Era un domingo en la noche. Estaba sentada en una de las plazas de Getsemaní, mi barrio, esperando una comida rápida de un negocio instalado justo en uno de los andenes que bordea dicho lugar.
Había muchos niños del barrio jugando en esta plaza con un balón, lo pateaban y la pelota pasaba casi rozando las cabezas de unas señoras que estaban sentadas en unas mesas instaladas por este negocio. En sus rostros se dejaba ver cierta cara de incomodidad y por supuesto de prevención, por el miedo a que el balón aterrizara en la mesa o peor, en sus moños altos.
La cara de molestia de las señoras, llegué a comprenderla. Aunque en mi muro mental, que es más prolífico y utilizado que el de mi Facebook (y en el que sí me quejo, ¡y bastante!), empecé a postear: “Vienen al patio ajeno y les molesta el dueño de la casa”, “¿ahora dónde podrán jugar los niños si ya no hay espacio para nosotros en nuestro propio barrio?”, y la última que refleja una situación, que de verdad me genera una terrible frustración “aquí nacimos, aquí crecimos, aquí vivimos, pero ya Getsemaní, no nos pertenece”.
Mi molestia, quedó registrada en mi “quejadero mental”. Pero en unos instantes pasó a causarme ya algo más visceral (al punto de revolverme un poco las tripas), cuando escucho de fondo a la joven que atiende el negocio de comida rápida, quejándose a viva voz con su compañera por "el escándalo y el desorden" que tenían los niños, y además por el hecho de que estaban jugando casi “encima” de su prestigiosa clientela.
Me fui del lugar con una desazón que terminó en un nudo en la garganta. Me preguntaba a dónde se había ido el barrio donde jugaba con mis amigos a rayar con tiza las calles, en los andenes que hoy tristemente se han convertido en el parqueadero de los hoteles y restaurantes que pasaron a ser nuestros vecinos.
Seguí mi andar. No sé si por ser domingo, día en que los niños de Getsemaní están más inquietos, jugando y haciendo esa bulla que nos caracteriza a los getsemanicenses (nos decimos las cosas gritadas, es verdad), me tocó presenciar otra escena que me indignó aún más, y no es exageración, de verdad es algo que bauticé como "dolor de barrio".
Pasando por la calle del Carretero, unos niños jugaban a la pelota en la mitad de la calle, mientras otros observaban el juego y gritaban desde el andén, frente a la puerta de un sofisticado hotel boutique de los que proliferan ahora en mi barrio.
De pronto salió uno de los empleados de dicho hotel con cara de molestia, a regañar a los niños que jugaban en la calle. Les gritó de una manera no muy amable que se callaran y que se fueran de allí.
Es triste decirlo, pero estos dos casos descritos son la prueba fiel de una triste realidad: Ya Getsemaní no es de los getsemanicenses, somos forasteros en nuestro barrio. Y encima de todo salimos a deber, pues pareciera que a los “nuevos vecinos” no les agradara mucho el estilo de vida al que estamos acostumbrados los “sobrevivientes” de este progresivo desplazamiento, aunque hago la salvedad de uno que otro nuevo propietario, que ha sabido convivir con el Getsemaní de antes, el que me gustaba, que aún se niega a morir.
Getsemaní está perdiendo lo que en verdad lo hace un lugar único y especial en Cartagena, y es su gente, su vida de barrio, sus vecinos sentados en la puerta, las cadenetas que atravesaban las calles en Navidad, sus rincones con salsa y champeta a todo volumen, su bola de trapo los domingos en El Pedregal, sus famosos salseros, los niños jugando en las calles.
Sólo espero que mi Get-set (como cariñosamente lo llamo) perdure, y no quede convertido solamente en recuerdos, inmortalizados en la memoria de quienes allí crecimos y en aquella pegajosa canción de Lucho Pérez y su Sonora Dinamita, que le rinde homenaje a un barrio alegre y popular, del que ya poco queda.
“Yo soy getsemanicense, barrio de bravos leones, sincero de corazones, y amables en el tratar”. Fragmento de El Getsemanicense (La Sonora Dinamita).