A mis 40, veinte: Decimotercer Capítulo. Empezó en un taxi.


Empezó en un taxi y terminó en un avión

 

Hay relaciones amorosas que empiezan en un bar. Otras en una esquina solitaria. Las más de las veces lo importante no es donde empiezan, sino donde terminan. Esto es así porque el comienzo de casi todas las relaciones acostumbra a ser más fruto de la casualidad que de la voluntad, mientras que el final de la mayor parte de ellas sí que suele ser el resultado de la voluntad, generalmente de una de las partes en nombre de las dos.

 

No obstante, la vida real es a menudo más compleja que la observación casual de un diletante profesional. Así me sucedió a mí, sin ir más lejos, con aquella muchacha que conocí en un taxi y a la que vi por última vez en un avión. El culpable de todo, como suele ser habitual, fue el taxista. Un taxista con el que yo acostumbraba a movilizarme de uno a otro lugar en aquella ciudad en la que nadie en su sano juicio habría nunca comprado un coche con intención de conducir sólo. Un taxista que una noche cualquiera, cuando me recogió en el punto convenido, me informó, según entraba yo en su vehículo, que la muchacha que había ya sentada en la parte trasera del taxi era otra cliente habitual como yo, que daba la casualidad que aquella noche recibió su llamada a la misma hora que la mía y que se dirigía más o menos a la misma zona de la ciudad que yo. No le importa que vayamos los tres juntos, ¿verdad? La dejo a ella primero y ya seguimos recto a su casa. No me importa para nada, dije. Más aun cuando la muchacha tiene alrededor de los 25 años y es bastante agradable a la vista, pensé para mis adentros.

 

Lo que pasó a continuación era lo previsible: saludos, conversación casual y bastante insustancial, sonrisas amables, intercambio de teléfonos, hasta luego, hasta pronto. Guapa, ¿verdad? Me preguntó el taxista. Sí, muy guapa. Le respondí yo. Es arquitecta, ahí donde la ve. Muy inteligente. Una familia muy conservadora. Sin embargo, tanto ella como la hermana aparentan serlo para luego… ¿Para luego? Para luego ser justito lo contrario. ¿En serio? Totalmente, escríbale y lo comprobará. Si le ha gustado, y seguro que le ha gustado, en un par de citas, o tal vez menos, la tendrá ya en su dormitorio y no precisamente hablándole de arquitectura.

 

Tal como mi amigo el taxista me insistió, no tardé en escribir y quedar con ella. Muy simpática, aceptó mi propuesta y quedamos a cenar en una hamburguesería con ínfulas de la zona bonita de la ciudad. La conversación fue en todo momento educada y en ningún punto se desvió a posibles encuentros amorosos posteriores. De hecho, cuando la dejé en otro taxi y volví para mi casa, al entrar en mi dormitorio no paraba de pensar este taxista es un exagerado, la muchacha no es tan lanzada como él me dijo, el tipo me llenó la cabeza de cosas que nada tienen que ver con la realidad. Justo en el momento en que mi mente se perdía en dichas ideas escuché el doble pitidito que indicaba que me acababa de llegar un mensaje de texto. Al abrirlo vi que era de ella. Y no era texto, era una foto. Un primer plano de su sexo abierto y empapado y unas breves palabras: así me dejaste hoy.

 

-Quizá ese taxista sí tenía razón…

 

Al día siguiente vino a mi apartamento y todo lo que tenía que pasar pasó. Después de eso un par de noches más lo mismo. Y tras tres o cuatro encuentros de esa índole, nada. Desapareció de mi vida durante varios meses. ¿Ha sabido algo de ella? Le preguntaba yo al taxista. Sí, claro. Sigo llevándola de aquí para allá. Ha empezado a salir con un chico. Lo ha presentado en su casa. Se podría decir que son novios. Pero usted conoce a la muchacha. Ella sigue teniendo sus historias de perfil bajo sin que lo sepa su familia, ni mucho menos el muchacho. Yo lo sé porque soy yo el que la llevo a ellas.

 

Una tarde, unos tres meses después, me llamó. ¿Cómo estás? Bien, leyendo y tomando un café en una cafetería debajo de mi apartamento. ¿Quieres que nos veamos? Me preguntó. ¿Cuándo? ¿Ahora? Le dije yo. Sí, ahora, si tú quieres. En una hora o así, el tiempo de bañarme, vestirme e ir donde me digas. Bueno, pues ven a mi casa. No, a tu casa no. Necesito poder dar un motivo razonable a mi familia para volver tarde en la noche. Entonces, ¿te parece mejor si nos vemos en un hotel? Sí, un hotel me permite inventarme algún acto, una cena de amigos, alguna cosa. ¿En dos horas en el hotel tal? Perfecto. Allí nos vemos. Y allí nos vimos. Yo fui vestido con normalidad. Unos jeans y una camisa. Ella llegó con un traje de noche espectacular. Totalmente fuera de contexto en una recepción de hotel que, un domingo por la noche, estaba por completo vacía. Precioso vestido, le dije yo. Sí…, me lo regaló mi novio hace un par de semanas. Como ya te dije, he tenido que inventarme una cena de empresa para poder salir de casa.

 

Subimos a la habitación y durante dos horas, y sin su vestido de puesta de largo, disfrutamos sin freno el uno de la otra y la otra del uno. A continuación, me dijo que se iba y, sin apenas tiempo para nada más que darme un beso en la mejilla, se fue dejándome aun desnudo en la cama del hotel. No diré que sintiéndome usado, pero sí bastante agotado, porque ese día unas pocas horas antes ya había estado con otra amiga protagonista de un capítulo anterior de esta historia. A partir de ese momento, le pierdo la pista. No sé más de ella y, si he de ser sincero, tampoco me intereso mucho más por ella. Muchacha linda (metro sesenta y cinco, pelo negro, piel blanca, delgadita de suaves curvas, de expresión tímida y brillo de perpetua travesura en los de ojos…) y de alma lo suficientemente libre como para que cualquiera sensato se diera cuenta que no tenía sentido ir tras ella. Las hay que vinieron para quedarse y las que antes de terminar de llegar ya se estaban yendo. Cada cual es como es y pretender que alguien sea lo que no es no lleva más que al fracaso y de allí a la melancolía. Una relación de amor cualquiera. Una ilusión frustrada. Una tarde lluviosa de martes a las cinco de la tarde.

 

Esta historia no tiene mayor misterio. A mí me causó algún que otro problema. Unas fotos tomadas por un ocioso malintencionado. Un rumor que hubo que sanar con una tercera implicada. Dos conversaciones. Poco más. Ella ya me había confesado, casi desde nuestra primera relación, que se acostaba conmigo por curiosidad de hacerlo con un extranjero como era yo en su país. No sé si esperaba que hablara otro idioma o que llevara traje regional mientras se lo hacía. Dije que la relación terminó en un avión. Así fue. Años después esperaba yo la salida de mi vuelo en la capital de país y allí estaba ella. A unos veinte metros sentada en una fila de asientos del aeropuerto. Junto a un hombre pelirrojo y que aparentaba ser su pareja. Ella me vio. Me hizo un levísimo gesto de saludo con la cabeza que su compañero no percibió y se hizo la tonta. Yo también. No tenía realmente nada de qué hablar con ella y posar de educado con alguien con quien no hiciste más que intercambiar fluidos hace algunos años tampoco es estrictamente imprescindible. Menos aun cuando la susodicha está acompañada de un hombre que supongo que no tiene como primera prioridad en su vida charlar civilizadamente con un tipo que ha visto a quien quizá sea el amor de su vida gritando presa de la pasión mientras muerde una almohada.

 

Pero la vida en ocasiones tiene momentos interesantes y no hay nada más horrible que la vida regalándonos momentos interesantes. Así que subí al avión y el destino y la ridícula tragedia quisieron que me sentara justo en la fila delantera a la de mi querida conocida y su acompañante. Ellos ya estaban en sus asientos. Ella me vio caminar por el pasillo. Me vio acercarme y llegar a mi puesto. Me vio subir mi equipaje al compartimiento superior. Me vio sentarme. Me vio continuar con mi vida tratando de ignorarla su presencia. Y entonces, sólo entonces, tuvo la feliz ocurrencia de ponerse de pie, darme unos golpecitos en el hombro y, antes de que me diera tiempo a girarme, dirigirse a quien después supe que era su recién estrenado marido, para decirle te presento a mi amigo tal, le conozco desde hace muchos años, haciendo que el pobre desgraciado, que parecía tonto, pero no tanto como para no darse cuenta que lo artificial y forzado del momento decía a gritos este individuo y yo nos acostamos antes de que tú supieras que yo existía, o quizá no, o quizá sí, me saludara con una sonrisa bovina, me diera la mano y balbuciera hola, cómo estás, encantado, es un placer, para escucharme devolverle el saludo sin dejar de mirarla a ella, me volveré a sentar, os daré de nuevo la espalda, por favor no me escuches pensar que Dios quiera que no te presente a todos sus amantes como lo ha hecho conmigo porque, si ya me das lástima ahora, más creo que me darías si confirmara lo que todos intuimos: que ella se casó contigo y me olvidó a mí, pero sigue siendo ella y de eso jamás se olvidará.

 

Y se acabó. Empezó en un taxi. Terminó en un avión. Nunca más la volví a ver. Quizá esa noche discutieron. Quizá hicieron el amor. Quizá ella le puso los cuernos con media ciudad. Quizá no. No lo sé. Me da igual. Tantas selvas por desbrozar. Tantas mujeres a las que perdonar. Tantos recuerdos que olvidar.

 

Y no hay manera de hacerlo.


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