A los trece años fui a una caseta por primera vez. Era una pista de baile improvisada en un piso de tierra. Tenía un área aproximada de diez metros de ancho por veinte de fondo, y estaba limitada por sucesivas láminas de latón de dos metros y medio de altura. En una de las esquinas sonaba un picó, en la esquina opuesta había un kiosco de bebidas, y el resto del espacio era un caos de banquillos y mesitas de madera rústica donde a duras penas cabían dos botellas de cerveza.
Al principio no querían dejarme entrar. Pero no porque fuera un niño; eso a los organizadores no les importaba. Me impedían la entrada por una razón mucho más práctica: a pesar de que en las casetas cobraban la entrada, las mayores ganancias venían de la venta de alcohol. Y yo, que además iba sin pareja, tenía cara de no cargar un centavo en el bolsillo. En esos casos los porteros eran reacios a admitir hombres solos porque ocupaban banquillos y mesas que luego harían falta para acomodar a parejas que sí iban a gastar.
Aún así pude colarme con alguna astucia. Cuando entré, lo que vi fue una maravilla colorida de bailadores en parejas. Estaban situados donde podían entre los banquillos. Bailaban serenos con los ojos cerrados, vibrando al unísono y apretados hasta el hueso. Se deslizaban por la música como cometas en la brisa. Pero allí no había brisa; solo una nube de polvo y un calor opresivo. Eso, sin embargo, no era problema en ese rito de caderas sincronizadas. Nada podía interponerse entre los hombres y sus mujeres porque en ese rectángulo de gozo no cabía ninguno de los males del mundo.
Esa vez no fui a la caseta movido por la emoción del baile, ni por la posibilidad de cortejar a alguna muchacha, ni por la fiebre de las canciones africanas. Nada de eso. Fui apenas por la ilusión pueril de ver de cerca la tremenda máquina de sonido y sentir en el pecho las ondas de música. Pero era tanta la entrega y la pasión en cada rincón, que me quedé hipnotizado viendo los pasos de los bailadores.
En ese baile, cuya acción no abarcaba un área mayor a la de una baldosa, cada hombre abrazaba a su mujer por la cintura apretándola con sus antebrazos, y dejando las manos sueltas para moverlas con libertad por las caderas. Otros más osados encajaban las manos dentro de los bolsillos de atrás de sus mujeres. Y las mujeres abrazaban a los hombres por el cuello, y de vez en vez les acariciaban la nuca, como en una especie de contrato tácito para renovar la intensidad del abrazo y la cadencia en el ritmo.
Era un romanticismo de frentes sudorosas y mejillas compartidas; un acople hermético entre pelvis y pelvis; un vaivén acompasado; un fino preludio de un deseo horizontal. Los ocho o nueve minutos que duraba cada canción hacían de la danza una intimidad compacta, sin derroches de energía, sin alardes ni movimientos exagerados. Eran dos que comenzaban juntos y terminaban fundidos en una sola sensualidad estética.
Pero esa forma de bailar es hoy una pieza del pasado, un asunto de bailadores veteranos. La variante actual, en cambio, no tiene nada de estético ni de sensual; es apenas un burdo simulacro del coito. La única habilidad que hoy se requiere para moverse al ritmo de la champeta es que las mujeres expongan la grupa, y que los hombres las embistan desde atrás, a veces sin siquiera llevar el ritmo. Y eso no es baile ni es nada.
Entonces, así las cosas, solo nos queda guardar un minuto de silencio por la memoria del verdadero baile champetúo.
@xnulex