Dolor y esperanza
Eso debe ser la vida. Mucho dolor y demasiada esperanza. Más de lo que merecemos en ambas categorías. Cuando te conocí, yo no esperaba conocer a nadie. Tú viniste a mí y tu llegada fue tan hermosa como inesperada. Jamás hubiese pensado en estar contigo y, ahora, ya varios años después de haber dejado de hacerlo, me pregunto cuáles fueron los motivos para salir del calendario de tus seres queridos, allí donde permanecen las personas a las que merece la pena llamar, abrazar, besar.
La primera vez que nos vimos fue en un autobús cuando aún, ni tú, ni yo, sabíamos que nos volveríamos a ver. Acostumbramos a buscar en el destino la explicación a aquello que nos sucede y que no somos capaces de explicar, pero que deseamos entender, encontrarle un sentido que nos diga que todo estaba preparado, planeado de antemano por algún tipo de poder superior a nosotros. Mucho tiempo después de haber coincidido en ese autobús volvimos a cruzarnos y ambos recordábamos habernos visto. Apenas unos instantes en que dos personas, entre miles más, coinciden en un momento y en un lugar para no volver a verse. Todos los días la entera humanidad se cruza y entrecruza con infinidad de congéneres de los que no guarda recuerdo alguno del encuentro casual. Sin embargo, tú, yo, los dos, recordábamos, aun recuerdo años más tarde, aquella coincidencia fugaz en un autobús, las breves palabras intercambiadas, las apenas dos o tres miradas que se dirige a quien crees que nunca más volverás a ver.
Debió ser el destino, quizá Dios, pensaste tú. No debió ser nada, sigo pensando yo. Pero sucedió el encuentro y después sucedió el recuerdo. Y aquella noche cenamos por primera vez recordando el instante en que nuestras sendas se cruzaron para separarse hasta volverse a unir en el restaurante en el que ahora yo te sonreía y tú me mirabas interesada. Quién será, me gustaría conocerle, saber quién es en realidad, quizá pueda amarle, quizá él me ame a mí. Todo comienzo tiene mil esperanzas. Todo comienzo anticipa tanto dolor como no queremos aceptar, pero sabemos que vendrá.
Después, un año y medio de quererte querer. De decirme a mí mismo que era posible. Que mi alma podía yacer en tus manos y mi conciencia en tu regazo. Tantas palabras se dijeron. Tantas promesas se hicieron. Todo para que, una vez más, tantas ya, no quedara nada al cruzar la calle, apenas al doblar la esquina, mañana, hoy, ya. Quizá fue la edad. Quizá el lugar. Cuando no perteneces a una ciudad, nada de lo que ella te dio es tuyo realmente. Ni tú eres de ella. Tú no eres de nadie. Una sombra desvanecida bajo el sol de las doce del mediodía. Un recuerdo en tu memoria. Ahora no soy más que eso. Un recuerdo.
Te hice sufrir y no le di importancia. Porque no la tenía. Porque todos lo hacían con aquellos a los que decían amar. Porque qué podía tener relevancia en un mundo abrasado en el que de tanta intensidad que todo tenía, en realidad nada tenía valor, ni medida, ni proporción. Supe que debía acabarse, pero no fui capaz de hacerlo. Y cuando quise, ya era demasiado tarde. Ya había llegado el dolor. El terrible dolor. El dolor que no te deja pensar, que no te deja respirar, que no te deja vivir. ¿Cómo irme, entonces? Seguí. Pero habiéndome ya ido tiempo atrás.
Hasta que finalmente materialicé la decisión, tanto tiempo atrás tomada, y, como en las novelas malas y en las películas románticas que no merecen ser vistas, me separé de ti en el peor de tus momentos. De pronto y en el espacio de unos pocos meses perdiste tu salud, tu trabajo y tu pareja. El dolor, el dolor que sentías y que, triste de mí, yo era capaz de imaginar. ¿Cómo hacer el mal a una buena persona a la que quieres, pero a la que no eres capaz de amar? Seamos amigos. Dejemos que la esperanza sustituya al amor y trate de calmar el dolor. Pero la esperanza no es mejor que el dolor. Al contrario. La esperanza vino a este mundo para probarnos que, en el fondo, el dolor no es tan malo. Pues el dolor es sincero. Es abierto y noble. Te muestra el horror, pero al menos tiene la decencia de llamarlo por su nombre. La esperanza, sin embargo, no te cura, no te sana, no te saca del horror, sino que trata de hacértelo más tolerable. El infierno está lleno de condenados llenos de esperanza. Almas que esperan ascender y salvarse algún día. Espíritus malditos a los que la terrible mentira de la esperanza mantiene ilusionados en una mañana mejor. Un mañana que nunca llegará.
Sobreviviste. Te impusiste al dolor. Lo que a tantos lleva a rendirse a ti no te derrotó. ¿Qué podía ser mi insignificante traición o la pérdida de un trabajo comparada con el dolor que te quebraba de extremo a extremo? Pero lo derrotaste. Aprendiste a convivir con él y volverlo un compañero indeseado, pero no vencedor. De ahí mi admiración por ti. Mi respeto por quien hizo lo que siento que yo no sería capaz de hacer. Mi deseo de estar contigo para demostrarte que no todo era tan malo. Mi egoísta necesidad de no sentirme responsable, de pensar que aun podía ayudarte en recuperar parte de lo perdido, en alcanzar metas nuevas. No separarme de tu lado. No dejarte del todo. ¿Por ti? Sí, desde luego. Pero, por encima de todo, por mí. Por la terrible debilidad del hombre que se cree bueno, pero no puede evitar ser débil, egoísta, malvado al fin. Nadie peca en nombre del odio, sino de la debilidad, de la fragilidad que nos vuelve sonámbulos, caminantes sin rumbo, espectros sin destino, seres que olvidaron su comienzo y que temen a un final que ni siquiera sentirán.
Creciste. Triunfaste. Llegaste más lejos de lo que, posiblemente, tú misma pensaste que llegarías. Y aun llegarás mucho más lejos. Porque no te rindes. Porque te duele, te duele, te duele tanto estar viva, pero no eres capaz, ni quieres dejar de estarlo. Sigues empujando y la vida se aparta ante quienes empujan. Derrota a los débiles, humilla a los fuertes y levanta a los rotos que siguen caminando, arrastrando sus lágrimas secas, sus huesos quebrados, sus vidas truncadas. La felicidad de quien, sencillamente, no tiene la capacidad de dejar de ser feliz. Para quien la vida no es más que un escenario donde bailar, donde reír, donde gritar estoy viva aunque el mundo te aplaste, te apriete contra el suelo, te exprima más y más fuerte creyendo, mezquino ignorante, que te rendirás. Tú nunca te rindes. Tú nunca desistes. Tú jamás dejarás de brillar. Quizá con una luz diminuta, quizá con un fulgor leve, pero nunca dejarás de brillar. Así sois las personas dignas de admiración.
Pasaron los años y aquí seguimos. A miles de kilómetros, pero sin olvidarnos del otro. La vida es a veces triste. A veces esquiva. La vida nos da tanto dolor. La vida nos arroja burbujas de esperanza y nosotros las tomamos. Rómpelas. Olvídalas y sólo camina. Nunca dejes de caminar. Nunca le confieses a la vida que ya no puedes más. Eso deberías enseñarnos tú al resto. Que los días siguen. Que nadie te espera. Que, incluso rodeados de multitudes, estamos solos. Solos en el gran momento en el que decidimos rendirnos o seguir. Continuar o morir. Tan cansado. Tan agotador. Tan grandes son las ganas de echarlo todo por la borda. Abandonar. Sacar bandera blanca. Arrojar la toalla y arrojarnos nosotros detrás de ella. Tú no lo haces. ¿Y quien soy yo para hacerlo mientras tú no lo hagas? Toca seguir viviendo. Toca seguir sufriendo. Toca sonreír y reír mientras lo único que se desea es llorar y llorar. Liberar tanto dolor como no se es capaz de retener pero que se retiene. Porque tú me lo enseñaste. Porque de ti lo aprendí.
-¿Algún día se acabará el dolor?
-Algún día, cuando estemos muertos.
-Toca entonces seguir bailando.