Dos de 18 mejor que una de 36
Tengan en cuenta que escribo estas líneas en una calurosa tarde de julio en la que apenas sopla el sol y en la que siento mis turbios pensamientos deslizándose deshechos por mi nuca espalda abajo. No me tengan en cuenta el fruto de una mente reblandecida. En ocasiones uno escribe estupideces y en otras no sabe lo que escribe. Así que, sin que sirva de precedente y procurando que no se repita más, hoy toca ser un poco menos superficial que de costumbre. Tampoco mucho menos. Pero sí un poco menos. ¿Se lo creyeron? Hicieron muy mal.
No quisiera que el título de este capítulo llevara a engaño. No afirmo que dos muchachas de 18 años sean mejores para el cuerpo y la mente que una mujer de 36. Sin embargo, tratare de argumentarlo. Carece de sentido explicar los motivos. No pregunten. Dejen ya de leer. Mi experiencia me demuestra que la mayoría de las mujeres de 36 tiene tan poco que aportar como casi todas las muchachas de 18. En contra de lo que se suele afirmar, más edad no implica más substancia. Hacerse mayor no supone tener más conocimiento, experiencia, bagaje y, derivado de todo lo anterior, una personalidad más atractiva y digna de conocerse. No. La triste realidad es que la mayoría de las personas, cuando adquirimos años, mantenemos todos nuestros defectos de jóvenes y les sumamos otros nuevos fruto de las esperanzas frustradas, los sueños rotos, las malas experiencias y todo aquello que nos vuelve más amargos y resabiados. Eso, por supuesto, le pasa tanto a las mujeres como a los hombres, pero yo de los segundos no puedo hablar tanto como de las primeras, pues mi conocimiento e interés es mayor en las unas que en los otros.
Así pues, ¿qué es mejor: dos de 18 o una de 36? Partiendo de la base de lo dicho, no se puede afirmar, ni mucho menos, que una de 36 vaya a ser mejor que dos de 18. Normalmente, las de 36 creen lo contrario. Viven convencidas de que son más interesantes, dotadas de un poso cultural mayor, de una madurez de carácter que resulta atractiva y de una personalidad compleja que por necesidad ha de merecer mucho más la pena que lo que asumen que es la mente sencilla, lineal, plana e infantil de las muchachas de 18. Muy a menudo, cuando hablas con las de 36, y saben que frecuentas a las de 18, te preguntan realmente sorprendidas qué les ves a las de 18, qué interés puedes tener en ellas, de qué modo se explica que pudiendo estar con una de 36, con todo su interés, su conversación, y su personalidad, prefieras estar con una (o dos) de 18, que lo único que pueden aportarte es un cuerpo bonito.
Bueno, pues sí. Por eso estás con las de 18. Por el cuerpo bonito. Sobra y basta con eso. Si partes de la base de desengañar a la de 36 explicándole que lo que ella llama personalidad compleja para ti es una hermosa forma de decir inaguantable, resentida de la vida y frustrada ante la pérdida de la juventud, lo que ella llama madurez de carácter para ti es la obsesión por casarse y/o tener hijos porque se es consciente de que se le pasa el arroz, lo que ella llama mayor poso cultural para ti es tener memoria de más años, pero no necesariamente haberlos dedicado a aprender más cosas y que lo que ella llama ser interesante para ti es ser una pesada insufrible que cree que, como le han roto el corazón un par de veces, ya lo sabe todo de todo, especialmente de los hombres, y, en virtud de eso, puede dar insustanciales y vacías lecciones de existencialismo como si fuera una mezcla de Foucault, Coelho y una galletita de la suerte. Si partes de la base de todo lo anterior, digo, por lo menos la de 18 acostumbra a hablar poco porque, o bien no tiene nada que decir, o bien lo poco que tiene que decir se le acaba pronto. Con lo que te queda el cuerpo. Y en eso, desengáñense las amantes del gimnasio y la vida sana, la de 18 siempre ganará a la de 36.
Incierto, falso, errado y mentiroso, dirá la de 36 y sus defensores (esto es, los que no pueden aspirar a las de 18 y tratan de ganarse a las de 36 mintiendo como bellacos), una mujer con 36 está plenamente formada, consolidada y en plenitud, mientras que una de 18 aún está por formar y consolidar. Estamos en las mismas que antes, habitualmente lo que la de 36 llama estar formada, para ti es tener ya diversas partes de su anatomía derrotadas por la gravedad, estar consolidada para ti es que otras partes de su anatomía se hayan vuelto pliegues, arrugas y huecos y estar en plenitud para ti es sencillamente estar gorda. Se podrá, aun y todo lo anterior, sostener que las de 36 saben usar su cuerpo mucho mejor que las de 18, porque quizá el físico de éstas es más hermoso que el de aquellas, pero la experiencia es siempre un grado y cerca de los cuarenta una ha aprendido ya a manejar lo que posee mucho mejor que otra que hace apenas dos días era una adolescente. Nueva decepción: esto no es correcto. Lo que se llama experiencia en el manejo del cuerpo, suele esconder lo que no es más que egoísmo. Habitualmente la de 36 rechaza actividades que la de 18, en su afán de conocer y aprender, acepta gustosa. Por contra, la de 36 solicita que se le realicen prácticas que no quiere aceptar que, a un cuerpo de 36, ya no tan lozano ni poco frecuentado como antaño, no es tan agradable realizar como a uno de 18. Nuevamente, los corifeos masculinos, hombres habitualmente bajitos, feos y estrambóticamente musculados, que mantienen en el engaño sobre este punto y tantos otros a la de 36 son habituales, no siendo su motivación otra que tratar de beneficiarse a la de 36 ante la evidencia de que la de 18 es ya un objetivo imposible.
En el fondo, y esta es la moraleja de todo este texto, si de lo que se trata es de sexo, la juventud siempre es mejor que la madurez. Ya lo decía Schopenhauer, que la juventud sin belleza tiene un pase, pero no así la belleza sin juventud. La experiencia es el nombre educado que se le da a la pérdida de aptitudes. La plenitud es la manera elegante de referirse a la vejez. Y jamás una mujer de 36 producirá más goce a los sentidos que una muchacha de 18. Del mismo modo, si se trata de amor, la mujer de 36 ya ha pasado por relaciones carentes de éxito, con lo que acudirá a la nueva relación con usted que me lee con experiencia, esto es, resabiada, amargada, frustrada y dañada. Es mucho mejor una muchacha de 18, que no tiene tales cicatrices y que se presenta a la relación con la mejor de las voluntades. Pero es que las de 18 son volubles y caprichosas, como casi niñas que aún son. Cierto, acepto la observación, pero apunto juicioso que esos rasgos no son propios de las de 18 por su edad, sino de la mujer en cuanto mujer.
Pongamos ejemplos. Reales. Verdaderos. Auténticos como la vida misma. Vividos por este acalorado y misántropo vate que les molesta con sus desvaríos en esta tarde de julio. Dos muchachas de 18. No diremos sus nombres, como viene siendo habitual en estos cuentos, pero sí las describiremos. La primera alta, delgada, larga melena negra, pechos pequeños, nalgas prietas, sonriente, alegre, desinhibida, rápida en decirte sus deseos y más rápida en aceptar su cumplimiento y satisfacción. La segunda también alta, bastante más rellenita, melena negra, pechos grandes, nalgas generosas, tímida, con mucho deseo, pero casi más vergüenza. Las dos se me ofrecieron explícita y abiertamente y a las dos tomé un mismo año en distintos periodos que en ninguno de los dos casos se extendió más allá del par de meses.
La primera era una alegría de ver. Desnuda, yaciendo en la cama, sin necesidad de otra cosa para hacer más que existir y esperar al hombre que deseara cubrir su delicado cuerpo con una sombra masculina. Su cuerpo firme, tonificado, siempre preparado y esperando ansioso para unirse al varón, competía con su voluntad de agradar, de dar placer y recibirlo. No tenía la menor conversación. De hecho, no recuerdo ninguna mantenida con ella. Nuestros encuentros eran para lo que eran y nunca ni ella, ni yo, esperamos otra cosa que aquello para lo que nos veíamos. Por hacerlo algo menos directo y por crear un poco de deseo provocado por el retraso del acto, acostumbraba a invitarla a comer antes de lanzarnos a la cama. Apenas permanecíamos treinta minutos a la mesa y nuestros diálogos nunca adquirían siquiera la categoría de insustanciales, de lo vacíos que estaban. La segunda apenas hablaba. Se limitó a decirme en una ocasión que yo le gustaba y que deseaba tener relaciones conmigo. Y, como nada lo impedía y es de buen cristiano dar a los que te piden, la satisfice tan rápido como la ocasión lo permitió. Su cuerpo no era tan hermoso a la vista, pero su voluntad de agradar era manifiesta, incluso notable. Su falta de experiencia se manifestaba en momentáneas dudas al llevar a cabo determinadas prácticas, pero en cuestión de segundos adquiría todo el conocimiento necesario y dejándose llevar lograba satisfacer y ser satisfecha. No tuve jamás una conversación con ella que fuera más allá de exponer sucintamente las reglas de nuestros encuentros y, una vez en ellos, dar las necesarias instrucciones para que estos se desarrollaran de la forma más armónica posible.
Ellas querían probarme y yo les permití hacerlo. Una vez lo hicieron se fueron de mi vida del mismo modo en que entraron en ella: silenciosas y sin pedir, ni dar, nada más allá de lo que ambas partes habíamos acordado desde el principio. ¿Moraleja? Comparen esto con lo que hubiera sido una relación con una mujer de 36. La fluidez, sencillez, naturalidad y placer para ambas partes no tiene punto de comparación con lo expuesto. La de 36 espera ser convencida, no es ella la que se ofrece; en los distintos momentos de la relación pondrá multitud de pegas, establecerá requisitos de todo tipo, impondrá condiciones y jamás se irá del mismo modo silencioso y calmo que las de 18 citadas, sino que exigirá compromisos, relaciones, fidelidades, o incluso hijos. Ella tuvo 18 antes que 36 y más que probablemente, y aunque ahora pretenda no recordar o lo niegue cínica, se comportó como la de 18 y se benefició de todo lo que suponía tener 18, pero ahora tiene 36 y su ya tan repetida experiencia vital le lleva a tener otros objetivos e intereses, cosa que acepta, pero también otros límites, cosa que rechaza aceptar. Por eso las de 36 suelen buscar hombres de un tipo diferente al que buscan las de 18. Éstas buscan al salvaje amante o al firme maestro, aquellas al manso sostenedor. No es extraño ver a las de 36 buscando el tipo de hombre que rechazaron cuando tenían 18. Tampoco a los hombres buscando a los 36 a las de 18 que les rechazaron cuando eran ellos los que tenían esa edad. La vida es tan hermosamente cruel en sus paradojas. Tantas y tan bellas que nadie desea darse por aludido por ellas.
Entonces, ¿nos quedamos con la de 36 o con las de 18? Hagan lo que les venga en gana. Todo esto no ha sido más que un montón de tonterías escritas sin el mayor interés en lo que se escribía. Demasiado calor. Demasiadas palabras. Salgan y follen. Lo que puedan. Lo que se deje. Sean felices. Y no pierdan el tiempo leyendo estupideces.