A mis 40, veinte: Undécimo Capítulo. Sonriente mujer mediterránea.


Sonriente mujer mediterránea

 

-Al principio eras tú el que me buscabas. Recuerdo aquella primera noche en que nos besamos en mi portal. Creo que el amor pudo contigo. Siempre fuiste un romántico. Al menos, en aquella época. Desde ese día te presentabas en mi casa con flores, con dulces, te hacías el encontradizo… Y a más atención me prestabas tú, menos te dedicaba yo. Cómo son las cosas… Pasaron tres o cuatro años y fui yo la que sentí despertar algo en mí hacia ti. Justo cuando tú ya no mostrabas interés alguno en mí. Se quiere lo que no se tiene y a más difícil es el tener, más fuerte es el querer. Pero a mí me fue mejor que a ti y conseguí tenerte. ¿Recuerdas esa primera tarde en la que te llamé? Se suponía que lo hacía para proponerte tomar un café en la cafetería de la biblioteca pública en la que a veces coincidíamos. Una hora más tarde yacíamos en la cama de un hotel cercano. La primera vez que nos vimos desnudos. La primera vez que hicimos el amor.

 

A partir de ahí se desató la pasión. Nos veíamos y casi nos devorábamos. Durante unos pocos meses la atracción fue tan intensa que una tarde acabamos en un centro de salud pidiendo una solución de emergencia para un encuentro que se nos fue de las manos en la cama de tu dormitorio. Qué calor hacía en esa pequeña estancia, tan abigarrada, tan repleta de tus cosas y de tu olor. Sentí que me abrasaba y casi consigues que nos abrasáramos los dos juntos. Aquella tarde me pregunté si no estaría dejándome llevar por mi deseo, si no habría perdido la cabeza y estaría comenzando algo sin marcha atrás.

 

Nos veíamos cada vez más. Tú me invitabas a tus viajes. Viajabas mucho en aquella época y te esforzabas porque tus amigos no sólo te invitaran a ti, sino que te permitieran ir con tu pareja. De pronto, me encontré viajando por media Europa siendo presentada como tu novia. Lugares que jamás pensé visitar de la mano de alguien con quien jamás pensé estar. Qué extraña e imprevista que es la vida. La mayor parte de las veces es un camino que no tiene organización alguna y, simplemente, sucede. No podemos hacer nada por detenerla, ni por controlarla. Nos toma por las solapas y, mirándonos fijamente, nos grita a la cara este es tu destino y nada ni nadie será capaz de impedirlo.

 

Empezamos a vivir juntos. Era la primera vez que salías de tu núcleo familiar. Dejabas al fin la infancia que voluntariamente habías prorrogado. Se te notaba incómodo. No te acostumbrabas a la nueva situación. Aprovechabas cualquier ocasión para volver a casa de tu madre y, aunque yo me esforzaba por hacerte más fácil la transición (recuerda cómo me levantaba antes que tú para preparar mi desayuno y el tuyo cada mañana), me daba cuenta que no estabas cómodo, no tomabas como tuyo el espacio que compartíamos, no nos veías como un proyecto que había venido para quedarse de manera definitiva en tu vida.

 

Sin embargo, me pediste matrimonio. Dos veces, ¿recuerdas? En el mismo sitio y del mismo modo. El primer anillo de compromiso se perdió (lo perdí), así que compraste otro idéntico y repetimos la petición riéndonos por lo extraño del momento. Yo no comprendía muy bien cómo una persona a la que tanto se le notaba que no estaba nada segura de querer vivir juntos, se lanzaba a pedir matrimonio, asumiendo un compromiso mucho mayor. Pero no le di importancia. Ese fue mi error. Pensé, tonta de mí, que habías superado tus dudas, que te habías decidido y que mi sí por dos veces repetido en las dos pedidas de mano sería la puerta que al abrirse nos llevaría a una vida en común. Así que me lancé a la idea del matrimonio. Empezamos a organizar la boda. Tú apenas participaste dejando toda la responsabilidad en mis manos y en las de mis padres. Daba la sensación de que veías la boda como si fuera un paso carente de importancia, poco más que un compromiso social por el que pasar sin que hubiera de suponer cambio alguno en nuestras existencias. Y, de pronto, empezaron a venir las dudas.

 

Volviste de un congreso en el extranjero diciendo que no lo tenías claro, que habías estado pensándolo, que no sabías si nuestra relación tenía futuro. Imagina mi miedo. Pero pronto cambiaste de opinión. Tan pronto como, a la vuelta de otro congreso, volviste a la idea original y ya de un modo definitivo me dijiste que querías que lo dejáramos. Faltaban siete meses para la boda. Me había probado ya el vestido de novia. Las invitaciones para la boda ya estaban cursadas. ¿Cómo crees que me sentí? Si al menos hubiera sido porque te enamoraste de otra, pero lo que me decías es que querías estar solo. Y así parecía, porque no se te conoció nueva pareja en los siguientes meses. Cuántos cambios en nuestras vidas provocó tu inmadurez, tu falta de seguridad, tu no saber qué querer, tu ser un niño pequeño, consentido y malcriado. Imagina lo felices que podríamos haber sido. Lo plenas que podrían haber sido nuestras vidas. Bastaba con haberlo intentado. Con esforzarnos. Con esforzarte.

 

-La verdad es que no sé qué pasó. Los acontecimientos se precipitaron de un modo tal que, cuando quise darme cuenta, me encontraba en trámites de casarme y de tener hijos con una mujer que, merced a su familia, podía ofrecerme casa pagada, coche pagado y una carrera profesional perfectamente encaminada y sin sobresalto alguno siempre y cuando me portara bien y cumpliera mi parte del trato: ser un buen novio, ser un buen marido, ser un buen padre e integrarme en la vida de ensueño en la que, sin casi querer, me había visto envuelto. Supongo que para muchos sería un plan de vida idílico. No tenía que hacer más que quedarme quieto y dejar que todo sucediera a mi alrededor con la misma natural inevitabilidad con la que el agua transcurre en el cauce de un río. Sólo tenía que no estropearlo, que no sacar los pies del tiesto, que no creerme que de verdad era mi vida y que yo podía tomar las decisiones.

 

Por ejemplo, la decisión de conseguir las cosas por mí mismo y no por estar casado con alguien. Por ejemplo, la decisión de pagar yo las cuotas de la hipoteca de mi casa y no recibirla pagada, amueblada y lista por terceros. Por ejemplo, elegir mi propio coche y no conducir uno puesto en mi plaza de aparcamiento por aquellos que sólo deseaban que todo saliera bien y que nadie se saliera del plan. Era todo tan correcto, tan bueno, tan satisfactorio para todos que sólo un valiente imbécil habría alzado un dedo para hacer la terrible pregunta: ¿y qué hay de mi libertad? ¿Tú qué? Mi libertad. ¿Y eso qué es? Mi deseo de vivir mi vida, tomar mis decisiones, luchar por mi destino, que no me regalen una jaula de oro y me pidan que me esté dentro sin siquiera piar. Muchacho, la libertad está sobrevalorada. Mejor da gracias por todo lo que te cayó del cielo sin pretenderlo. Al fin y al cabo, tú sólo querías tener intimidad con una muchacha que siempre te gustó. Jamás pensaste que la pasión te arrasaría. Ni mucho menos que pedirías en matrimonio a nadie. Ni por asomo que todos se lo tomarían en serio y que, súbitamente, una boda de verdad se organizaría a tu alrededor sin tú comerlo, ni beberlo. Tu romanticismo irredento te arrojó a un carrusel de circunstancias que no habías previsto y que, cuando comenzaron a girar más y más rápido, no fuiste capaz de parar a tiempo.

 

Después recapacitaste y, aun no sabes si con gran valor o con enorme inconsciencia, decidiste decir hasta aquí hemos llegado, no quiero casarme, no quiero tener hijos, no es esta mi vida, por muy maravillosa que sea. Y todo se vino abajo. Cual ángel caído fuiste expulsado del paraíso artificial en el que habitabas y la vida adquirió forma de dios tronante para lanzarte lejos de los dominios del placer. Acabó la prehistoria de tu vida, aquella en la que todo te lo daban otros y tú sólo tenías que quedarte quieto y esperar y comenzó la historia de tu existencia, en la que tuviste que ser tú el que por primera vez asumiera las consecuencias de sus actos y saliera a la calle a ganarse el sustento. Fue, en cierto modo, madurar de golpe. Fue tu decisión. Y asumiste las consecuencias, eso no te lo puede negar nadie. ¿Pero y ella? ¿Y aquella muchacha sonriente, cariñosa y buena a la que dejaste? ¿Se merecía ella lo que le hiciste? ¿Se merecería ella sufrir las consecuencias de tu indecisión inicial y de tu firmeza posterior? No, ella no merecía eso. Ella, la misma noche en que le comunicaste que todo había acabado, aun tuvo fuerzas para tratarte con cariño y no a patadas, como te debería haber tratado.

 

Ella sólo quería casarse, tener hijos y vivir una vida normal, como tantos otros, sin preocupaciones, sin sobresaltos, una vida corriente y, quizá, a su manera, feliz. Ella, con sus cabellos de olivo mediterráneo y su sonrisa de perpetua puesta de sol en las playas de su tierra, sólo aspiraba a hacerte feliz y a que tú trataras de hacerla feliz a ella. Pero no fuiste capaz. Le rompiste el corazón. Quizá le destrozaste la vida. ¿Y todo por qué? ¿Por tu libertad? ¿Por tu ansia de vivir tu propia vida y no depender de nadie, ni que nadie dependa de ti? El primero de varios cadáveres. El primero de varios corazones que creyeron que se podía controlar el caos que habita en el interior de alguien como tú que ni quiere, ni puede, ni jamás controlará el caos del que está hecho.

 

Recuerdo el primer beso que nos dimos. He de decirte que nunca en toda mi vida había sentido algo tan intenso, tan acaparador, algo que me expulsara con tanta fuerza e imperio de la realidad y me arrojara a fundirme contigo sin capacidad para ninguna otra cosa que no fuera morder tus labios, tomar tu lengua, tragar tu saliva, desaparecer en un abrazo eterno que, ahora, tantos años después, aún tiene fuerza sobrada para mantenerme unido a ti en mis recuerdos. Todo eso existió. Fue auténtico. Fue real. Fue.

 

-¿Alguna vez me quisiste?

 

-Alguna vez lo hice.


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