A mis 40, veinte: Decimosexto Capítulo. La esfinge sin secreto.


La esfinge sin secreto

 

-¿Quién eres?

Echados en una cama que es un mundo donde las sábanas siempre están desordenadas y los sentimientos escondidos bajo las almohadas, mis dedos se deslizan sobre tus mejillas claras, junto a tus ojos envueltos en maquillaje negro, en tu frente relajada, perdiéndose entre tus cabellos oscuros. Tres destellos de sol cruzan los pliegues de las persianas bajadas, rompen las penumbras que nos ocultan, se posan sobre nosotros y muestran mi mano sintiendo el contorno de tu piel blanca, el dulce arco que tu cadera forma tumbada de costado, el universo que habita en tu vientre que sostengo en la palma abierta, los dedos extendidos, la mirada en la tuya que no parpadea, que me observa dibujarte en mi memoria, que sigue mis movimientos en silencio en esta tarde cualquiera, de un día cualquiera, de un mes cualquiera, de una vida cualquiera. La tuya, la mía, tus hombros desnudos desde los que salta un rayo de luz que me deslumbra en el momento en que me atrevo a mirarte tan fijo como tú me miras y como nadie salvo tú está autorizado a mirar en esta historia.

-¿Quién eres que te veo y no sé lo que veo?

¿Sonríes? Pareces esbozar una leve curva en tus labios pintados. Pero, será la luz escasa, será la vida agotada, serán mis ojos que no pueden apartarse de los tuyos, lo cierto es que no puedo asegurarlo. ¿Me sonríes o soy yo que he perdido la razón de tanto tratar de encontrar sentido a tu presencia en mi vida, a tu carne junto a la mía, a tu alma compartiendo el espacio que al destino le roba la mía?

-Eres una esfinge.

Una criatura mitológica que nos contempla sin gesticular y nos invita a imaginar qué será lo que habita en su interior. Si nos devorará, si nos amará, si no serán lo mismo una y otra cosa. La vida es una peonza lanzada sin control que todo el mundo ansía controlar sin darse cuenta que al controlarla la detienen, que al frenar su giro paran su propia vida, que la vida nació para no tener ni control, ni porqué y que, al buscarlos como necios, lo único que hacemos es deshacerlos como se deshacen los sueños en nuestra memoria cuando al despertar tratamos de recordarlos.

-No soy nadie.

Pero si lo eres. Eres la mujer a la que acabo de hacerle el amor. Eres la muchacha a la que he desnudado. Eres la niña a la que he besado. Eres la duda a la que le abrí la puerta, que vi caminar descalza sobre el suelo infinito de mi apartamento, que se giró y me observó sin decir nada, dejando caer la cabeza sobre el lateral de su cuello mientras la realidad se desvanecía, el exterior desaparecía y lo único que quedaba era tu vestido sobre las baldosas templadas y mi cuerpo avanzando hipnotizado hacia el tuyo que retrocedía poco a poco.

-Y aquí estamos.

Sin saber quién es el lobo y quién el cordero. Quién la víctima y quién el victimario. Como si alguna vez fuera posible saber tal cosa. Como si no fuéramos siempre ambas cosas y la única diferencia entre una y otra fuera algo más que un sentimiento, una sensación, una subjetividad carente de importancia porque, cuando las bocas se abren, las dos se comen mutuamente y, cuando las entrañas se entregan, no hay quien sea capaz de mantener la cordura y recordar quién era antes de que todo se volviera girar y girar, marearse sin remedio, perderse en el otro hasta que no se es nada, nadie, sólo un momento, un instante, un recuerdo que quedará en la memoria de quien nos amó y que quizá ya nunca nos vuelva a amar.

-¿Tú quién crees que soy?

Llevo una semana pensándolo. Desde que entraste en mi vida. Desde que te introduje en mi vida. Desde que nuestras vidas se cruzaron y nos llevaron a esta tarde en la que nos miramos tumbados uno frente al otro en una cama que habría de ser el diván de un psicoanalista para que el serio Freud o el buen Jung nos dijeran quiénes somos. Tú, una muchacha que en ocasiones parece la reina de los piratas y en otras una sirenita varada; que a veces habla como si su pecho guardara más historias que los vividos por la tabernera del puerto y a veces se comporta como la hija de largas trenzas negras del capitán puritano que mandó al loco Ahab a buscar ballenas sin saber que salir de caza suele terminar con el cazador cazado.

-No sé quién eres.

Quizá ni tú lo sepas. Quizá mi incapacidad para adentrarme en tu mente no sea a causa de la dureza de los muros, sino a la inexistencia de muros, a la falta de habitaciones en la fortaleza, de muebles en las habitaciones. Quizá el terrible secreto de la esfinge es que no tiene secreto alguno. Que lo que creemos misterio es simple vacío. La nada mirándonos y riéndose de nosotros y nuestra frustrada obsesión por entender lo que nos rodea, darle sentido, guion y razón a nuestras vidas y sus personajes cuando ni la una, ni los otros, acostumbran a ser más que un teatro y las sombras que en él circulan; ausentes, perdidas ellas mismas, preguntándose lo mismo que nosotros; incapaces de responderse. Tal vez no seas más que un vidrio trasparente. Tal vez lo que parece misterio no es más que silencio y lo que parece arcano es no tener nada que decir.

-Probablemente no haya más explicación que tu locura.

Mi fascinación ante una cara bonita, un contorno hermoso, una sonrisa que se esconde en mi pecho cada vez que tiene que reír, un cuerpo al que no puedo tener a mi lado si no es desnudo porque los atardeceres de otoño, las pinturas tenebristas y las pieles hermosas fueron hechas para disfrutarse a media luz, en privado, sin nadie que nos distraiga. Quizá no sea más que superficialidad, incapacidad de ver más allá de lo que se muestra a los sentidos. A lo mejor detrás de tu misterio no se esconda nada salvo mi triste verdad: la de un poeta abandonado a su suerte en busca de un breve momento de belleza, algo que le dé, si no sentido, sí al menos hermosura a algo tan triste como es vivir y no morir de puro aburrimiento.

-Tú has sido mi primero.

Y quiero creerte, pero no te creo. No soy capaz de creerte. En el fondo, ¿qué más dará? Como si vivir fuera colgarse medallas en el pecho, caminar y caminar sin descanso cuando, en última instancia, todos hemos de llegar al final del camino para descubrir que el camino viene de la nada, va a la nada y nunca hubo en él nada salvo nuestra incapacidad para disfrutarlo a causa de nuestra malsana obsesión por buscar su origen y su destino aun ignorantes de que el día en que descubrimos que ni el uno ni el otro existen, ya ningún camino queda salvo el que el olvido dejó abierto para nosotros. El agujero infinito que nos espera y al que nadie evitará que nos precipitemos preguntándonos cuándo pasó todo, cómo es que fue tan rápido, en qué momento la vida tuvo lugar y por qué no hubo quien me avisara de que todo tenía un final, que la vida no era para siempre y que, cuando no existas, dará igual si alguna vez de verdad lo hiciste porque ni el recuerdo quedará de ti.

-Un acertijo.

-¿Eso soy?

-Un misterio.

¿Eso soy?

-Un enigma.

-¿Eso soy?

Quizá sí. Quizá no. Quizá tus pechos perfectos en mis manos sean la respuesta. El calor de tus muslos envolviendo mis caderas la solución. Los relámpagos que me causas al moverte sobre mi vientre la única explicación sensata. La que dice que nada somos, de la nada venimos, a la nada vamos y nada seremos. La que niega cualquier razón y nos vuelve accidente sin motivo ni voluntad de tenerlo. Así pues, vivamos. No pensemos. No sintamos siquiera. Sólo vivamos. Atrevámonos a vivir como esfinges sin secreto, niñas bonitas carentes de biografía, mujeres sin pasado. Personas solitarias que el azar hace cruzarse unas con otras. Sombras que ya se van. Que ya se fueron. Que, realmente, nunca estuvieron.

-No sabes quien soy.

-¡Qué más da quien seas!


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