Una tienda es un reino de aceites, lleno de rumor de calle, de goterones de mercancías, de olores, de vozarrones y llamados. Es una burbuja en el tiempo. Por ejemplo, la palabra “mostrador” tiene una hermosura cósmica, un olor a “personas”, que es irreemplazable. El olor de las tiendas es imposible replicarlo en recintos suntuosos. No se puede impostar, pero estará ahí en nuestra memoria Caribe.
En Cartagena hay una saga de tiendas tradicionales que deberían ser contadas por los cronistas. La Roán, El Puyasapo, El Albercón, Doña Inés en Crespo, Las Malvinas, y muchos otros nombres configuran los recuerdos de miles. Hoy esas tiendas se han convertido en otras cosas pero fueron el cohesor social de comunidades enteras.
No hay adolescencia sin una tienda al fondo con su ronroneo de enfriador y su chisme actualizado, su panocha eterna y sus panes, sus lonjas de mortadela, sus cuatro onzas de queso y muchos otros modos de ternura.
El interior de una tienda puede ir, de ser un fantástico recinto iluminado con estanterías ordenadas, a un humilde aposento con tres anaqueles. No importa la parafernalia sino el talante de la vida que se despliega en ella.
Y allí, en medio de todo, hay un gnomo que extravía las cosas: las agujas, las curitas, las pastillas de Maggi, y retoza entre los manojos de “compuesto verde”.
En el Bosque, recuerdo antiquísimas tiendas curtidas por el paso de los años (tiendas que ya en los 80 tenían décadas), recuerdo el elevado entusiasmo de las cajetas, y la voz de la señora eterna que las atendía. Mujeres básicas que podrían haber fundado el barrio, matronas del fiado que escribían interminables cuentas en vales de cartón.
En las tiendas de barrio de entre los estantes llenos de licores, jabones y detergentes, de entre la belleza de las empaquetaduras, surge de repente el rostro sonriente del tendero. Muy diferente al rostro del merchandising actual que vemos en los almacenes de las grandes superficies. Este ordenamiento suntuoso e iluminado, que nos hace gastar a costa de lo que sea, no tiene nada que ver con la inmensa humildad de pan de mil pesos que tienen nuestras tiendas.
Los grandes almacenes todos se parecen. Esa mercadotecnia confeccionada para aumentar la venta hace que dichos lugares no posean carácter. La forma de presentar los productos en las mejores condiciones genera un mayor consumo pero está desprovista de belleza. Las luces y la ubicación de los estantes son una puesta en escena, una mentira. El diseño de estos almacenes no propicia sitio. Es decir, se trata de lugares que no son lugares.
En cambio, nuestras tiendas de barrios, sí son lugares. Lo que hace un lugar es su peso cultural. En la pequeña tienda de barrio la rentabilidad la hace “la parla” del tendero o de la tendera.
No es lo mismo tomar una cerveza en esquina solariega, bajo un árbol de mango, que una cerveza en un sitio de arquitectura repetida. Aquel sitio lleno de confort produce la engañosa sensación cosmopolita, pero la terraza barrial infunde pertenencia.
La tienda constituye el verdadero espacio social del barrio, más que las esquinas y los parques, más que la calle y el andén, recintos de otro tipo de vínculos. No saben lo que se pierden quienes jamás han ido a comprar, pues para ingresar a la tienda tienes que desprenderte de muchas vestiduras.
El aporte importante de la tienda es configurarse como espacio de lo público. No obstante, lo público en ella son los rasgos típicos de las formas rituales de vínculos (chisme y habladera, imprecación y sanción social). Hay en las tiendas una “resignificación” de lo público. El análisis de lo barrial y de la cultura popular de nuestras ciudades debería abordar seriamente a las tiendas de barrio. Los politiqueros rastreros de mi ciudad saben de su potencial y por ello se sientan en las terrazas a tomar un refresco dizque “para conocer de primera mano a las comunidades”. Mienten.
Nuestras vidas se dan en el horizonte de lo cotidiano, ese que está lleno de héroes oscuros de los que siempre seremos deudores. Allí la rutina nos hace y en ella encontramos sentido.
La historia de lo cotidiano no es tan invisible como podría presumirse. Se configura en una abundancia de pormenores. Por eso a la tienda le tenemos una carga de deudas que saldar. Su grandeza aún no está perdida.
El análisis de la tienda exige entender a la cultura popular en un mayor grado de abstracción. La tienda de barrio tiene mucho de improvisación, sin esa improvisación no hay cohesión social, así lo asegura Antonio Benítez Rojo en “La isla que se repite”: <<En el performance caribeño, incluso el acto de caminar, no se vuelve sólo hacia el performer sino que también se dirige hacia un público>>. En las tiendas de barrio esa audiencia está siempre presente.