A mis 40, veinte: Quinto Capítulo. El triunfo de la hipocresía.


EL TRIUNFO DE LA HIPOCRESÍA

 

-He pensado que, ya que tienes novio formal y te preocupa que te vean conmigo, en lugar de ir a la cafetería que habíamos dicho, mejor subamos a tomar ese café a una habitación que he reservado en este hotel. Subimos, lo pedimos a la cafetería, nos lo traen a la habitación y así podemos charlar sin que nadie nos vea, ni nos moleste. ¿No te parece más adecuado?

Ella me mira con los ojos muy abiertos. No acaba de convencerle mi propuesta. No está segura si, tan inocente en las formas (mi rostro brilla alumbrado por una sonrisa beatífica), no será una maligna treta cuyo objeto no sea otro sino llevarla al catre.

-Bueno…, sí, subamos.

Por supuesto que es una maligna treta. Evidentemente, busco llevarla al catre. Y ella sabe que es así. Y yo sé que ella lo sabe. Y ella sabe que yo sé que ella lo sabe. Y etc. etc. Habría que ser muy tonta para no comprender mis intenciones ofensivamente explícitas. O concluir que la mejor manera de justificar tu comportamiento es parecer tan tonta que a ti misma te convenzas. ¿Quién es tan descarado como para quedar a tomar café con una mujer y en paralelo reservar una habitación en el hotel que hay frente a la cafetería en la que se ha citado con ella?

-Yo, amigos y amigas.

Nada de romper la cuarta pared. Esto no es una narración experimental, sino la descripción estricta y fidedigna de los hechos tal y como acontecieron. Así pues, hagan el favor de observarnos cuando entramos en el hotel, cuando subimos en el ascensor, cuando llegamos a la habitación, cuando nos tumbamos en la cama y durante el largo rato en el que ella no quiere aceptar que quiere serle infiel a su pareja y así me lo explica una y otra vez casi al mismo tiempo que procede a desnudarse.

-Creo que en este momento estoy enamorado de ti.

Digo moviéndome sobre ella y ella me mira con una deliciosa expresión de culpabilidad en las turbadas facciones. Contrita en cada gesto cuando yace debajo de mí, está convencida de que mis palabras no son verdad. Qué sorpresa se llevaría su supiera que en ese preciso instante en el que se las dije, en ese y no en otro, fueron palabras sinceras. Ella prefiere creer que todo es falso, que nada es más que un teatro detrás del cual se esconde el deseo y la perversión. Su pecado es mucho más fácil de aceptar si se dice a sí misma que no hay emociones tras él, sino apenas instintos que una vez satisfechos se desvanecerán sin dejar nada salvo el presente recuerdo del placer y el quizá futuro sentimiento de culpa. Pero, ay, el futuro. Lo que importa es el aquí y el ahora. Lo que nos define es el aquí y el ahora.

-Todo es por ti, que eres un diablo.

Unos días después de la aventura del hotel, ella acepta de nuevo cuando la invito a ir a mi ciudad natal. Excursión de una noche. Vamos, pasamos la noche juntos y por la mañana volvemos. Puedes inventarte cualquier excusa. Él te creerá. Ellos siempre desean creeros.

-Dime dónde quieres que te recoja con el coche.

En el aparcamiento de un centro comercial a las afueras de la ciudad, es su respuesta. Maravilloso. Conozco el lugar. Justo al lado de un restaurante de comida rápida. Una hermosa esquina del mundo cargada de romanticismo donde poco la distinguirá de las señoritas que venden su cuerpo al otro lado de la carretera. Pero ella cree que allí nadie la verá subirse al coche de un hombre que no es su pareja. ¿Es ese el tipo de juego que te gusta? Bueno, juguemos entonces.

-Te propongo que me esperes en ese aparcamiento con un vestido de tirantes. De esos vaporosos con estampados de flores. Sin ropa interior.

-¿Cómo?

-Así el trayecto en coche será más emocionante.

Y no sólo el trayecto. Toda la tarde previa. Una mujer cariñosa y dulce que una hora antes estará con su amada pareja y al día siguiente volverá a su lado, pero que durante la noche dedicará sus desvelos a esperar a un desconocido en un sórdido aparcamiento, en la oscuridad y vestida con las leves telas de la traición. Sugerente imagen en la que pensar cuando, conforme a lo convenido, la recojo a la hora pactada, sube al coche e inmediatamente mi mano comprueba si ha actuado conforme a lo solicitado.

-Lo hiciste. Creí que no lo harías.

-Es por ti…, tú me convences de todo. A mí no me gusta esto.

Bellísima hipocresía. Tan perfecta que ella no es consciente de ser su encarnación. Ella de verdad vive convencida que es sólo una pobre mujer excitada en manos de un turbio hombre de nula moral y enorme capacidad de convicción. Al notar mi mano, sus muslos se separan sobre la tela del asiento del coche. No hay resistencia. No hay voluntad de oponerse a lo que se desea tan firmemente. Palabras. Sí, las palabras vuelan, dice el dicho. Lo que queda son los actos de la carne. Avanzamos por la autopista y será la noche, será el tacto de mi piel sobre la suya, será el misterio de la vida, pero los cristales poco a poco se empañan. Tanto, que llega un momento en el que me descubro a más cien por hora sin ver nada frente a mí.

-Abriré un poco las ventanas.

-Sí…, y para de hacer lo que me haces desde que salimos, por favor…

Pero los muslos no se vuelven a juntar, sino que permanecen bien separados. Los talones de los pies descalzos sobre el asiento, inmóviles mostrando ofrecido aquello que se dice querer proteger del tacto supuestamente no deseado. Todo son afirmaciones que contradicen a los actos, actos que niegan las afirmaciones. Morales que necesitan mantenerse incólumes y carnes que ansían sentirse tomadas al asalto. Una mente que niega orgullosa y unas entrañas que sólo saben pedir más. Permanente juego de mujer que necesita sentirse buena, aunque sabe que lo que hace es malo, es falso, es mentiroso para con aquel que la espera confiado en casa, amante en su cama, enamorado en su vida. Todo es engaño y traición, pero aquellos que engañan son también seres humanos que han de vivir consigo mismos. Por ello, qué mejor que el diablo. Qué mejor que alguien que satisfaga todos sus deseos y, entre todos ellos, el más ansiosamente deseado: ser alguien a quien poder culpar de todo.

-Voy al baño, espérame aquí.

Y la espero. Y sé que del baño saldrá desnuda y pretendiendo hacerse la sugerente. Como si este hotel de playa fuese un mundo fuera del mundo y ese baño un vestidor del que salir con una piel nueva, un alma ajena, un yo que poder usar una noche para después colgarlo de una percha y volver sin tacha a una vida de sonrisas, besos, te quieros y valiente hipocresía.

-Ponte de rodillas.

Obedece al instante.

-Acompáñame a la terraza.

Me acompaña indiferente a los huéspedes de otras habitaciones que puedan vernos.

-No traje protección.

Ignora mis palabras y quizá dentro de unos meses su pareja disfrute el resultado y hasta le dé sus apellidos. No pongan esa cara. Son cosas que pasan. No miren para otro lado. ¿Creen que a ustedes no les ha pasado? Bueno, cada cual es libre de decirse lo que mejor pueda para convivir con los suyos y seguir considerándolos tales.

-No confío en ti. Siempre me has parecido un manipulador.

Algo de razón tiene, no se le puede negar. La primera ocasión en la que tuvimos intimidad me negaba unas prácticas y me permitía otras porque las segundas estaban restringidas a su pareja. ¡Qué perfecta y honrada fidelidad! Llegado el momento le comenté que, si había dejado hacer según qué cosas a mis dedos, tampoco habría tanta diferencia si lo que las hacía fuera mi…

-¡Calla! Como lo dices todo tan serio es imposible no creer que lo que propones no sea razonable.

Por supuesto que lo es. Para mí. Y para ella. La única diferencia es que yo lo acepto y ella quiere creerse poco menos que tomada a la fuerza para justificar la triste realidad: que no quiere tanto a su pareja como dice, que nunca la ha querido tanto, que nunca la querrá tanto y que lo que de verdad le gusta, lo que le vuelve loca, lo que le hace sentirse viva, es lo que jamás aceptará en público. ¿El sexo? No, qué va. El sexo es la excusa. Es la mentira que esconde el verdadero pecado: la mentira, la traición, el engaño. Sentirse sucia. Vivir la emoción de quizá ser descubierta. Serlo y vanagloriarse cínica. Arrojarse al barro y chapotear en él. Ser todo aquello que desde niña le han dicho que está mal. Hermosos moralistas aquellos. Le prohibían a ella lo que pueden ustedes jugarse lo que quieran a que ellos hacían en ese preciso instante. ¿Todo es hipocresía y nada es verdad? Cuando la mentira se vuelve tan habitual, la verdad se convierte en la única verdadera mentira.

-No me lleves a mi casa. Déjame dos o tres calles más arriba.

No sea que él me vea llegar con otro, le falta decir. Como si le importaran sus sentimientos de pobre hombre engañado. ¿Acaso le importan los demás? A nadie le importan los demás. Lo único que le importa a ella es ella misma. Su deseo. Su voluntad exigida y satisfecha. Su abandonarse por la noche al diablo y amanecer a primera hora de la mañana desayunando junto a su esposo. Una y otra vez. Durante todo el tiempo que se pueda. Antes de que se vuelva aburrido. Antes de que las mentiras dichas a uno mismo se agoten y haya que buscar otro amante al que decírselas como si fueran nuevas.

-¿Me quieres?

-Sí, te quiero.

-¿Y a él?.

-A él también lo quiero.

¿Es posible querer a dos? En realidad, sólo se quiere a una persona. Siempre a la misma. A la que más se odia de todas.

 


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