San Martin


 

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San Martín de Tours fue un soldado romano pero pasó a la posteridad por aquella imagen en la que se le ve compartiendo su capa con un desahuciado tumbado a la vera del camino por donde el militar cabalgaba en su caballo blanco.

Dice la desdibujada memoria que esa imagen, convertida en una estatua de yeso, fue llevada por un hombre como ofrenda a una doncella. El hombre sabía de la devoción de su enamorada por dicho santo y creyó que tal regalo le daría créditos ante la fémina. No se sabe cómo pero la estatua fue la piedra fundacional del barrio donde la pareja echaría raíces.

Bueno, esa es la historia que cunda entre mi familia…

Sea verdad, o evidentemente ficción, la fiesta del santo parrandero estaba marcada en rojo en el calendario familiar. Cada año, cada once de noviembre, mi madre nos ataviaba para la misa -aunque siempre después del santo evento tuviéramos que correr a escondernos a casa de mis abuelos para que no nos mojaran-. Siempre me pareció curioso que a la hora de la elevación del Santo Sacramento la banda contratada para la misa mayor estallara de júbilo y entonara las notas del himno nacional. ¿Qué carajos tiene que ver el júbilo inmortal con una misa?

El barrio siempre era una fiesta. Niños corriendo, gigantonas pasando, gente disfrazada. Solo después de mucho rogar, lográbamos hacer que mi madre nos cambiara de ropa para poder jugar a las guerritas -eso sí, sólo con mis primos-. No olvido lo mucho que lloré porque me pintaron la cara de azul después de haberme cambiado. Tampoco olvido las putadas que echó mi padre cuando lo mojaron por llevar la ventana de su Nissan Patrol modelo 80 abierta.

Solo quedaba esperar la noche. Eso era lo mejor. Los castillos de fuegos artificiales construidos por polvoreros traídos de la Mojana erigidos como los gigantes de don quijote. Tan estúpidos como don Quijote al luchar contra los molinos de vientos era la gente que se metía con sólo un cartón como protección a bailar bajo los chorros de fuego y los buscapiés que escupía la estructura ardiente. Recordar cuando todo el mundo aplaudía cuando después de cada fase aparecía en la mitad del castillo la imagen de la Vírgen, o la del benefactor de turno… Y finalmente la del Santo. “Ay, niño… mira el Santo”, decía mi abuela.

“¡QUE VIVA EL SANTOOOOOO!”, gritaba yo en mi adolescencia provocando los regaños y las risas de mi abuelo. “¡Mira muchacho loco, deja la bulla!”, exclamaba mientras en mi cabeza surgían las ganas de ser uno de aquellos tontos que se metía a hacer desorden bajo un castillo de pólvora.

Cuenta la vieja historia que aquél hombre que regaló la imagen del santo era mi abuelo. También dice que la doncella era mi abuela. ¡Viva el Santo!, digo yo. Porque tal vez sin él, hoy mi familia no sería lo que hoy es. Tal vez sin él, mis padres no se hubieran conocido en aquél barrio que se fundó por aquél regalo y, sin ellos, tal vez no sería quien soy.

Con cariño, para Lucho y Ely.

 

SORBO FINAL: ¿Cuántas “treinta décadas” más tendrán que pasar para que nuestras generaciones sepan la triste verdad de lo que pasó en aquellos trágicos sucesos del 6 y 7 de noviembre de 1985? Tal vez esa sea la pieza que falta para la reconciliación que tanto se pregona.

 

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