La vieja era como todos sus años; enjuta, servicial, testaruda para recibir ayuda. Al trasladarse por los corredores de la estancia, la tata arrastraba los pies friccionándolos, como buscando la aparición del fuego entre su calzado y el baldosín de granito. Alguna chispa lograría verle, quién sabe si de tanto observarla mientras lo hacía. La recuerdo así, igual siempre; en su disciplinada parsimonia para apagar las luces de los corredores una a una con una mano y en la otra el diario; paso a paso se arrastraba la tata y si una se le pasaba encender no rompía jamás la continuidad; regresaba a esa, refunfuñando entre dientes y beligerante, inventándose de vez en cuando sectores imaginarios para encender otras luces. Sólo así, en esa dialéctica ancestral de la actividad doméstica, podía tener certeza de cuándo cambiarlos aun cuando esa actividad sí se la ahorrara, no sólo en razón a su edad sino a la poca simpatía que, a esas alturas de su partido, le despertaban los sistemas eléctricos. Allí aparecía este servidor y sólo así, como parte de la rutina del cuidado de la estancia, ella me involucraba en sus quehaceres. Haciendo de equilibrista sobre la butaca desenroscando la bombilla quemada, podía yo escucharla contar - a veces más para ella que con ánimos de mensaje- la historia de sus tantos puros santos; uno para cada día, todos muertos, algunos parientes; otros, personajes de su época, si es que la tata data de alguna época y no resulta siendo de todas, como pensaba de a ratos, cuando me iba a la habitación, después de la jornada, con el diario que me daba para espantar los mosquitos, que siempre estaban, fuera tiempo de lluvia o sequía.
Desenroscaba yo lento la bombilla del sector a las que les correspondía cambio e insistía, como hasta el último día que la vi, que contara, “de una puta vez por todas, tata, por qué eres mi tata”. Y ella, alegre de lo ofuscada, me decía entre dientes que procurara lavarme esa boca, que tanto viaje no me servía pa´mucho, mientras me daba la palmadita seca que, hasta hoy, me encajó en las nalgas, como respuesta. Luego, mostrándome las encías en señal de sonrisa, me buscaba la cara, a ver si me había molestado. A mí la sangre me hervía y pido perdón porque, por esos diez segundos subsiguientes a la palmada y el acto reflejo de buscarme el rostro para sonreírse, yo le ponía, imaginariamente, los santos oleos a mi tata. Luego brillaban tanto esos ojos nublados conjuntamente con sus encías e ipso facto me rescataba de tan nefasto deseo. Me encajaba la sonrisa y acto seguido este servidor se reconciliaba con la tatita y por ahí derecho con su humanidad, expiando lo impío de mis pensamientos brincando de lámpara en lámpara con la butaquita, esperando a la tata con el canasto de los repuestos, la mochila de los usados y la bolsita de los rotos de la que se encargaba ella, y sólo ella, nunca yo, de vaciar los desechos vidrios donde correspondía; como ese ritual piadoso en señal de agradecimiento hacia este servidor, su tataranieto, bisnieto –mi arbitraria y amarillista cuenta-por tan mala disposición pero tan solícita paciencia con esa vieja que a duras penas alcanzaba a arrastrarse.
Y con esa, cerrábamos. La butaca a su lugar; mi vida, a la libertad de no ahogarme con la respiración entrecortada y perenne tos de la tata. No puedo yo hacerme cargo de mantener ese estado que provee la sola imagen mental del tata y todos sus puros santos, sin iglesia ni Cesar. No me queda otra que comenzar esta historia para recuperar todo lo que de ella me hacía sentir vivo, todo lo que esos santos me han proveído de vida. Al fin y al cabo, la tata era otro condimento suave y, por demás, causal, rociado al gusto de mantenerme complacido con la manera que luce el mundo.
Aunque fuera siempre un rotundo gusto acompañarla; en su ausencia, los corredores tornaban se casi hostiles cuando, al paso ligero de querer regresar a la habitación, evitaba infructuoso mirar hacia todos los lugares donde se me aparece la butaca y la mente se sienta, conmigo, mientras yo me subo y hago la del desubicado que recuerda cuando recuerda y cree que vuelve cuando, con toda redundancia, se recuerda haciendo la misma acción. Pero ya no. Ya no me paro sino que mi cabeza sienta mi cuerpo sobre la butaca y se anida, esperando dónde aparecerá esta noche, o mañana, cuando me vuelva a sentar en la butaca y esperar, en y con esa, la historia con cada lámpara, esperanzado en que cada luz traiga más de una o dos historias sobre tantos santos sin bata ni terciopelo, tantos gatos que contó, tantas hermanas que tenía y yo no supe de dónde tanto ovario la mamá, para parirlas.
A veces la noche me cae ahí, en el recuerdo. Y no es que la extrañe, es que ahí la vuelvo a tener; a ese pedacito de ausente aún en vida, aún cerca.
La última vez que intentaron convencerme que la tata no existía les recordé que no tenía yo la culpa de haber cambiado, bajo su mando y siempre, cada una de las bombillas.