que se desangra por mil heridas diferentes.

 

-Honor..., cualquiera que nos viese se confundiría acerca de quién es el bueno y quién el malo. Nos hemos cambiado los papeles, dios de la oscuridad.

 

Jano mira a su alrededor. La sorpresa se refleja en su rostro. Junto a Prometeo hay algo de lo que ya se había olvidado. Casi no es capaz de creerlo. Clavadas en tierra aguantan su espada y la de Diana, el acero que usó Prometeo. En el mismo lugar en el que las dejaron instantes antes. Las hojas brillan, gritan pidiéndonos que creamos en la magia. Jano piensa. Es consciente del poco tiempo que les queda tanto al muchacho como a él, pero...

 

-Aun podemos disfrutar de una muerte hermosa.

 

Jano coge su espada. Se agacha. Habla al oído de un casi inconsciente Prometeo.

 

-Llámala, hijo mío. Llámala ahora y pídele que venga a ayudarte. Ella te amaba. La muerte no es nadie para romper eso.

 

Jano sonríe. Por última vez. En pie. Se eleva. Poco a poco. El viento cansado. El viento moviendo sin fuerza las escasas telas que aun cubren su cuerpo, que aun agitan sus cabellos y despeinan su figura. Jano sube a los cielos para realizar su último ataque, el que pondrá punto final al poema en que convirtió su vida, la tragedia que luchó porque fuera su existencia y que narró con su sangre y la de sus seres queridos. Jano nunca fue un malvado. Sólo un hombre triste. Alguien que nunca creyó en su propia libertad.

 

``Prometeo, ¿no me escuchas, Prometeo? ¿No escuchas la voz de tu niña, de aquella a la que amabas? ´´

 

Dos ojos verdes. Dos esmeraldas que casi están cerradas, que casi no sienten el brillo de la tercera. Prometeo escucha un silbido a lo lejos.

 

`` ¿Estás cansado, Prometeo? No me lo creo. Tú no puedes estar cansado, no tú, no aquel que aun corría cuando yo caía sobre la hierba mojada. Levántate, Prometeo. Levántate y lucha, vence, demuestra de qué está hecho el niño al que una diosa tanto quería. ´´

 

Prometeo y la voz de una mujer en el interior de su alma. Pero no puede ser ella. No me lo creo. No es cierto. No me engañes, muerte. No me hagas llorar cuando ya caigo entre tus brazos. Y Prometeo ve un ángel de cabellos negros posado junto a él. Dos espejos azules iluminándole el rostro. Dos labios que se mueven y él no puede oír nada. Prometeo ve y no cree. Prometeo sabe que sus sentidos le mienten, que su razón le engaña, que la verdad es una mentira...

 

``...que no merece ser creída. La muerte, ¿acaso te la creíste, amor mío? ¿Acaso crees que esto es el final? Tú me enseñaste que no, me dijiste que nos encontraríamos en el reino de la fantasía, el lugar del que me hiciste señora. Y yo te creí y supe que no me mentías, que me amabas demasiado para hacerlo. ´´

 

- ¡Diana!

 

Prometeo despierta. Está solo. Mira su cuerpo. No hay heridas. Levanta la mirada. Jano en lo alto. Mira a su lado. Una espada de mango de plata clavada en la roca. Prometeo no entiende, no quiere hacerlo, no va a hacerlo. Prometeo ha sentido. Prometeo se sabe libre para decidir su destino, él lo construye, él lo hace a cada momento. Y él lo ha decidido.

 

- ¿Quieres morir, emperador?

 

Se levanta. Camina. Coge el acero entre sus manos. Lo arranca de la piedra.

 

-Pues lo harás.

 

Cierra los ojos. Y al abrirlos su túnica negra vuelve a cubrirle. Dos pendientes de plata vuelven a brillar en sus oídos. El pasado, el presente y el futuro se funden en su figura y desaparecen, se convierten en nada, dejan de creer en sí mismos. Prometeo adopta por última vez la postura de ataque relámpago. Su pelo es una tormenta oscura. Su cuerpo el viento que ya ha salido del cántaro. Lanza la espada. Y vuela tras ella. Sacude las alas. Se dirige al destino que otros esperan y que él pinta con cada aliento.

 

Jano le ve venir. Jano suspira. Ya está aquí, ya ha llegado. Mira las palmas de sus manos. Sangre. ¿Mereció la pena? Jano duda. Jano no sabe la respuesta. ¿Acaso algo la merece? Su uniforme vuelve a cubrirle. Se inclina en los aires. Se lanza contra la muerte que ya se le viene encima. El niño de ojos verdes y pelo enmarañado. El hombre que le encontró en lo alto de una montaña. Así es como tenía que acabar la historia, no había otro remedio, no es posible esquivar al destino. Así es como he decidido vivir mi vida, disfrutar de mi libertad. ¿Quién habla? ¿Cuántas voces se escuchan en el fondo de nuestras almas?

 

Acabó la era de los peces. Terminó el reinado del dios de las dos caras. Es hora de que comience el tiempo del viento. El mundo de la fantasía y la ilusión. La época de aquellos que dibujarán su libertad con risas y lágrimas tibias. Prometeo coge su espada en el aire. La aprieta con todas sus fuerzas. Ve el contorno de Jano. Aquí está.

 

``Espérame, mujer. Ya voy. Ya duermo contigo allí donde para siempre te amaré. Tus ojos, tu piel, tus sentimientos corriendo por todo mi cuerpo. El amor que ni la muerte matará. ´´

 

Se acercan. Se ven. Se rozan. Se tocan.

 

YA. YA. YA. YA. YA. YA. YA.

 

``Escucha como nuestra madre se mueve y se abren las puertas, como la roca se separa del muro y te deja ver el jardín y sus flores, el agua y su murmullo, mi sonrisa y los labios que te besan. ´´                                                      

 

Ya.

 

Dos espadas se cruzan en el aire, dos miradas se unen en el viento, dos hombres se despiden el uno del otro cuando sus aceros penetran al tiempo en sus corazones, se clavan, salen por la espalda. Jano y Prometeo. Caen en direcciones contrarias. Ya han muerto. Su sangre se esparce sobre el campo de batalla. Ya han muerto. Lluvia que riega la tierra, el mundo en el que amanecerá el nuevo mañana. Ya han muerto.

 

SE CUMPLIÓ EL DESTINO. NADIE PUDO CAMBIARLO.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

- ¿Y ahora qué haremos, Prometeo?

 

Un hombre y una mujer de pie en el centro de un jardín de fantasía. Abrazados. Rodeados por la belleza que unos ojos verdes crearon, que unos iris azules mantuvieron con vida. El aire es tibio y la brisa sopla calmada. Prometeo besa a Diana. Siente como se mezclan las esencias de ambos. Sonríe de nuevo en casa.

 

- ¿Qué más da, Diana? ¿Qué más dará nada ahora?

 

Los dos amantes cierran los ojos. Sienten como se elevan. Como son uno. Como se convierten en una esfera de luz que explota en silencio y se mezcla con todo aquello que les rodea. La puerta de roca custodiada por la virgen negra se cierra. Protege el mundo de la fantasía. Custodia la luz de aquello que nació para vivir deslumbrado. Deja una minúscula rendija abierta.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

Dos cuerpos yacen en mitad de una inmensa llanura. Sus ropas son harapos agitados por el viento. Sus manos aun aprietan el mango de sendas espadas. Sus corazones ya no laten, tienen una hoja de acero clavada en el centro. Una melena oscura se agita en silencio. La carne está fría. Los párpados bajados. El niño de los ojos de esmeralda ha muerto.

 

La fantasía. La realidad. ¿En qué hemos de creer?

 

El cielo sigue soplando. El aire lo envuelve todo. Los sentimientos son cometas de colores, no son nada. Y al mismo tiempo lo son todo.

 

Una sonrisa. Las lágrimas aún se deslizan por las mejillas heladas. Mojan la tierra. Han nacido cuatro flores. Sus pétalos reflejan la felicidad de su padre.


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