“Ha finalizado el primer Congreso Latinoamericano de Médicos Escritores, realizado en la ciudad de Santa Marta, Colombia. Se ha publicado el libro “Médicos Escritores Latinoamericanos” que recoge cuentos, poesías, micro-cuentos y ensayos de profesionales de la Medicina de todo el continente. El siguiente cuento de autoría de Álvaro Monterrosa Castro ha sido incluido en dicha selección.
“Nada habla tan bien de nuestro dolor
como nuestros silencios”
Richard Crashaw
La lluvia llegó de pronto. Sin avisar. Sin anunciarse si quiera, sin que hubiese truenos, ni centellas ni relámpagos, sin que nubes negras cubrieran el azul profundo del cielo del Caribe, sin que el sol, el solecito hermoso de penachos dorados propiedad de Angélica Segunda, se hubiese visto obligado a ocultarse.
Cuando empezaron los fuertes goterones a golpear sobre el cristal de la ventana, Angélica Segunda llevaba para esos instantes cuatro gruesos días con sus largas noches llorando. Lloraba la tragedia más grande de sus quince años. Estaba tendida boca arriba, mirando el techo blanco y las molduras de yeso de su habitación, extasiada con las lágrimas de cristal de las lámparas de aplique que la miraban con desconsuelo desde las cuatro paredes del dormitorio.
Tenía desordenada la cabellera negra y larga. Aún tenía puesta la pijama de la noche anterior, la mirada serena, las pupilas contraídas, los labios tensos, las manos encrespadas y cada vez tenía más la certeza de que no había punto de retorno en los hechos por los cuales había llorado a mares en esos días, hechos por los que había agotado prácticamente todas las lágrimas que tenía en su interior.
Había dejado esos mismos cuatro días la ventana abierta, por donde ansiaba verlo volver. Inconscientemente pensó que esa ventana abierta de par en par podía ser un faro en la oscuridad de la vida, faro que debía lanzar luces multicolores a lo infinito para marcarle e indicarle el camino de regreso.
Deseó en lo más recóndito de su ser que esa amplia ventana abierta por completo fuese un espejo que reflejase sus ojos llorosos hasta la profundidad de los cielos, que su imagen se metiera a través de las nubes, que sorteara la enramada de las copas de los arboles más lejanos, y que él pudiera verla y de seguro intentar regresar.
Anheló que esa ventana cantara, que fuese un cántico que se transmitiera de cerca y de lejos, que fuera el canto más tierno del mundo, que llegara a calar los huesos, un canto que compitiera con las notas bellas de las sirenas que duermen de noche sobre los malecones donde se estrella vencido y sin remedio el mar Caribe a los pies de Cartagena de Indias. Un grito de angustia convertido en una canción de amor que llegado a sus oídos le indicase la ruta para volver.
Hasta deseó salir descalza, despeinada, sin arreglarse en lo más mínimo y correr por las calles, hasta llegar donde los Pegasos del muelle, subirse en cualquiera de los tres y pedirle que la llevara sin rumbo y sin carta de navegación en su búsqueda. Estaba dispuesta a buscarlo sin descanso hasta el final de los tiempos. Estuvo a punto de hacerlo, porque Angélica Segunda sabe que los tres caballos alados que de día están petrificados y mirando hacia lo infinito del mar en la Bahía de las Ánimas, en las noches sin luna de los agostos solitarios y calurosos, vuelan.
-¿Y es que no piensas cerrar la ventana?, mira que se está metiendo la lluvia -, le anunciaron sin más intenciones que eso, desde otra estancia del apartamento.
Se sentó de un golpe sobre el borde de la cama y al instante comprendió que cerrar la ventana era como apagar el faro, cubrir el espejo y callar al juglar.
Se acercó al borde del ventanal, dejando que las gotas gruesas y frías le golpearan inmisericordes el rosto. Muchas gotas cayeron sobre sus ojos y se mezclaron indolentes con las ultimas lágrimas que le quedaban en su ser. Vio a través de la lluvia y bajo el resplandor atónito del sol que los tres pedestales de los Pegasos estaban solos.
También vuelan de día se dijo, también huyen cuando llega la lluvia. Eran la única oportunidad que tenía para ir en su búsqueda. Todo estaba consumado y recordó las clases de religión y a la monjita. Ya no había caballos alados para llevarla, el agua entraba a cantaros y mojaría todo por dentro. Tenía ya que cerrar la ventana para siempre y con ellos desconectar perpetuamente el faro, romper en mil pedazos el espejo sin importar los siete años de mala suerte y silenciar de una vez por todas las notas y los acordes de los cantos de auxilio.
Abrió los brazos en cruz, se acercó lo más que pudo al ventanal abierto de par en par. Se le antojo que las mangas largas de la bata ancha de dormir le podían servir de alas, y tuvo la certeza que también podía volar. Sintió en su rostro la bocanada provocativa de la brisa fresca que soplaba y se deslizaba eufórica por el piso doce del edificio donde estaba. Escudriñó el horizonte con sus ojos intensamente negros, hasta ver el otro borde del océano, mientras su cabellera azabache de mulata se mecía feliz y a su antojo.
Buscó con la mirada un mueble para subirse y ponerse de pie en el borde mismo de la ventana. Sintió que lo había conseguido con facilidad. Se le ocurrió que sería bueno envolverse en la cortina para tener más y más plumas, para poder volar y volar bien lejos, de ser preciso. Agudizo la vista, y creyó meterse entre los chorros de agua que caían del aguacero más grande y súbito del año. Sintió la ingravidez del aire, su peso se redujo a ceros, se deslizó ya inconsciente por el vacío, no obstante flotó a sus anchas y con satisfacción, y sintió la dicha de ser como él.
Sintió la felicidad de ser quién era, y entonces fue que lo vio. Lo vio clarito a la distancia, entre la adversidad en la que se había embarcado. No supo, ni pudo imaginarse si estaba arrepentido de haber hecho lo que hizo. Lo vio empapado en agua lluvia, intentando buscar lo que decía que le había hecho falta. Lo vio volar y volar y volar, porque había dicho que algún día iba a volar. Mas ahora volaba sordo y ciego. Ajeno y sin norte, y sin escuchar los cánticos aunque le llegasen, y sin ver la luz del faro aunque lo deslumbrasen.
Y volaba y volaba y volaba. Era lo único que quería: volar y volar. Volar y volar, sin escuchar y sin mirar, sin notar que las aves rapaces ya sin sus disfraces, las mismas que le habían dicho: «salta, escápate, vuélate, vuélate», giraban danzantes sobre su pequeñita y emplumada cabeza y lanzando graznidos obscenos y vituperaciones perversas se alistaban para darle con emoción un zarpazo final.
-Mira, niña, que se mete la lluvia. Y no te mojes que te vas a refriar.
Angélica Segunda escuchó a la empleada doméstica trajinando en la habitación. Estaba de verdad pegada a la ventana, los brazos abiertos en cruz tomando los bordes de las dos hojas abiertas de par en par. Dio un paso atrás y la cerró con suavidad, para sentir los estertores del fin del mundo. Vio el último atisbo de luz en el horizonte y sintió clarita la última campanada de su existencia. Apoyo desconsolada la frente sobre el cristal y se rompió para siempre el lazo de unión que ella quiso eterno. Lo vio por última vez, cerró los ojos para no imaginarse cómo le iría en su vuelo, le deseo lo mejor aunque las aves rapaces, con la trampa funcionando, giraban y se lanzaban en picada sobre su cabeza.
Angélica Segunda no tuvo una gota de valentía en su sangre, más bien estaba llena de debilidad y cobardía, cerró los ojos para no saber si él volando se había escapado del peligro, o si había sido devorado y convertido en banquete de los predadores. Apretó aún más los ojos y se juró amarlo y seguir llorándolo por siempre y a diario, aunque no tuviese ya lágrimas. Lo había tomado entre sus manos en un lejano enero cuando apenas era un pichoncito, inocente, tierno, con pocas plumas, sin saber volar, cuando apenas caminaba dando tumbos. Lo cuido con esmero, lo cubrió en las noches de frío, lo abanicó en las horas de calor, le dio agua pura, lo bañó, lo olvidó cuando padeció la varicela, y no obstante siempre le dijo: «mío, mío, mío», y por estar convencida le hizo con sus propias manos y como trabajo de manualidades del colegio una jaula de oro, utilizando los dijes, los botones, los topitos, los collares y hasta las medallas de mejor estudiante.
El ave creció con los años hasta ser un hermoso canario de alas largas, plumaje amarillo intenso y canto precioso. Cantaba en las mañanas anunciando el nacimiento del sol, y un día cantó tan hermoso que atrajo a un par de aves rapaces vestidas de mansas palomas que le invitaron a salir y volar, y le dijeron que era mejor volar, ir hasta las tierras de una diosa distante y buscar nuevos horizontes que estar en esa jaulita de oro. Lo convencieron y hace cuatro días nadie sabe quién abrió la jaula, y el canario voló y voló y voló.
Ya la ventana estaba cerrada. El vidrio se moja por fuera por la lluvia implacable convertida en torrencial aguacero. Y por dentro se moja con las últimas lágrimas de dolor que le quedan a Angélica Segunda. Ha perdido su canario para siempre y ahora está sola, sin el preciado tesorito de sus quince años.
Se separó de la ventana. Cerró la cortina. Dio la espalda y fue al fondo de la habitación. Tomó la jaula, la acarició con suavidad y nostalgia, le colocó una nodriza en el aro superior, la empuño en su mano izquierda y la sintió palpitar, e incluso sintió el latir del corazón amoroso del canario. La habitación se envolvió en una inusitada luminosidad azul mientras ella tomaba la jaula y la ponía en el lugar donde se quedaría por siempre.
Desde ese día, Angélica Segunda lleva y llevará en su blusa a manera de prendedor una jaula de oro por delante del corazón. Además, cada mañana llorará en seco un instante, justo cuando el reloj despertador anuncie la salida del sol y le recuerde al canario que se fue volando y volando y volando.
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http://dx.doi.org/10.16925/9789587600629