Soy tu muñeca, soy tu juguete, soy lo que tú quieras que yo sea
Hay mujeres que merecen ser amadas. Hay mujeres que merecen ser olvidadas. Hay mujeres de todas las clases y colores. Y después estaba ella. Tenía diecinueve años cuando vino a mí. Me dijo que tenía veintiuno. Me mintió por primera vez. Me hubiera parecido igual de bien si me hubiera dicho la verdad. Pero no lo hizo. Qué más da. Al tenerla sentada a solas a mi lado le dije que nada de amor, que nada de amistad, que nada de nada, pues lo único que podía haber entre nosotros era placer, sexo esporádico, encontrarnos, satisfacernos y despedirnos como si nunca hubiera pasado nada. Me dijo que sí. Y me mintió por segunda vez. Después supe que se enamoró de mí. Me insultó por estar con otras que tampoco sabían que estaba con ella. Un año estuvo sin hablarme. Pero volvimos a vernos. Supongo que era inevitable. Tarde o temprano las aguas vuelven a su cauce y no hay quien no busque a aquel que le dio placer.
No se lleven a engaño. No volvemos con quien alguna vez amamos. Si de verdad lo hubiésemos amado, nunca lo hubiésemos dejado. Se vuelve con quien nos dio placer. Con quien nos hizo esas cosas que a los otros ni siquiera nos atrevimos a pedirles. Con quien se dejó usar como un juguete, pues los niños en el fondo no desean otra cosa que jugar con juguetes inanimados, muñecas dóciles, muñequitos que obedezcan nuestros más profundos anhelos. Los seres humanos no buscamos amor. El amor es algo que se encuentra, no que se busca. Si de buscar se trata, lo único que buscamos es olvido. Algo que nos permita evadirnos de nuestra existencia. Que nos permita olvidar el hecho terrible de que estamos vivos y que, dentro de un minuto, de dos, de tres, seguiremos estándolo. Por eso el sexo nos atrae tanto. Porque nos mata sin robarnos la vida. Nos saca del mundo y nos lleva durante unos breves instantes allí donde nadie salvo nosotros y nuestro juguete reside. El sexo es olvido. Y el olvido es lo único que merece la pena recordar.
Ella se presentó en mi vida con dos felaciones sucesivas. Una tras otra la misma noche. La primera en el sofá. La segunda en la cama. Me dijo que no podía tener relaciones, que estaba en sus días, así que le propuse la alternativa y ella sonriendo la aceptó. Después de eso se fue de mi apartamento y ya durante más de un año no se fue de mi vida. Más o menos cada quince días nos veíamos y, conforme pasaban las semanas, nuestras relaciones eran más aventuradas, más atrevidas, más abiertas a nuestros deseos mutuos que ninguno de los dos queríamos aceptar o siquiera vocalizar al principio. ¿Cuáles eran esos deseos? En el caso de ella ser usada. En el mío usarla. Posiblemente ninguno de los dos éramos conscientes de lo que queríamos y adquirimos conciencia de nuestra realidad sobre la marcha, sin plantearlo, ni saber a dónde nos llevaría el probarnos cada día un poco más, un poco más allá, un poco más lejos.
Más de una vez me comporté con ella de un modo que a mí mismo me avergonzaba tras culminarlo para, inmediatamente, escucharle decir que justo ahora, justo en este momento en el que había subido un escalón más, en que la había humillado un poco más, en que la había reducido un poco más a ser un objeto al servicio de mis pasiones, era cuando había empezado a satisfacerla como ella necesitaba ser satisfecha. La siguiente vez el paso iba más lejos incluso y su respuesta era la misma. Más de un año después, cuando entre ella y yo ya no había más que recuerdos, me confesó que su novio actual no la satisfacía en la cama porque era demasiado bueno, la respetaba demasiado.
-Yo lo que necesito es que me traten como a una perra, como a una puta. Necesito que me usen como si no fuera más que una muñeca, un juguete, un trozo de carne para usar y tirar.
-¿Y él no lo hace?
-Él ni me insulta. No me dice groserías, no me trata mal, no me lo hace duro, como a mí me gusta. Me hace el amor con cariño, con respeto, lentamente.
-¿Y por qué no le dices lo que de verdad te gusta?
-No quiero que él me vea así. Quiero algo serio con él.
Al decirme estas palabras sus ojos me miraban diciéndome sí, soy consciente de que ese algo serio que quiero con él no durará mucho si no hay placer físico, si el sexo no nos satisface a ambos, sé perfectamente que en mi afán de hacer que dure, lo que hago es sabotear nuestra relación.
-Yo lo que quiero es lo que tú me hacías: que, según entre en su apartamento, me ponga de rodillas y me fuerce a chupársela. Que después de comer, cuando yo esté lavando los platos desnuda, él venga y sin decirme nada, ni pedirme permiso, me cargue, me lleve como si fuera un saco a la cama, me arroje, me abra y me la meta sin decirme nada, sin besarme, tratándome mal, siendo sucio, duro, salvaje.
-Quizá es que eso te gustaba porque era conmigo. Quizá con él te podría gustar de otro modo.
Pero no. A ella sólo le gusta así. A ella sólo le da placer cuando se siente como una puta. Cuando no la valoran. Cuando apenas la ven como un ser humano. Cuando se la toma a gusto del hombre y se la deja cuando el hombre se aburre o se derrama dentro de ella, en el interior de alguno de sus diversos rincones del placer.
-Así es como quiero que él me vea cuando lo hacemos. Quiero que me vea como a tres agujeros. Nada más.
Sabe que eso no será posible. Que su relación seria y madura no le dará el placer que le daba la nada que tenía conmigo. El vacío carente de sentido y sin más motivación que unirnos unos instantes para separarnos durante días y semanas. Ella sabe, pero no quiere aceptar, que lo que se nos dice que es lo normal (amarse, respetarse, compartir hermosos momentos, experiencias comunes, dignidad, aprecio, afecto) no es en absoluto lo normal, sino que lo anómalo, lo extraño, lo enfermo, lo perverso, lo degenerado es casi siempre lo que sucede en realidad, que nos decimos que nos mantenemos unidos por amor, pero ese amor que nos une quizá no sea más que una hermosa abstracción social detrás de la cual se esconden dos criaturas desnudas que sólo ansían olerse, chuparse y morderse. Una mujer que desea ser tratada como un hembra primaria y animal y un hombre que ansía liberarse de su condición para volver a ser la bestia salvaje que un día le dijeron que no podía ser.
-¿Somos dos bichos raros?
-¿Quién no lo es?
-A mí me dicen que debo valorarme, empoderarme, exigir que se me trate como merezco y yo quiero eso, pero sólo fuera de la cama. En la cama quiero que me escupas y me tires al suelo y no me dejes subir a la cama y me pises y me ofendas y me insultes y me vejes y me hagas sentir tuya.
Quieres desvanecerte y no ser. Dejarte ir y no existir. Volverte objeto y abandonar el dolor que supone vivir. ¿Y quién no querría hacer lo que de verdad desea, lo que sus entrañas sienten que las llena? Pero no lo hacemos. No podemos. No nos atrevemos. Con el resultado de tanta frustración. Tanta tristeza. Tanta desesperación que después se transforma en dolor, no sólo espiritual, físico también, que nos rompe volviéndonos fantasmas que parecen vivir, pero que apenas se deslizan por el mundo carentes de vida y de energía. Cuantas apariencias, cuantos modos, cuantos usos y costumbres y, detrás de todo, la caverna, la oscuridad, lo profundo, lo que necesita abrirse paso y que, por no hacerlo, nos golpea desde dentro dándonos nuestra triste apariencia de contornos grises de traje y corbata, de vestido y tacones, que vemos cada día en el espejo al salir de casa. Nuestras tripas rugen pidiendo volver a allí de donde quizá nunca debimos irnos. Necesitamos vernos como gente civilizada, cuando nuestra naturaleza nos pide primitivismo, no caos, pues caos es vivir negando nuestra realidad, sino orden, pero el orden de las bestias, las bestias libres, honradas y puras. Gentes que rompan todos los corsés que les impiden ser felices, cuando la felicidad es algo tan sencillo como dejar de ser esclavos. De nosotros mismos. De la jaula que nos construimos. De la prisión que nos ofrecieron y que aceptamos gustosos.
-¿Cuándo seremos felices?
-Cuando nos atrevamos a serlo.
-¿Y cuándo nos atreveremos?
-Nunca.
-Oríname encima.
-No soy capaz de hacerlo.