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¿Cuántas miradas resiste un ser vivo? ¿De verdad se presienten las miradas? Si es así, la piedra amarilla y la madera descolorida y vuelta a reavivar deberían saber ocultarse para no seguir protagonizando la postal decimonónica que exigen todas las exposiciones. La mayoría de las veces, millares de pupilas rescatan involuntariamente esas esquinas, esas plazas y esas paredes que otros tantos ojos han registrado desde fechas que el mismo tiempo devoró. Son contables –y sobrarían piezas-- las ocasiones en que un ojo rebelde se sale del guión y empieza a mirar las formas de otra forma. A moldear el entorno con otro torno. A salirse con la suya cuando se trate de mirar alturas, soles húmedos o cielos en despedida; o como cuando el hilo de la cometa se revienta en medio de la ventisca más temeraria. De tanto visar y revisar, cualquier ojo carente de creatividad creería que se agotaron las miradas que puedan coleccionar recuerdos distintos de la ciudad que flota sobre una de las esquinas más privilegiadas del Gran Caribe. Afortunadamente es lo contrario: las miradas pueden elevarse y, desde las alturas, rastrear los ángulos más dicientes con la negrura del pavimento como telón de fondo. Se puede hacer que las miradas se posen a ras del suelo y, desde las posturas más reverentes, captar la majestuosidad de las casonas, no sin la presencia de algunas ramas verdes y el cielo -siempre el cielo- robando su espacio sin ninguna discreción. Se puede lograr que las miradas penetren las entrañas de las moles más antiguas y, desde sus espacios poblados de sombras, exponer el caparazón de las longevas edificaciones, mártires de la intemperie y de las atrevidas remodelaciones. Se trata de mirar hacia arriba sin temerle al inclemente sol ni a las heridas de la capa de ozono. Mirando hacia arriba se ven las cosas de otra forma. Se ven pequeños balcones como si fueran los ojos de las paredes más silenciosas; se ven balanceando, en los grandes balcones, sembrados de flores que cuelgan de sus listones. Habría que contemplar los disímiles estilos de ventanas dialogando en su silencio de épocas o la rectilínea presunción de las iglesias, como apostando a cuál sería más audaz tratando de rasgar el pellejo comburente del sol. Mirar hacia arriba es admitir que el cielo -toldo tejido en hilillos de nubes- se goza su propia comparecencia. Es decir, no se le puede ignorar. Ninguna mirada podría aislarlo del encuadre. Ninguna exploración humana sería capaz de prescindir de esos matices a veces cargados de lluvias atrasadas y de relámpagos que acobardan la inocencia del citadino raso. Nada se puede contra el cielo. Pocas cosas -por no decir ninguna- pueden entorpecer su trabajo de hacer vivir los colores de los muros o de los corredores más altos donde se aburrían distinguidas señoritas de rostros esplendidos e inteligencias escasas. Mirar hacia arriba, aunque sea buscándoles otras formas a los fragmentos encumbrados de la ciudad, es recordar que él está ahí. Que está con sus contaminaciones y su chatarra sideral, siempre exhibiendo su bandera de un solo color, siempre coronando las más altas aspiraciones, siempre estimulando la imaginación del que ambiciona otros panoramas para recrear sus pupilas.