El recuerdo más lejano que tengo de Samir Beetar se circunscribe a la “Escuela de Primaria la Santísima Trinidad”, que funcionaba en la Calle San Antonio, del barrio Getsemaní.
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Nunca fui su amigo, pero recuerdo perfectamente su figura, porque era una de los estudiantes que con mucha frecuencia ganaban medallas en las izadas de bandera; o algunas veces las maestras le encomendaban que declamara cualquiera de los poemas tradicionales que se recitaban en honor a la bandera, al escudo nacional o a la patria.
Pero fueron muchos los estudiantes de La Trinidad que nos retiramos de la escuela en cuanto culminamos el cuarto de primaria, puesto que el plantel carecía del quinto, curso que tocaba seguir en las distintas concentraciones que empezaron a abrirse en las zonas populares de la ciudad.
De manera que mientras cursaba el quinto de primaria, nunca más volví a saber de Samir, hasta principios de los años 80, cuando regresé a La Trinidad a asumir el bachillerato. Ya para entonces, el plantel había cambiado de nombre: ahora se llamaba “Colegio de Bachillerato Mixto la Santísima Trinidad”.
Pero todo estaba casi igual: los salones, los pupitres, el salón de profesores, la rectoría e incluso, el rector era el mismo: un sacerdote erudito llamado Nicolás Vergara Álvarez. Lo único diferente era que ya Samir no hacía parte del estudiantado sino de las bandas de forajidos que se paseaban a lo largo y ancho de la Calle del Pozo; en la Calle de la Magdalena o se sentaban en las esquinas, en la Plaza de la Trinidad o en la Calle de La Sierpe.
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Se comentaba de él que se había convertido en un bandolero sanguinario, que no tenía inconvenientes en agarrarse a balazos con la Policía o con los agentes del DAS y que había salido airoso de muchos enfrentamientos, por lo cual la gente creía que era invencible y que hasta podía tener las siete vidas del gato.
Pero no era sólo en Getsemaní en donde se manoseaba la popularidad de Samir. También en los barrios de los extramuros, en donde yo me había criado, se hablaba de sus hazañas; y quienes lo hacían, eran adolescentes como yo, quienes no escondían su admiración por las acciones de quien también era considerado como una especie de Robin Hood del bajo mundo.
Ahora que lo recuerdo, nunca vi a Samir en su nueva faceta de personaje siniestro, pero sí me preguntaba por cuáles razones dejó de declamar poemas a la Patria para consumir estupefacientes y empuñar pistolas, que lo hacían, implícitamente, el gobernante de la, para entonces, “República Independiente de Getsemaní”.
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Recuerdo también que en los años ochenta —los de mi bachillerato— en Getsemaní se movía de todo: la prostitución callejera de mujeres y homosexuales, la venta de alucinógenos, la incursión de atracadores, las peleas callejeras con armas de todo tipo, la venta clandestina de armas de fuego y demás lacras pertenecientes al mundo del hampa.
Pero el gran personaje era Samir. Y digo el “gran personaje”, porque a muchos jóvenes de mi edad —aunque no lo dijeran abiertamente— se les notaban las ganas de imitarlo, de ser como él, de perder el miedo a echarse balazos con los efectivos de la Policía o con los bandidos más peligrosos, lo que de una u otra forma me hacía recordar los inicios de los años setenta cuando en la Zona Suroriental de Cartagena niños y adolescentes admiraban a personajes de la mala vida como “El mono Kankil”, “El burro Zandón” y “El pargo rojo”, entre otros, quienes a lo mejor murieron en su ley, porque nunca más supe de ellos.
Ahora, cercano a la tercera edad, me pregunto si lo que en realidad nos pasaba era que carecíamos de buenos referentes que nos sacarán de la rutina y nos obligaran a superar la mediocridad del ambiente que se respiraba en aquella Cartagena en donde pocas cosas pasaban y la gente parecía resignada y sin aspiraciones diferentes a envejecer dando vueltas en el mismo círculo.
Fueron muchas las veces, durante los seis años que duré cursando el bachillerato, que me acostumbré a escuchar anécdotas y comentarios sobre Samir, hasta cuando se dio la noticia de su abatimiento al lado de su hermano Manzur, lo que provocó la escritura de un poema en una de las paredes de la Calle de la Sierpe, el cual elogiaba la vida de los dos consanguíneos como si hubiesen sido héroes a los que había que rendir tributo por los siglos de los siglos.
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Fueron muchas las personas que decían estar agradecidas del difunto, porque les resolvió algún problema cotidiano o las salvaguardó de algún peligro inminente; pero también dicen que no fueron pocas las mujeres que lloraron la repentina desaparición del amante escurridizo, que nunca se sabía en cuáles tropiezos andaba.
El libro de los comunicadores Ricardo Chica y Santiago Burgos, “El fantasma urbano de Samir Bettar”, no podía tener un título más certero, pues, a mi modo de ver, no sólo arropa el mito en el que se convirtió este oscuro personaje, sino también la necesidad de los cartageneros pobres de aquella época por admirar, seguir o creer en algo o en alguien.
Y hablando de pobres, me gustaría resaltar un fragmento del libro de Chica y Burgos en donde se dice que “Samir Beetar es un tema prohibido para la sociedad cartagenera, y se encuentra relegado en los anales de las casi olvidadas páginas judiciales de la época, los expedientes policiales y los comentarios, las habladurías, las creencias, los chismes, las prevenciones, los mitos que habitan en la memoria de la gente. Visto de otra forma, el fantasma urbano de Samir no está en los discursos de la historia oficial de Cartagena, en particular, en la historia de la inmigración árabe a nuestro país”.
Resalto este fragmento, porque en aquellos tiempos sabíamos que Beetar era el apellido de una familia de industriales que tenía una fábrica de zapatos en la Calle de la Sierpe, y un almacén que calzaba a la mayoría de los cartageneros, pero en los años 80, en mi caso particular, nunca logré relacionar a Samir con esa familia. Y no lo relacionaba, porque su condición de hampón me obligaba a ubicarlo en los bajos estratos de la ciudad.
Es decir, inconscientemente, muchos manejábamos el convencimiento de que los personajes del bajo mundo en Cartagena, los que aparecían en la página judicial del diario El Universal, únicamente debían provenir de la Zona Suroriental; y con mucha más razón si eran de piel negra y de pelo recio. Pero nunca —ni por equivocación— podíamos relacionarlos con los “turcos”, como les decíamos a los provenientes del Oriente Medio .
Y me permito copiar otros dos fragmentos:
“El aspecto narrativo-popular es la descripción boca a boca de Samir como un personaje querido por su comunidad. Esta versión tiene que ver con el hecho de que siempre que era perseguido por la Policía se escondía entre las viviendas de Getsemaní. Nadie explica si los vecinos colaboraban para esconder a Samir por temor o por afecto, a excepción de Jesús Taborda (un líder cívico de Getsemaní), quien se inclina por la idea del miedo”.
El otro segmento dice:
“La historia fragmentada de Samir lo muestra como una especie de Robin Hood criollo. Como un personaje con un sentido particular de la justicia. Robaba a algunos, pero era leal con la gente del barrio. Se lee en la anécdota contada por Olivia Pérez, en la que Samir castigaba a golpes a un abusivo. O en lo dicho por el poeta Pedro Blas Julio Romero sobre el apoyo a los poetas”.
En cuanto a que Samir Beetar, tras propiciar una balacera contra la Policía o contra sus enemigos del bajo mundo, se escabullía fácilmente entrando a cualquiera de las casas de sus vecinos, escuché muchas veces decir, mientras cursaba el bachillerato en La Trinidad, que el mismo Samir y sus secuaces avisaban con antelación a los habitantes del barrio la hora en que habría un enfrentamiento con armas de fuego, para que estuvieran prevenidos y tuvieran tiempo de esconderse. Sin embargo, recuerdo que una de esas balas perdidas mató accidentalmente a uno de nuestros condiscípulos de la Santísima Trinidad.
Respecto a lo segundo —la lealtad con los vecinos— rememoro una anécdota que me contó un amigo, aún habitante de Getsemaní, quien dice haber comentado delante de Samir que su nevera se había dañado y no tenía dinero para mandarla a reparar. El relato de esa desventura sirvió para que a las pocas horas el transgresor se presentara a la casa de mi amigo con dos neveras montadas en un camión, las introdujo en la vivienda y, cuando se iba, sólo dijo: “úsalas hasta que puedas arreglar la tuya. Yo después vendré a buscarlas”.
Por este suceso, y por muchos que ya hacen parte de la leyenda de Samir, me pareció apenas natural que Chica y Burgos hicieran en su libro la comparación del antisocial cartagenero con el abatido capo del narcotráfico, Pablo Escobar Gaviria, puesto que ambos (guardando las proporciones) se ganaron el respeto, el afecto y la admiración de la gente, a fuerza de hacerles entender que estaban a favor de ellos, resolviéndoles problemas que de pronto no hubiesen podido solventar por sus propios medios, ni con la inmediatez con que lo hacían sus héroes.
En el caso de Escobar Gaviria, sus estrategias para conseguir el afecto y la lealtad de la gente consistían simplemente en reemplazar al Estado, sobre todo en donde más se requería de su presencia, aunque abundara más la ausencia. Pero, también en el caso de Samir y Escobar, era necesaria la transmisión del miedo. Los dos procuraban que sus vecinos y coterráneos los quisieran, pero que al mismo tiempo les temieran.
Cuando dije que la palabra “fantasma” en el título del libro de Chica y Burgos me parecía certera, lo expresé acordándome de uno de los muchachos que crecieron conmigo en el barrio El Socorro. Se trataba de un joven, que, atravesando su adolescencia, no encontró otra forma de granjearse el respeto de sus iguales que infundiéndoles miedo a punta de gritos, de palabras procaces, de exposición de armas blancas o de fuego; y, por supuesto, afirmando que él pertenecía a la gallada de Samir Beetar.
Es decir, desde mucho antes de su muerte, ya Samir Beetar era un fantasma, pero también un mito omnipresente en la ciudad, un poco a la manera del mito que resalta el escritor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez en su ensayo “La importancia de llamarse Daniel Santos”, artista y personaje del bajo mundo en el gran Caribe, cuya vida turbulenta produjo más de una leyenda que aún pervive en el anecdotario y el imaginario latinoamericano.
Quisiera terminar resaltando otro aparte del libro:
“(...) en 1986 murió Samir Beetar (...). En el panorama nacional, sobre las páginas de prensa, se debatían el auge del narcotráfico, la tregua guerrillera, la guerra de Pablo Escobar, las cicatrices del Palacio de Justicia, la tumba de Armero. En la ciudad, el mundo del turismo comenzaba a imponerse en la agenda, y el proceso de modernización y cambio arrojaba sus resultados, entre ellos, la consolidación de dos ciudades: la moderna de las industrias y el turismo y la de numerosos focos de pobreza extrema”.
En muchas ocasiones, durante mi adolescencia, escuché decir a mis padres que el barrio Getsemaní que ellos vivieron era uno de los más tranquilos y acogedores de Cartagena. Pero, con el desorden creciente del Mercado Público, la Calle Larga y la Calle del Arsenal, empezó a descomponerse y a poner las semillas del ambiente delincuencial que se vivió en los años 80. En esta década el mercado ya había sido trasladado al sector Bazurto, pero quedaban la Calle de la Media Luna, la Calle del Pozo y la Calle de la Sierpe como reductos del ambiente de miedo que se vivía en el barrio.
Ahora, con la llamada revitalización del Centro Histórico, me pregunto: de estar vivo, ¿qué hubiera hecho Samir Beetar para salvar a sus vecinos del desplazamiento que, a punta de impuestos y de servicios públicos caros, vienen ejerciendo tanto el sector público como el privado, para convertir a todo lo que era popular en otro fantasma que de seguro no encontrará sosiego ni en las añoranzas de los getsemanicenses que ya están ocupando los extramuros de la otra Cartagena?