Antes del smartphone yo solía mirar por la ventana. Cuando me subía a un autobús, por ejemplo, desde antes de pagarle al conductor ya mis ojos buscaban con desespero algún asiento junto a la ventana para distraerme durante el viaje. Hoy, en cambio, eso es irrelevante porque, sea que me toque ventana, pasillo o de pie, igual voy a tener la mirada clavada en la pantalla del celular durante todo el trayecto.
En los treinta minutos que me toma ir de la casa a la oficina puedo enterarme de la cantidad de muertos que hubo en Siria mientras yo dormía. Puedo enterarme de cómo está el clima en Japón, o de los detalles de la carrera por la presidencia de los Estados Unidos. Puedo enterarme de muchas cosas, digo, pero no tengo idea de lo que sucede en la calle, a escasos diez metros de mis narices.
Hace una semana estuve almorzando solo en un centro comercial. Para hacerme la idea de que estaba acompañado me puse a chatear con un familiar. Supongo que la tecnología nos permite darnos esos contentillos de bobos. En la mesa de al lado, sin embargo, vi a dos que comían juntos, y aunque estaban uno frente al otro no se miraban. Cada cual estaba absorto en la pantalla de su celular. De vez en cuando intercambiaban un par de frases automáticas como para saldar la deuda de la falta de atención y volver así, más tranquilos, a sumergirse en su mundo digital. Entonces comprendí que la triste soledad de nuestro tiempo es elegir estar solos aunque estemos junto a otras personas. El celular nos conecta con el mundo entero; pero nos aísla terriblemente de los que tenemos al lado.
Y eso lo veo más claro desde hace dos días que me robaron un celular que ya estaba bastante maltrecho. Uno no sabe si estos casos son un llamado del destino o algún retorcido tipo de servicio social. Lo cierto es que en la huida al ladrón se le salió del bolsillo su propio celular —que era mucho mejor que el que me había robado— y se le hizo añicos, primero por el golpe contra el pavimento y luego por un carro que le pasó por encima. No pude evitar sonreír cuando lo vi recoger los pedazos con amargura. Karma instantáneo; contentillo de bobos.
En todo caso ayer por la mañana, en cuanto me subí al taxi para ir a trabajar, mi primer impulso fue el de sacar el celular del bolsillo del pantalón. Tal como le sucede a todo el mundo, yo también sentí el vértigo de no hallarlo, y solo pude calmarme cuando recordé que me lo habían robado el día anterior. Qué alivio; yo pensé que lo había dejado o que lo había perdido. Entonces, liberado, no tuve otra alternativa que mirar por la ventana: pude ver los malabaristas en los semáforos, los transeúntes apurados, la lluvia pertinaz, los negocios vacíos, los vendedores ambulantes y, cómo no, los autobuses atiborrados de gente que iba absorta viendo el celular.
Entablé, además, una animada conversación con el taxista; cosa que no hacía desde hace mucho tiempo. Hablamos de lo jodidos que nos tienen los celulares y los políticos. Hablamos de la inseguridad, de los malos alcaldes y de lo caro que está el mercado. Me dieron ganas de retomar las lecturas que tengo atrasadas, me dieron ganas de escribir, de salir a hacer ejercicios, de cambiar de vida. Incluso caí en la cuenta de que en la misma mano con la cual saco el celular para ver la hora, tengo abrochado un reloj cuyas manecillas, que hasta hace dos días eran ornamentales, volvieron a activarse para marcar las ocho en punto.
Pero sospecho que toda esta fascinación por redescubrir la ventana, por el reloj, la euforia por la vida y los deseos de cambio, pronto volverán al viejo baúl en donde se hallaban. Porque justo ahora, apenas termine de corregir estos párrafos escuetos, me iré a la tienda más barata para amarrarme de nuevo a otro bendito celular.
@xnulex