El origen de todo
Hace mucho, mucho tiempo, en una pequeña ciudad eternamente bañada por el tibio sol del Mediterráneo, vivía un muchacho que siempre estaba enamorado. El romanticismo era él y él era el romanticismo. ¿Cómo explicarlo? Mejor no me hagan caso a mí, mejor mírenlo a él. ¿Lo ven? Allí a los lejos, caminando por la avenida, iluminado por el brillo de las cinco de la tarde, en un día cualquiera de junio. Aquel de melenita bohemia, bigote y barbita decimonónicos, gafas levemente empañadas de sudor, piel blanca y rosada, un libro siempre bajo el brazo. Mírenlo bien. Él aun no lo sabe, pero se dirige hacia el que será uno de los momentos cruciales de su vida. El instante en el que conocerá a la muchacha que le romperá el corazón de un modo que aún no es capaz de imaginar, la que le hará desear estar muerto y no haber vivido nunca, el monstruo más bello y horrible que conocerá en esta primera parte de su vida. Pero, callemos. Callemos y escuchemos. Ya ha llegado a su destino. La puerta de una oficina pública.
-Hola, ¿cómo estás? –una amiga común. Una amable alemana sencilla y sin doblez alguna- Qué puntual eres. Dejadme que os presente. Ella es… –sonido de un autobús pasando junto a nosotros-. Te presento a mi amigo… –una pareja de señoras mayores gritando al cruzar la calle-. Ella acaba de incorporarse a nuestra oficina, viene de fuera y no conoce nada, ni de la ciudad, ni apenas del idioma. Además, quiere hacer el doctorado en tu universidad. Pensé que tú podrías ayudarla.
-Sí, claro, será un placer…
Y ya está. A veces los dramas más terribles comienzan con dos desconocidos saludándose sonrientes a plena luz del día. No hay avisos. No hay voces celestiales que nos adviertan. No hay trompetas ni tambores. No hay nada en esta triste vida nuestra. Sólo dos manos que se tocan por primera vez, dos ojos azules que deslumbran un alma sensible, un corazón que ya nunca volverá a ser el mismo.
-Perdone…, perdono…, perdona… Sí, perdona por mío españolo. Me llegó este mensaje, ¿podrías traducírmelo?
Unas pocas horas después. Ya de noche. Un mensaje de móvil que por error un tipo le envió a ella en lugar de a otro amigo. Unas palabras subidas de tono que ella no sabe traducir. Una petición de ayuda al recién conocido amigo. Un amigo que, dios sabe con qué mariposas en la cabeza, decide que la mejor manera de ayudar a una princesa es acudir a su castillo. Y allí va. Y allí sube. Y allí toca la puerta. Y allí abre ella descalza y apenas envuelta en una fina toalla blanca.
-Hola.
Dice él, pero podría haber dicho eres lo más bonito que he visto en toda mi vida, eres la imagen misma de la protagonista de mi novela recién escrita, con tus cabellos negros, tu piel blanca que duele y tus ojos glaucos que queman, eres la materialización de la belleza hecha mujer, diseñada en mis sueños para volverse carne en mi realidad.
-Entra.
Y la puerta se cierra detrás de él. Golpe. Silencio. Oscuridad. Vacío. Nada. El terror en ocasiones no es más que una historia de amor contada con la perspectiva del tiempo. ¿Cómo iba a saber él que hay mujeres que son capaces de no vivir enamoradas de quien las ama? ¿Cómo iba a saber ella que hay niños con el corazón en las nubes que de verdad creen en el amor eterno? Tantas veces lo llamará pidiéndole ayuda. Tantas veces acudirá él corriendo o en su bicicleta de estudiante pobre. El primer plato de comida que una muchacha cocine para él lo hará ella. El placer indescriptible de caminar con ella del brazo y pasar el día hablando. El silencio perfecto al verla sentada en el suelo frente a la televisión de espaldas a él. Las noches soñando con ella. Saltando de alegría al recibir un mensaje suyo. Incapaz de decirle abiertamente sus sentimientos, pero sintiéndose arrasado por ellos en su interior. Necio. ¿Es que no sabes que ninguna mujer busca un niño enamorado, sino un hombre del que enamorarse? Tú aun no sabes nada.
-Pero sé que la quiero.
Sí, la quieres. Mírenlo. Es verdad. La quiere. Tanto que lleva una lista de sus gustos. Que vuela cuando ella le envía una foto. Que el día en que a ella le roban el teléfono móvil él gasta sus escasos ahorros en comprar uno emparejado con el suyo.
-Así podremos hablar sin preocuparnos por el costo.
Ella lo recibe. Ella sonríe. ¿Sabe ella que es amada? Claro que lo sabe. Pero lo considera broma de niño. Tiene tres años menos que yo. No es serio. Es un capricho. Cuando vea que no le hago caso y que le considero sólo un amigo se le pasará.
-En ese caso no deberías seguir pidiéndole ayuda para tantas cosas.
La amiga común alemana la aconseja a ella. No juegues con él. No te imaginas lo romántico que es. Lo tengo todo el día en casa explicándome lo que te ama, lo bonita que eres, leyéndome sus poemas y los cuentos que te dedica.
-No creo que sea capaz de imaginarse viviendo conmigo. ¡Si no tiene trabajo!
Sólo tiene amor. Un amor puro, perfecto y estúpido. Como es el amor verdadero. Como es el amor en todos los dramas. En todas las vidas frágiles, hermosas y aún demasiado cortas. Las vidas de quienes todavía no perdieron las esperanzas, aquellos que mantienen la fe en el futuro, quienes creen que los sueños se cumplen y que, de un modo u otro, al final las cosas acaban por salir bien y los enamorados viven juntos para siempre.
-¿Qué haces aquí? ¡Vete!
Muchacha veleidosa. Le dijiste que no a su propuesta de salir a cenar juntos. Por fin se atrevió a proponerte una cita de verdad. No veros para hacer este trabajo tuyo, para ayudarte en este informe tuyo, para cumplir este objetivo tuyo. No, una cita auténtica. Al fin te la propuso. Y tú le dijiste que estabas enferma. Cosas de mujeres. Prefiero quedarme en cama. Gracias por tu bonita propuesta. Idiota enamorado, cuando te colgó no se te ocurrió mejor idea que ir a la farmacia, comprar unas medicinas y salir disparado en tu bicicleta hacia su casa. La velocidad te empapa en sudor nocturno. Las calles oscuras corren junto a ti. Las ventanas de la alegría se cierran a tu paso. Ya llegas, ya llegas, ya llegas.
-¿Quién es ese que nos mira?
Y la encuentras en la puerta de su edificio. Subiendo a un coche extraño. De la mano de un hombre desconocido que le abre la puerta. Vestida para cenar, sí. Pero no contigo, triste y ridículo muchacho. Te grita que te vayas. La ves paralizado de pie junto a tu bicicleta. Oyes la pregunta del hombre. Ella baja la mirada. Resopla. Entra en el coche. El hombre te mira sorprendido. No te presta mayor atención. No la mereces. Conduce. Se alejan.
-No lo escuchó.
No, no lo hizo. No escuchó tu corazón romperse. Tu alma estallar. Tu amor volverse millón de espinas clavadas todas al mismo tiempo en tu pecho. No escuchó como el silencio te envolvió en aquella calle. Como la noche se apoderó de tu alma y el mundo se volvió azul oscuro, casi negro. Como volviste pedaleando a casa sin prestar atención a los autobuses que casi te pasaron por encima. Deseando que alguno lo hiciera. Suplicando porque la irrealidad de ese momento se fuera.
-Pero no se fue.
Nunca se va tan rápido cuando son ellas las que nos dejan. Pasaron los días. Pasaron las semanas. Pasaron los meses. Pasaron dos largos y huecos años. Y el muchacho todos los días se sentaba junto a su escritorio y miraba la pared frente a él. Pensaba en ti. Y tú no estabas. Te recordaba. Y tú no estabas. Le dolía el alma al imaginarte. Y tú no estabas. Tú ya nunca estuviste. Él esperaba una llamada. Él esperaba un milagro. Que de alguna manera hubiera justicia en el mundo y tú te dieras cuenta que aquel hombre podía ser mayor, podía tener un coche, podía ser todo lo que el muchacho no era, pero el muchacho te quería y era imposible que ese hombre te quisiese tanto como el muchacho. Pero no existen los milagros. No existe la justicia. No sirve de nada buscarte día tras día por la ciudad. No tiene ningún valor ir a los mismos sitios tratando de encontrarte. Porque, incluso cuando te encuentre, tú en realidad ya no estarás allí, no para él. Quizá nunca estuviste.
-Sí, eso debió ser. Ella nunca estuvo.
Pero tú, muchacho, construiste un castillo en las nubes. Y las nubes se desvanecen. Los castillos caen. Los sueños se rompen. Y no son nada. Y no queda nada. Y te ves a ti mismo frente al espejo y lloras, gritas, maldices, te arrojas al suelo, te arrancas los cabellos, insultas al mundo, odias a Dios y al final te levantas, poco a poco, te levantas agotado de ti mismo, te alzas cansado de ser tú, te ves cubierto de lágrimas. Y las lágrimas se secan. Y los cabellos crecen. Y la mirada se calma. Y, de un modo que apenas se percibe pero que es inevitable, ya nunca más vuelves a ser el mismo.
-¿Me amas?
Te preguntará muchos años después una linda muchacha. Sosteniéndola entre tus brazos, la mirarás con expresión calmada y confiada. A ella. A todas ellas. A todas y cada una de ellas. Y sonreirás. Y las besarás. Y las abrazarás bien fuerte. Y les harás el amor como nunca antes se lo habrán hecho. Porque entonces tú serás el hombre y ya no el muchacho. Tú harás que engañen a sus novios. Tú las convencerás para que traicionen a sus maridos. Tú les romperás el corazón una tras otra. Tú tendrás todo lo que ellas siempre quisieron darte y una te negó. Pero, ¿quién recuerda a esa una? Ni sabes cómo se llamaba. No eres capaz de recordarlo por más que te esfuerzas. Una sombra en el pasado. ¿Ya se fueron veinte años? Qué rápido pasa el tiempo cuando estamos muertos.
-¿Me amas?
Aun no la has contestado. Posiblemente nunca lo hagas. Ni tú serás tan descarado. Mírala. De verdad ella te ama. Te mira alegre y crédula. Enamorada como sólo una niña en cuerpo de mujer puede estarlo. Convencida de que detrás de tu sonrisa hay algo cuando sólo tú sabes que no hay nada. No queda nada. Tanto que había y todo se lo llevaron.
-¿Me amas?
No respondas. Y, si lo haces, miéntele. Dale el derecho de ser feliz. Aunque sólo sea un instante. Un segundo en el castillo en las nubes. Se romperá. Pero al menos lo habrá conocido.
-¿Me amas?
¿Y qué es el amor? ¿Qué era para ti cuando aún eras capaz de sentirlo? ¿Qué era para ese muchacho que algún día ya lejano miró feliz y despreocupado el mundo desde tus ojos? ¿Me amas, me amas, me amas? ¿Quieres saber la verdad? ¿De verdad quieres saberla?
-Claro que te amo, amor mío.