Los atropellos contra los usuarios de taxi son pan de diario comer. Ante la solicitud de una carrera, las respuestas de los taxistas ya suenan a disco rayado. Desde las descaradas, “¿para dónde va?” o “yo para allá no voy”, hasta las solapadas, “es que no me da tiempo, debo entregar el turno”, o “me estoy quedando sin gas”. Los taxistas se burlan de sus usuarios, les roban con tarifas excesivas e injustificadas, e incluso se atreven a insultarlos y golpearlos. El descontento de los pasajeros es evidente, sin embargo, creo que la culpa no es de los taxistas.
En defensa de los taxistas diré que ellos tratan de sacarle el mejor provecho a su labor con lo poco tienen. Pobrecitos, ¿no?, con ese cupo tan caro que adquieren para poder circular y con la obligación sin tregua de lograr un producido que pague la cuota del carro y les dé para la papa. Nadie sabe lo mucho que les mortifica hacerse odiar por unos miserables miles de pesos más que, en últimas, no los enriquece.
En defensa de los taxistas diré que han dado ejemplo de comunidad, al demostrar que la unión hace la fuerza, respaldándose en su gremio. Ellos han demostrado lealtad a sus principios: “pendejo el último”, “la ley del rebusque” y “el hambre justifica todos los abusos”. Ellos han encontrado comodidad en el descaro y son coherentes viviendo de él y para él, sin importar a cuántos pasajeros violentan en el camino.
Y mientras tanto, ¿qué hacemos los usuarios? Nada. Por eso defiendo a los taxistas y nos culpo a los pasajeros. A diferencia de los taxistas, fortalecidos en su gremio, los pasajeros andamos cada uno por su cuenta, padeciendo el maltrato, quejándonos a diario en la vida real y en redes sociales, sin decidirnos a tomar la única medida drástica y efectiva que podría dignificarnos: unirnos con los otros miles de usuarios para liderar acciones de franca protesta.
¿Cuántos no hemos tomado un taxi luego de ver que ha rechazado a otro usuario? Eso, señoras y señores, es ser tan egoístas como los taxistas; eso es decir, “de malas, si a él no lo llevó, pues a mí sí y pago lo que sea”. Se imaginan lo que pasaría si todos, al salir de un concierto, partido de fútbol o cualquier gran congregación, acordáramos no desesperarnos por llegar a casa, rogar y humillarnos ante el taxista abusador y, en su lugar, dijéramos, “saben qué, si no nos cobran lo justo, si no nos llevan a donde vamos, definitivamente, ninguno de nosotros se irá con ustedes”.
Los taxistas viven del diario que producen, literalmente, si no trabajan, no comen. Por eso optan por cobrar de más o hacer carreras que les tomen menos tiempo; para ellos de cada segundo depende si esa noche se acostarán con la barriga llena. Les toca duro, nadie lo niega, pero eso no les da el derecho de restarle dignidad a su oficio. En esa medida, la lección que los usuarios podemos darle a los taxistas, es hacerles entender, uniéndonos como colectivo, que a nosotros no nos regalan la plata, que cada peso que llevamos en el bolsillo lo sudamos, que para muchos de nosotros una carrera en taxi es, además de una necesidad, un lujo, y que si viven de nosotros, lo mínimo que esperamos es que nos presten un servicio decente.
Ayer se convocó la jornada de protesta “día de no taxi”. Por supuesto, no fue más que una pataleta de redes sociales. Quien necesitó un taxi, lo tomó, porque su egoísmo le impidió ver que participar de la protesta era abogar por el derecho de todos. Mientras los usuarios también acatemos la ley del “pendejo el último”, el servicio de taxi seguirá siendo un campo de guerra entre conductores y pasajeros en el que, por lo visto, los pasajeros serán siempre los derrotados. Así, hasta que algún día tomemos la firme decisión de unirnos para hacernos respetar.