Los Elegidos. Capítulo Vigesimosexto.


Una nueva mañana. Una mata de pelo rojo corre sobre las piedras caídas, salta de montón en montón, llega a la parte de las murallas que aún no se ha derrumbado. Corre por el pasadizo descubierto. No se le ve el cuerpo. No se le ve la cabeza. No se le ve nada que no sean los reflejos de sus cabellos iluminados por la luz del amanecer. Choca contra una figura alta y delgada. Cae. Levanta la vista. Encuentra una sonrisa. La de Quirón. El mago le ofrece la mano. Ajax la coge y se levanta. Se encarama a la espalda aun dolorida del muchacho de toga negra.

 

- ¿Qué miras, Maestro?

 

Quirón contempla la inmensa llanura que hay frente a ellos. El bosque que ayer dejó de serlo. El Sol saliendo a lo lejos. Los rayos sacudiéndose el agua del mar. El aire tibio. Los olores suaves. Casi olvida que aún es primavera. Un hombre vestido con abrigo de cuero camina hacia el monasterio.

 

-Vuelve con los magos y diles que estoy bien, que no se preocupen más por mí.

 

El niño baja de la espalda de su maestro. Se asoma a la muralla. Ve a Prometeo.

 

- ¿Ese no es el Alto Maestre?

 

La mirada de Quirón desaparece en el interior de dos iris verdes.

 

El silencio. Te oigo caminar. El silencio. Te oigo respirar. El silencio. ¿Dónde se esconden los latidos de tu corazón?

 

- ¿Dónde que no soy capaz de oirlos?

 

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La noche. La explanada. Un círculo de antorchas. Nueve muchachos rodean una pira funeraria. Gotas de fuego les queman las manos. Dejan objetos que simbolizan a sus muertos. Los magos báculos. Ajax y Quirón espadas. Prometeo. El Alto Maestre una pareja de piezas de plata. Los pendientes de una muchacha. Se quita los suyos. Se despide de ellos. Eleva su antorcha y ocho más se acercan a las maderas. La introduce en la pira y todas se unen a ella. El fuego. Los rostros se iluminan. Las llamas se reflejan en los ojos. El viento de la noche les mueve el pelo, les moja con chispas doradas. Prometeo deja caer su antorcha. Se quita el abrigo. La ahoga con él. Mueren las otras llamas. La oscuridad rota por una columna de fuego. Recuerdos y humo. Mirad la Montaña desde los cielos. Un punto de luz en el centro de la nada.

 

Prometeo. De pie. Solo. El fuego se ha apagado. El pasado es una nube de polvo. Dos iris verdes son la imagen del silencio. La mirada perdida en las cenizas. En los restos de lo que fue su vida, aquello que se le escapó entre los dedos. Piensa. Mil ideas van. Mil ideas vienen. Siente. No quiere. Pero aquí están. Los sentimientos. Se cuelan en su pecho, en lo profundo de su corazón. Y la misma imagen allá donde mire. El mismo rostro. La misma sonrisa cada vez más lejana. Nada más. Prometeo se va de la explanada. No recoge su abrigo tirado en el suelo. El cuero negro. El lecho sobre el que descansan las lágrimas abandonadas. Aquellas que el viento ya se lleva. Aquellas que hasta al fuego dieron pena.

 

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Han pasado cinco días y cinco noches. La magia está reconstruyendo el monasterio. Las murallas han sido reparadas. Los edificios han recuperado su aspecto original. Sólo el de los magos está aún en obras. Los seis supervivientes no se ponen de acuerdo en cómo reconstruirlo. Ajax es el encargado de replantar uno a uno los árboles que fueron arrancados. Los magos le han dado un saquito de semillas mágicas. El niño hace un agujero. Entierra una de las pequeñas esferas marrones. La riega con su regadera de plata. Espera un segundo. Y un árbol crece de golpe. El primero casi le golpea al salir tan deprisa.

 

Quirón no toma parte en las obras. Espera el regreso de un amigo. Prometeo sentado en el suelo de la terraza de su dormitorio. La espalda apoyada contra la pared, las manos sobre las piernas, la mirada perdida en la nada. Quirón de pie en el otro extremo de la terraza. Los brazos cruzados sobre el pecho. Los ojos cerrados. En silencio. A las doce de la noche se escuchan gritos de alegría procedentes de la explanada del monasterio. Los magos han terminado la reconstrucción de su edificio. Pasan las horas. Se va la medianoche. Llega la madrugada.

 

Prometeo tiene los cabellos rotos. Prometeo es una calabaza. Su imagen desaliñada. Sus ropas estropeadas. Sus ojos que son un tatuaje sin piel a la que besar. Se levanta. Eleva la vista a los cielos. Dos esmeraldas piden que haya un milagro. Imaginan una fantasía. Y de los cielos caen mazos de cartas. Naipes que se separan en el aire, que vuelan, que son pétalos blancos, flores de plástico. Una carta a sus pies. La coge. La mira. ¿Cuál será? ¿Cuál que sus líneas sonríen como cuchillas?

 

Sopla. Sopla. Sopla.

 

Y se aleja. Se pierde entre las ramas de los árboles, entre las hojas verdes. Un resplandor. Un brillo. Ya no está. Prometeo se pregunta si la tristeza es más fuerte que el odio, si la pena puede derrotar a la venganza. Prometeo se pregunta para descubrir que no tiene respuestas, que nunca las tuvo, que jamás deseó tenerlas. Siente que su vida es un libro en el que escriben manos malvadas, manos crueles ansiosas de lágrimas y furias descontroladas. El narrador no le gusta, no me gusta, vete que me has quitado lo que yo más quería, márchate que deseas ver mi sangre sobre tus folios amarillos, manando de tu pluma fría, de tus dedos de hielo.

 

Yo soy libre y liberaré mi destino de aquellos que lo dibujan con palabras vacías, con versos huecos, con rimas que ni sé ni me interesan porque puede que mi corazón esté roto, pero no mi libertad, no aquella que jamás se rendirá. Prometeo mira las estrellas. Las ve caer de los cielos convertidas en serpentinas de fuego, las ve chocar con la tierra pariendo fuegos artificiales. Prometeo siente. Siente y se niega a pensar. Siente y se dice que es hora de que su alma salga a la calle y grite sus deseos de libertad.

 

El chico de los ojos de serpiente sueña y sueña. Ya se ve con su amada en la fantasía que él mismo creó y se dice que ojalá no sea una mentira, ojalá sea verdad y no una locura sin puerta por la cual entrar. Prometeo mira allí donde habitan los nombres eternos, los verbos creadores. Ve un cántaro del que mana agua. Ve el fuego que ya desea ser bajado de los cielos. Y Prometeo escribe el último capítulo de su obra. Aquel que esperaba en el tintero del destino desde que un niño se levantó de su roca.

 

-Me iré mañana.

 

Quirón abre los ojos. Separa los labios. Pronuncia un discurso de preguntas y respuestas, de idas y venidas, de silencios y palabras. Palabras y más palabras. Eternas letras que nunca se acaban. Pobres suspiros incapaces de sentir la belleza. Prometeo sonríe y la Luna se parte en dos. Prometeo llora y en el cielo nacen las estrellas. Prometeo va a acabar su historia. La comedia en la que los dioses creyeron que también ellos podrían ser libres. El cuento en el que dos niños se atrevieron a amarse.


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