¿Láser o aguja?


Para la ocasión habíamos dispuesto los muebles en forma de L y sobre ellos, acomodados como podían, estaban sentados cerca de una docena de niños que llevaban en la cabeza coloridos gorros cónicos asegurados con un elástico bajo la barbilla. Era la fiesta por mi séptimo cumpleaños y la grabadora que amenizaba la reunión no sintonizaba bien las emisoras. Por eso mi madre resolvió que fuera donde un vecino para conseguir algo de música. El vecino, señalando un estante lleno de discos de vinilo, me animó a escoger los que necesitara; y yo, luego de examinar la colección por un rato, con inocencia pueril y expresión seria le dejé saber la incongruencia geométrica que me atravesaba: vecino, ¿y cómo los pongo en la casetera de la grabadora?

En los años siguientes, por la época de mis primeros bailes, una noche vi que sobre el brazo del tocadiscos había una moneda que se movía hacia el centro del disco a medida que la aguja deshilaba la espiral de música codificada en el vinilo. Las consolas de sonido eran un espacio para unos pocos iluminados y yo, que no pertenecía a ese selecto grupo sino a la subclase opaca de los bailadores del montón, entre vueltas y pasos me fui perfilando, con mañas de depredador me fui deslizando, ganando centímetros con cada inflexión de la cintura, con la única intención de ver la moneda de cerca. Tarde descubrí que aquello no era un adorno sino un apoyo técnico necesario para garantizar la fluidez de la música cuando algún surco encabritado del disco se interpusiera entre el goce y la pista de baile. Cuando por fin estuve de frente vi que la moneda estaba fuera de balance y amenazando con caer. Flaco favor le hice a la fiesta cuando, al intentar acomodar la moneda, las bocinas, sonando al máximo volumen, amplificaron por todo el recinto la torpeza de mis dedos en el chillido agónico de la aguja resbalando por el disco.

Tiempo después, cuando por fin tuvimos en casa un modesto equipo de sonido propio, notamos que traía en el tornamesa un disco olvidado. Imagino que era uno de esos con que los vendedores prueban sus aparatos a los compradores escépticos; y así llegó hasta nosotros ─entre mercancías apiladas y pacas de ropa─ desde la remota población de Maicao. El disco, sin descripción ni etiqueta, tenía tres canciones por un lado y dos por el reverso y desde ese momento me sentí fascinado por el mecanismo ingenioso que extrae la música desde un plástico inerte. Como era el único disco, yo no hacía otra cosa que ponerlo de noche y de día abusando de las mismas canciones que ya tenían fastidiado a más de uno. Así, a fuerza de repetición, logré dominar el arte de levantar la aguja y volver a ponerla, sin ruido, en el punto álgido de la canción; me sentía parte de esa cofradía iluminada de manos de seda que administra las consolas de sonido. Pero un día, al volver de clases, no encontré el disco. Cuando pregunté, mi madre dijo con total naturalidad y sin mirarme a los ojos que ni idea, que buscara bien entre mis cosas porque ella llevaba días sin saber de ese bendito disco, y si se perdió, es porque así lo quería Dios.

En fin, gran parte de mis más lindos recuerdos están atados a las canciones viejas; canciones que conocí por el brillo del vinilo y por eso seguirá siendo el medio más efectivo para evocar mis nostalgias, y si eso fuera suficiente para garantizar la calidad del sonido, tal vez nunca habría vuelto la mirada hacia los discos compactos. Pero, aunque sé que para algunos las imperfecciones y el ruido de fondo que trae el vinilo hacen parte de su deleite musical, para mí es molesto ese chisporroteo de clicks. En este punto, con cierta flexibilidad diplomática por el aprecio a mis amigos y el respeto a los conocedores, debo decir que no abandono del todo la aguja y los discos de vinilo, pero, por encima de la nostalgia, a la hora de escuchar prefiero siempre la precisión del láser en los discos compactos. ¿Y usted qué prefiere?

@xnulex


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