A mis 40, veinte: Decimoséptimo Capítulo. Un instante de felicidad.


Un instante de felicidad

 

Tú no lo recuerdas, pero hace varios años fui feliz. Duró un segundo. Apenas un breve instante que se desvaneció tan pronto como quise apoderarme de él. Tome conciencia de su existencia justo cuando ya se iba, cuando ya no estaba, cuando no era más que un recuerdo en mi memoria ahora casi agotada. La imagen pretérita de lo que había sido un destello de felicidad. El espejismo que tratamos de aprehender y se nos escurre entre los dedos. Quizá cuando termine de contártelo ya no seré capaz de recordarlo. Así que, por favor, te pido que lo recuerdes. No es necesario que respondas. No es necesario ni que me hables. Pero sé tú mi memoria. Sé tú la que, cuando yo ya no esté, diga él vivió ese momento. Me lo contó. Existió. Él mismo lo hizo, pues, si un hombre fue capaz de ser feliz, aunque fuera sólo por un breve momento, ¿acaso alguien podrá negar que su existencia fue real?

¿Sabes cómo fue mi momento? Tú fuiste la protagonista. Tú a mi lado. Tú de pie en un pasillo de mi apartamento. Con tu taza de café soluble en las manos. Vestida tan solo con una de mis camisetas. Descalza sobre las baldosas blancas. Iluminada a las cuatro y media de la tarde por el sol que ya no quiere calentar, pero que aún es capaz de dotar a una sonrisa de un calor que nada en este mundo es capaz de igualar. Te estoy viendo en este mismo momento. Mientras te lo cuento te veo años atrás. Tu sonrisa abierta. Tu mirada alegre. Tus labios extendidos. Tus ojos levemente achinados. Tu piel brillando llena de vida. Tus cabellos cayendo tranquilos sobre la vieja tela blanca de mi camiseta que cubre las curvas de tu cuerpo. Me salgo del tiempo y del espacio y en el reino de los recuerdos nos veo detenidos en ese pasillo. Cuando aún no sabíamos, no éramos capaces de sospechar, que ya nos quedaban pocos momentos de sencilla felicidad como aquel. Que ir a la cocina, preparar dos cafés y volver al dormitorio charlando con ellos en la mano, sería el último momento feliz que yo recordaría de lo que un día ya pasado fue nuestro amor.

Yo te quise. Ni tan sólo supe que te quise cuando lo hice. Pero es cierto que lo hice. A veces sólo somos conscientes de nuestros sentimientos cuando ya no están, cuando murieron triturados bajo la sierra dentada de nuestros errores. Como un espectro irreal camino alrededor de la pareja que fuimos en aquel pasillo y veo la cama al fondo de la escena. A donde nos dirigíamos para ver juntos un nuevo capítulo de nuestra serie favorita. Una tarde de domingo. ¿Habrá algo más perfecto que ser feliz una tarde de domingo?

Pero ya no estás. Hace años que ya no estás. Sólo en mis recuerdos que cada vez son menos. Sólo en mi memoria que cada amanecer es capaz de retener menos momentos. ¿Qué fue de nosotros? En qué momento todo se volvió imposible. Fue culpa mía. Todo fue culpa mía. Yo sujeté ese momento, ese pasillo, esa sonrisa iluminada por el sol del ocaso, y los arrojé contra el suelo rompiéndolos en mil pedazos. Tantos que, ahora que nos veo congelados en el pasado, mis pies descalzos se hieren al sentir bajo ellos el crujir de los pedazos rotos de nuestro momento. Del amor que un día fue. Que yo creí que sería para siempre. Que tú creíste que sería para siempre. Pero que los dos sabíamos, tan adentro que no éramos capaces de reconocerlo, que estaba destinado a no ser para siempre.

Ahora te escucho llorando al teléfono. Diciéndome que qué podías hacer, que qué te quedaba por hacer, que ya no querías hacer nada. Ahora me veo sentado en el sillón en el que escuché tus lágrimas paralizado, helado, sin ser capaz de reaccionar, sin apenas poder parpadear. No pudiendo vocalizar, no sabiendo responder, dándome cuenta aterrado que no iba a hacer nada por impedirlo, que nuestro amor había estallado y yo no iba a moverme del sitio para recomponerlo. Porque ya no podía ser recompuesto. Porque mi egoísmo y mi necedad lo habían destruido en pedacitos demasiado pequeños. Ahora te escucho llorando y me ensordece mi silencio, la crueldad de mi falta de sentimientos, mi incapacidad de sentir nada, mi saber que la muerte es irrelevante cuando en vida los sentimientos no son capaces de empapar tu alma por más que caigan sobre ti con la forma de las lágrimas de aquella a la que amas.

Yo te amaba. Pero no fui capaz de decirme que lo hacía. Mírate de pie a mi lado. Mírate en ese momento en que confiabas en mí. En que me amabas. En que me perdonabas mis pecados y tan sólo pedías descansar echada a mi lado. Mi fantasma camina alrededor de nuestras figuras detenidas en el recuerdo y se da cuenta de que, detrás del sol que nos iluminó en ese instante, sutiles y casi imperceptibles sobre las paredes y el techo, se deslizaban decenas de sombras aterradoras. Ahora que estoy fuera del mundo y veo el recuerdo desde la distancia, me doy cuenta que justo a tu lado, en la pared que había a tu derecha, escalaba la pared una sombra de sonrisa monstruosa cuyas garras salían poco a poco del muro para ceñirse sobre tus hombros. Ahora que puedo mirarlo sin miedo, veo que justo entre nosotros, en el suelo, apenas rozando tus pies descalzos, había un colosal escarabajo rojizo que alzaba su cabeza en dirección a tus muslos mientras paría mil crías que se lanzaban hambrientas hacia mis piernas. Nosotros veíamos el sol y nuestras sonrisas. Nosotros veíamos aquel fugaz instante de felicidad. Pero el destino ya nos había condenado. La vida sólo esperaba el momento de devorarnos.

Después vinieron los falsos ídolos. Después el diablo tomó cuerpo y me miro a la cara desde el espejo. Un diablo que salió de mi pecho porque yo le llamé para que saliera. Un diablo con cuerpo de ángel y sonrisa ausente que, sin saberlo, aceptó ser un personaje, apenas una marioneta mecánica, triste y secundaria, en el drama que la fatalidad me había reservado. El segador. Aquel que mata al protagonista en justo castigo decidido por los dioses. Y, créeme, el castigo fue atroz. No eres capaz de imaginarlo. ¿Merecido? Ningún castigo lo es. Los castigos sólo sirven para calmar los deseos de venganza y hacernos creer que hay justicia en este mundo. Pero no existe la justicia. Sólo el azar. Sólo el caos. Sólo el desorden del que las buenas personas tratáis de huir y que a los niños obsesionados con la libertad nos atrae suicida y absurdamente. No había otra opción. No había escapatoria. Tu dolor debía ser purgado. Y un monstruo de dedos de araña salió del infierno para llevarme con él al más profundo de sus círculos. Donde eternamente te devoran el corazón los recuerdos, donde el pasado son tenazas que no te dejan respirar, donde ser estatua de sal es un final deseado porque al menos la sal no siente, a la sal no le duele el remordimiento, a la sal no le duele nada.

Tantas historias en las que mis palabras conjugaron el placer, el calor y la pasión y contigo, con quien el placer y la pasión fueron tan desbordantes, sólo soy capaz de recordar el amor. El amor que no se vocalizó. El amor que sentí en aquel breve momento de felicidad. El amor que fue anegado por el dolor salvaje que tan atrozmente tomó forma de palabras en tu llamada, meses después, en la que me dijiste que ese momento de felicidad no volvería a producirse, nunca se había producido, nadie jamás lo recordaría. Pero yo lo recuerdo.

-¿De verdad me quisiste?

De pie junto a nosotros. En aquel pasillo ahora tan lejano. Iluminados por aquel sol que ya no existe. El hombre joven. La muchacha hermosa. Como sombra del futuro, como fantasma que está junto a ti sin que lo sospeches, de pie a tu lado deslizo el dorso de mi mano en tu mejilla sonriente sabiendo que nunca más te la deslizaré en ningún mundo más allá de en mis recuerdos. De pie quisiera abrazarte y decirte lo siento, perdóname, te quise, te quise, de verdad que te quise, ahora lo sé. Pero ya no puedo. Ya no tengo cuerpo. Ya no soy más que un fantasma que vive en un recuerdo. Miro al hombre frente a ti. Me miro a mí mismo varios años más joven y en mis ojos veo una sonrisa calmada, un gesto tierno, una mirada que sinceramente quiere quererte y que no es consciente de cuánto daño ya te ha hecho y cuánto aun te hará. Le miro y no sé quién es. ¿Soy yo? ¿Quién fui yo?

-¿De verdad me quisiste?

-¿No me crees?

-Ahora sé que nunca debí creerte.

El recuerdo se desvanece. El recuerdo se va. El recuerdo se fue.


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