El miedo mató al “Perro”. Lo abordó en su tienda del barrio El Líbano. Sacó un revólver de una bolsa de regalo. Le obsequió un tiro en la cabeza y tres en el pecho. Al escolta le dejó una propina en el tórax y otra en el brazo. El miedo llegó con la policía a la escena del crimen. Levantó el cadáver del “Perro” de la silla donde revisaba las cuentas de su negocio. El miedo permitió que los asesinos escaparan. El miedo publicó la noticia en el pedazo de página que le corresponde a la víctima del día en los periódicos. El miedo hará que probablemente la policía sea incapaz de resolver el crimen y que los cartageneros olvidemos esta impunidad así como hemos olvidado todas.
Olvidar resulta fácil cuando el mismo miedo que mató a Jesús María Villalobos, el popular “Perro”, nos enseñó que en esta ciudad no alcanza el luto para tanto muerto y que la estrategia del cuerpo para resistir tanto dolor es no sentir en lo absoluto. El miedo es la droga que nos anestesia para seguir saliendo a la calle a intentar ser gente buena y por la cual aún tenemos ánimo para bailar en las discotecas al ritmo de la sangre.
En Cartagena, el miedo es un filtro de Instagram que opaca la foto de los días y acentúa la sombra de las noches. El miedo es una brisa lenta, pesada, a ratos confundida con el calor, que marchita las flores y hace polvo las paredes. El miedo es un turista al que le gustó tanto este lugar, que ahora se pavonea por donde le viene en gana con actitud de señor y dueño.
El miedo anda suelto en Cartagena, dicen que va en moto, de parrillero, mostrando los dientes de su maldad y besando con la boca de su revólver a cualquiera que se le atraviese. El miedo es un vaso de vinagre que aprendimos a beber a falta de agua en nuestro domingo de sed más terrible. El miedo es la cabeza gacha que llevamos a estudiar o a trabajar en una ciudad en la que aprendimos a hacerlo todo con sigilo, con el dedo índice cruzando los labios, para no llamar demasiado la atención, para no ser una víctima más, culpable de su infortunio por haber tenido el descaro de dar papaya.
El miedo tiene rostro de carne y hueso pero no necesita máscaras, exhibe sus delitos ante cualquiera que tenga ojos, convencido de que nadie, después, tendrá el valor de denunciar sus facciones. El miedo es la limosna de ese único segundo de paz que ocurre en el mundo de Cartagena durante el alba. El miedo es eso que idiotiza la astucia de las autoridades y refina la de los delincuentes, al punto que ante la ineptitud de las leyes y la eficacia del crimen, luego ya no supimos quién era quién.
El miedo es un mandato que somete al escondite nuestro llanto sincero y publica solamente la congoja que fingimos por el muerto diario de los noticieros. El miedo es la encuesta que hizo de la muerte una estadística. El miedo es la llamada telefónica de una religión que exige el diezmo con extorsiones.
El miedo mató al “Perro”. Lo menciono para indicar que aquí el miedo ya no come ni de los que andan con escolta. Lo menciono para lanzar una pregunta: ¿Hasta cuándo seguiremos en Cartagena a merced del miedo, en qué momento romperemos el silencio y la impasividad que nos ha convertido en sus grandes cómplices?