Abandonamos aquel bar irlandés porque la atención era pésima. Sucede que en algunos sitios de cierto prestigio ─prestigio adquirido más por esnobismo que por la calidad del servicio─ los meseros son una especie de pequeños dictadores uniformados que cada tanto tienen la bondad de atender los pedidos de la clientela. Hay quienes piensan que ese es el precio por estar a la moda; pero para cuatro caribes recios estas cuestiones son tan intrascendentes como la mala cara de la chica cuando escuchó que no queríamos incluir la propina en la cuenta. Propina a la que, con total descaro, llaman servicio.
A los pocos pasos encontramos otro bar con una mejor atención; y, aunque lo que ganamos en este aspecto lo perdimos en la calidad de la cerveza, en ese ámbito siempre es preferible la nobleza del caballo cansino al brío prepotente del purasangre. Así, sentados los cuatro, la reunión era una larga sucesión de anécdotas sin orden ni lineamientos hasta que llegó a la mesa el relato que hoy me lleva a escribir este texto.
Mientras Marcos pasaba, sin transición, del esbozo de la historia directo al final, yo trataba de hacerlo volver atrás para conocer los detalles. Pero no fue fácil porque, aunque cercana a él, es una historia que escuchó de varias voces a lo largo de los años. Entonces cuando Marcos revelaba dos puntos sueltos, yo trazaba en mi mente la línea que los unía; cuando quedaban vacíos en la historia, yo los llenaba en mi cabeza con las conjeturas más probables; y con todo aquello que no quedaba claro, me hice el compromiso de averiguarlo o imaginarlo después.
Lo que Marcos contó fue que en la tarde del 8 de diciembre de 1978 la señora Lucila L'Hoeste no fue a la misa en el barrio Manga, como hacía a diario, sino que aquella vez prefirió ir a la iglesia de San Pedro Claver en el centro amurallado. Ignoro las razones que tuvo, pero puedo suponer por el cambio en su rutina que no se trataba de una misa cualquiera. Era el día de la Inmaculada Concepción. Por ser un viernes festivo y la víspera la noche de las velitas, imagino que aquella tarde las calles de Cartagena eran una colección multicolor de parafina derretida en los andenes y de botellas de ron en los rincones; y es muy probable que por esos remanentes etílicos se haya precipitado el final de esa triste historia.
El ingeniero que semanas atrás había emitido el dictamen tal vez se levantó ese día con la modorra y la aplicada lentitud que el exceso de whisky produce en los músculos. No lo puedo confirmar, pero es casi seguro que se despertó sin conocer a Lucila L'Hoeste ni sus rutinas religiosas; y es casi seguro también que después de ese día no haya pasado una sola noche sin que la recordara.
Imagino que el cura que ofició la misa seleccionó su mejor túnica, pulió los elementos del servicio y preparó un sermón estelar sin tener idea de la contrariedad que le esperaba: tener que suspender la liturgia a la mitad por el arrebato de un loco. Por lo que cuenta Marcos, la señora Lucila también seleccionó sus mejores ropas y joyas sin saber de su destino aciago.
El loco, por su parte, solo contaba con los mismos harapos de siempre, con un hambre de varios días, una rabia de varios años, un hedor eterno y una presunta embriaguez reciente producto de exprimir las botellas de ron abandonadas. Esta cruel combinación, aunada tal vez a una sugestión religiosa, desató en él una histeria monumental e incontrolable en medio de la catedral obligando al cura a terminar la misa de forma abrupta y ordenar a los feligreses que salieran de inmediato.
A la salida de la iglesia fue que todo se juntó: cuando la señora Lucila L'Hoeste empezaba a levantar el pie para dar el paso con que atravesaría el umbral de las puertas enormes, una grieta tímida floreció en los muros del campanario. En la transición reposada de su pie por el compás de su cadera, se escapó de la torre un crujido de desgracia. Justo cuando puso el pie en el piso completando así su salida, un cataclismo de ladrillos y bronce se precipitó desde lo alto. La campana de la iglesia de San Pedro Claver cayó sobre su cabeza sellando la fatalidad.
La falla estructural del campanario descubierta semanas antes, la decisión de no ir a la iglesia de siempre, el arrebato del loco, la decisión del cura, la milimétrica precisión para interceptar a la muerte en su paso y el lema de «hagamos el milagro» de la primera teletón en Chile, darían los elementos perfectos para armar una historia de ficción. Sin embargo esto que Marcos Ortiz L'Hoeste nos contó de su fallecida tía cualquiera lo puede comprobar revisando las hemerotecas de Cartagena de Indias y descubrir, de paso, que la realidad en el caribe no es como la cuentan; sino que es mucho más asombrosa.
@xnulex