Intrascendencia
Lo más terrible de estar vivo es tomar conciencia de la intranscendencia de la propia existencia. Lo más terrible de conocer a alguien es saber que, por más relevante que pueda ser en tu vida, está condenado a pasar por ella dejando un recuerdo cada vez más leve hasta finalmente no dejar nada. Lo más terrible de meterte en la cama con una mujer es que ninguno de los dos le atribuya a ese acto más que el deseo de satisfacer un capricho que se sabe intrascendente, pero que se desea cumplir, para después olvidarlo y hacer como si nunca hubiera existido.
-Lo cierto es que durante un par de años deseé hacerte el amor, pero en primer lugar porque tenía pareja y, en segundo, porque no sabía cómo acercarme a ti, nunca hasta ahora pensé que realmente algún día estaríamos juntos y lo haríamos.
Juntos durante apenas unos minutos. Juntos durante apenas una hora tras varias de hablar y hablar y hablar aun tratando de encontrar el punto de la conversación en que bien por agotamiento, bien por aburrimiento, bien por ausencia total de más temas, no tuviéramos más remedio que sacar el tema que nos tenía a ambos sentados en dos sofás girando como moscas alrededor de la misma luz, con el mismo objetivo, pero sin querer ser ninguno de los dos quien sacara primero el tema.
-Hasta que finalmente fui yo la que te dijo que qué íbamos a hacer, que había venido a tu casa, que llevábamos tres horas hablando como pazguatos y que ya era hora de hacer algo o no hacer nada.
Pero qué podía suponer yo. Siempre tan seria. En las anteriores veces en que nos habíamos encontrado tan moderada en el control de la más mínima de las expresiones. Siempre recordándome la existencia de tu novio, vuestra vida en común, los proyectos juntos. Cómo suponer que, en realidad, desde el primer momento de nuestras conversaciones, deseabas tenerme en tu interior y sentirme en ti, si bien por nada más que por capricho, por curiosidad, por el mero hecho de decir lo hice, al final lo hice, al final estuve con este sujeto que sé que carece de relevancia en mi vida, pero con el que no quiero dejar de probar el acto más íntimo y al mismo tiempo el que más fácilmente se puede vulgarizar y convertir poco más que en una gimnasia en pareja.
-Tan pronto como te oí plantearme abiertamente la situación mis ojos se abrieron como platos, de pronto mi imagen de ti cambió, dejé de pensar que no sabías lo que querías y me di cuenta de que quien no lo sabía era yo, pues tú lo único que buscabas, como buena mujer con pareja, era la coartada de que hubiera sido yo el que te hubiera sacado la cuestión. Pero fuiste tú.
-Y tu reacción inmediata fue levantarme, cogerme de la mano, llevarme por el largo pasillo de tu apartamento hasta el dormitorio, recostarme en la cama, desnudarme y empezar a hacerme el amor una y otra vez en la hora que culminaron nuestros meses, sino años, de tontos requiebros.
-Y mientras te amaba sabía que amarte no llevaba a ninguna parte. Que tanto tu para mí, como yo para ti, no éramos más que una casilla en una lista de cosas por hacer. Una diminuta e insignificante casilla finalmente rellenada con la cruz del ya está hecho, finalmente lo hice, ya me puedo olvidar, ya puedo aparentar que nunca pasó, nunca lo hice, jamás le conocí.
Volviste a mi casa varias veces más y en todas se repitió nuestro teatrillo de la indiferencia. En todas hablamos tratando de parecer civilizados, de aparentar ser amigos, personas que hablan, que beben juntos, que tratan temas comunes y, por qué no, que casualmente en algún punto indeterminado de esa conversación se detienen, se ponen en pie, se toman de la mano, caminan veinte metros hasta un dormitorio, se tienden juntos en la cama y, con perfecta naturalidad, se besan, se chupan, se golpean vientre contra vientre, intercambian sus fluidos derramándose el uno en la otra y la otra en el uno con total convencimiento en el hecho inevitable de que en apenas treinta minutos volverán a charlar sobre materias perfectamente intrascendentes y en una hora se estarán despidiendo en el marco de la puerta como si apenas hubieran quedado para tomar el té.
-Y tú volvías con tu novio cada vez. Y doy por hecho que le preparabas la cena. Y que te duchabas. Y que también con él hacías el amor esa noche. Y que todo te parecía magníficamente normal y natural y carente de ningún tipo de culpa o carga o sentimiento que no fuera el de completa, absoluta y total indiferencia.
-¿Acaso para ti significó algo?
Sí, desde luego. Significó lo más valioso que un cuerpo le puede aportar a otro: breves momentos de placer. Perfectos instantes de vacío, inexistencia y olvido. El morbo de llevar a la práctica lo que anteriormente había imaginado. Descubrirte finalmente desnuda en mi cama. Agitándote turbada sobre mí. Esquivando mi mirada bajo mi sombra. Buscándome después de cada encuentro en el deseo de empezar uno nuevo. Para mí significó la belleza de lo cotidiano, la perfección de lo que se completa en sí mismo, de lo que no busca más que ser lo que es, el deseo de la nada culminado sin ningún sentimiento. Hacer el amor y sentir que se ha llenado un impreso del censo. Que se ha respondido a una instancia de la administración. Que se ha pagado una multa y se ha entregado el dinero con una sonrisa del irrelevante, del insignificante, del intrascendente deber cumplido.
Para mí significó cumplir un capricho. Saber de qué color seria tu miembro. Sentirlo en mi interior. Recibirlo sin más protección que la ofrecida por mis entrañas tibias. No calientes. No frías. Tibias como tibio fue todo lo que hicimos. Educado como educado fuiste tú al preguntarme dónde quería yo que mi dieras tus fluidos. Satisfactorio como satisfecho te sentiste al escucharme decir en mi interior, dentro de mí, donde terminan todos los caminos de esta historia, hasta donde llegarás para darte cuenta de que, precisamente porque te lo doy todo, no te doy nada, porque mi cuerpo se hace tuyo, el tuyo me entretiene durante justo el tiempo que yo decido. Ni una vez más. Ni una vez menos.
Intrascendente fue lo nuestro como intrascendente es la vida misma. Carente de motivo. Carente de razón. Movida apenas por la curiosidad, por el capricho, por la leve voluntad de satisfacer las necesidades de la carne y los vicios del alma. Hacer el amor y despedirse como amigos. Hacer el amor y sentir un orgasmo con la misma pasión con la que se llama un taxi un miércoles por la tarde. Hacer el amor y ofrecer el más profundo de tus secretos como se ofrece la carta de un restaurante. Con educación. Con cortesía. Con absoluta indiferencia. Así te amé. Así me amaste. Así nos amamos y por eso fue perfecto. Porque nunca pretendió ser más que eso. Porque siempre supimos que jamás sería más que eso.
-¿Deseabas enamorarte de mí?
-Deseaba frotar mi cuerpo contra el tuyo a oscuras. Para poder imaginar que eras cualquier otro. Cualquier otra. Cualquier persona. O, quizás, por qué no, tú mismo. Uno más. Un recuerdo. Una memoria pasajera. Un hombre. Una mujer. Alguien que estuvo. Alguien que jamás recordaré cuando me pregunten su nombre, sus apellidos y el sabor de sus labios.
Hay amores pasionales y terribles. Hay amores gélidos y mortecinos. Amores que con su fuego te cauterizan. Amores que con su hielo te paralizan por meses o por una vida entera. Hay amores de todos los tipos. Como hay amores entre amigos. Que se quieren y se aman. Que se respetan y se funden en uno. Hay tantas cosas. Pero ninguna alcanza la perfección a la que llega la intrascendencia. El amor nihilista al que tú y yo nos entregamos. En el que no había amor. En el que no había deseo. En el que no había nada. Y en el que, sin embargo, todo lo que hubo fue perfecto. Quizá estemos huecos. Quizá no merezcamos más que lo que nos dimos. Quizá seamos unos hipócritas. O quizá fue sólo aburrimiento. El amor de los aburridos. De los que decidieron traicionar a sus parejas y acostarse durante semanas porque por qué no, porque qué más da, seguramente ni será placentero, pero tampoco me importan mucho las consecuencias, no me interesan los efectos, sólo quiero dejarme ir, dejarme llevar por la corriente a la que nos arrojamos por pura indiferencia. La vida. Ese cauce que nos trae de la nada y a la nada nos lleva.
El nuestro fue un amor carente de sentido. Por eso, de todos mis amores, es uno en los que más feliz he sido.