De las eternas y gélidas noches capitalinas con mi viejo y fiel amigo, ya desaparecido en el país donde todo es posible, el ilustre Duque de Boyacá; hago una remembranza que evoca la apremiante necesidad de beber un buen aguardiente antioqueño.
Ansío en demasía, haciendo uso de la cacofonía, como lo hiciera el entonces Ministro de Hacienda y Fomento, Diego Calle Restrepo, esa bebida de inigualables características organolépticas y efecto emancipador, comparables, inclusive, con el single malta Hakushu, por su textura aterciopelada, su elegancia en la nariz y magnífica técnica en las barricas, para ver si olvido y con eso reafirmo que en Colombia para vivir se necesita estar borracho.
Está claro, no se puede sobrevivir aquí con dignidad. Los recientes hechos dan cuenta de la inefable realidad. Es cierto que el deber ser de un estadista radica en realizar un ejercicio conceptual orientado a garantizar la máxima por excelencia; misma, dada por el propósito superior y constitucional de atender las necesidades del pueblo y no ir en detrimento de éste; sin embargo, no es menos cierto que los granujas y tartufos, quienes nos representan, pasaron por los claustros superiores como fámulas al servicio de la felación y no estudiaron. A todas luces, esto evidencia que la falta de lectura sigue siendo, en esta finca de considerables proporciones, un problema estructural.
El legado de una conquista de la que nunca nos hemos independizado, sigue causando estragos devastadores. Tenía razón de Saint-Exupéry, al advertir la dificultad que trae juzgarse a uno mismo y no al contrario; hecho que ha dado lugar, con mayor intensidad, durante este trienio.
Esto no es nuevo, Gaitán lo vaticinó, estamos condenados a la desidia y la incomprensión. En más de doscientos años de vida republicana, hemos elegido con mecanismos democráticos a los mismos, que, en muchas ocasiones, han tumbado la democracia.
Al revisar, en detalle, las cifras económicas de la Nación, los datos son alarmantes. El crecimiento de la deuda pública ascendió al 61,4 % del PIB, para el año 2020; la tasa de desempleo a enero del año 2021, es del 17,3%, es decir, registró un aumento de 4,3 puntos porcentuales, con respecto al año anterior; la tasa de crecimiento anual, pasó del 0,7% al -3,6%; el déficit fiscal de un 2,5% en el año 2019, dio tránsito a un 8,6% del PIB, en la vigencia actual; no obstante, como ya es costumbre, las utilidades del sistema financiero para el año 2020, fueron de 4,09 billones de pesos.
En cuanto al coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, para nuestro caso siempre estará muy cerca del 1, es decir, estamos condenamos a la perfecta desigualdad. Esto, debido a que fuimos creados por un grupo de élites coloniales pensadas para explotar a la gran mayoría de personas. Los datos lo demuestran y el sistema tributario colombiano lo corrobora.
No cabe duda que dicho sistema es regresivo y va en detrimento del artículo 363 constitucional, que da cuenta de la equidad, eficiencia y progresividad, en su generalidad; y, de lo que deben constituir la aplicación de los impuestos directos e indirectos, en su particularidad. En ese sentido, como si se tratara de una película de Tarantino, la generalidad, le da herramientas a quienes tienen mayor poder adquisitivo, financian campañas políticas y estructuras criminales, y son determinadores de los mal llamados asesinatos colectivos, de darnos un golpe certero con el bate del teniente Aldo Raine.
Dicho golpe, se establece en dos momentos: el primero, dado por una estructura tarifaria que no respeta los principios de la equidad vertical; el segundo, en virtud de una política fiscal (aquella que establece la relación entre impuestos y subsidios) que no está enfocada a reducir la desigualdad y es regresiva por convicción y magnificencia. La cuenta es clara. El IVA, el impuesto a la gasolina, al carbono y el impuesto de renta, son regresivos, pues afectan a los contribuyentes que perciben menores ingresos, dado que, aunque existen mecanismos de redistribución, como la devolución del IVA, que tiene un efecto nulo o negativo, si se considera que esos contribuyentes tendrán que asumir un mayor valor del IVA, en un momento determinado. A esto se debe sumar la condición de los impuestos directos, que, por las desbordadas exenciones efectivas, terminan beneficiándose aquellos con mayor poder adquisitivo, estableciendo una desigualdad horizontal. Por ejemplo, en los tres primeros lustros del actual milenio, el sector bancario y financiero pagó una tasa efectiva del 9,8%, en promedio, frente a un 22,2% del sector comercio, con base en los ingresos brutos. Caso similar sucede con las personas jurídicas, donde aquellas con ingresos inferiores, pagan una tasa efectiva del 10% sobre el margen bruto, contra un 2,1% de las que tienen condiciones económicas superiores.
Por último, el bellaco, que no tiene idea de la realidad económica del país, pretende eliminar la categoría de bienes exentos del IVA, es decir, los que tienen tarifa cero y convertirlos en excluidos (no tienen IVA); aunque parezca lo mismo, el efecto es contrario, ya que, al ser un producto exento, quien lo produce puede pedir devolución de un IVA descontable, por las compras que realizó para vender su bien o servicio. Con ese cambio, se pierde tal beneficio, generando un incremento en los costos de producción que será asumido por el consumidor final.
En la práctica esto significa que para la vigencia fiscal 2022 y subsecuentes, un huevo no costará $420 sino $500; así mismo, tendrán que tributar en términos efectivos, el 2,8% aquellos contribuyentes que perciban $4.170.000, de dichos ingresos, es decir, deberán pagar $1.400.000 de impuesto a la renta; y para la vigencia fiscal 2023, pagarán $602.941, quienes perciban ingresos mensuales por valor de $2.832.861. Si lo que se busca con esta reforma, porque ese es su nombre, y no con el eufemismo “Ley de Solidaridad”, que sólo es solidaria con los hacendados de este país, es cubrir un déficit de $26 billones de pesos, tienen tres opciones: acabar con la corrupción, eliminar excesivas exenciones tributarias, que ascienden a $92,43 billones, equivalentes al 8,7% del PIB o cambiar el Estatuto Tributario.
Sin embargo, esta es la fiel prueba de algo imposible. Se confirma lo que dijera Tácito: entre más leyes tenga un Estado, más altos son sus niveles de corrupción. No se nos puede olvidar que la legalidad es cuestión de poder, no de justicia y ya sabemos lo que tenemos.
Al final es evidente como lo decía Camus, que las peores pandemias no son biológicas, son morales. Este es un Estado sin honra, dignidad, pulcritud y rectitud. Es una Nación donde se premia al bandido y recrimina a quien obra en derecho. Somos cómplices de todo lo malo. Esto dará por resultado que el dueño no tendrá para el empleado; el empleado no tendrá para educación sus hijos; y sus hijos no podrán ser el “futuro de la Nación”.
Ojalá el pueblo recordará las palabras de Cicerón, quien con gran habilidad decía: la libertad no consiste en tener un buen amo, sino en no tenerlo. Es claro que el orate que tenemos de presidente es un mercenario al servicio del poder. ¡Por el pueblo a carga!
Me resta por decir: brindo por la hacienda en que vivimos y la reforma tributaria que viene.