Una vez estando en Quibdó, una estudiante chocoana me preguntó que si nosotros éramos todos iguales a Chepe Fortuna, personaje costeño de una telenovela nacional. La aparición de “Déjala Morir” sirve para no dejarse morir por la hegemonía de contenidos culturales que se piensan desde Bogotá.
Cuando el guionista barranquillero Andrés Salgado estaba escribiendo la telenovela “El Joe, la leyenda”, se le desparramó la memoria musical del caribe por todas partes en el marasmo del olvido social y allí, ante la imposibilidad de recordarlo todo y contarlo todo al mismo tiempo, se le apareció Emilia Herrera. Con el tiempo, Salgado terminó escribiendo el guión de “Déjala Morir”, una mini serie que se transmite por Telecaribe de lunes a jueves a las nueve de la noche. Con maratón de capítulos, los fines de semana.
A comienzos de los años ochenta la emisora radial Victoria Internacional estéreo marcó buena parte de la banda sonora de la vida en Cartagena. La programación de Victoria era pura música “solle”, es decir, todo el universo discográfico con géneros como el rock, el pop, el reggaee, pasando por el tecno y la música country entre muchas otras manifestaciones de cantantes y grupos de Europa y Estados Unidos.
Semejante fenómeno social y estético se resolvió de un tajo en los sectores populares de la ciudad con una sola palabra: “solle”. Escuchar esa emisora supuso todo un repertorio de prácticas en la vida de los más jóvenes en el vestir, en el caminar y el bailar, en el posar para la foto, en ansia por la tecnología y por conectarse con el mundo, con el ansia por el cine juvenil y musical de la época, con el ansia de ser moderno. Era tal la relevancia de la cultura juvenil “solle” en Cartagena que una vez, Irina Mercado, mi gran amiga me dijo: “Cuando se acabó Victoria, se acabó Cartagena” y, si mal no recuerdo, eso fue a mediados de los años ochenta.
Lo cierto es que, para entonces, había en la ciudad una compleja y cada vez más heterogénea banda sonora que acompañaba la vida de todos sus sectores sociales. De manera que las fiestas “solles” que se hacían en barrios como Las Colonias (Manga), Olaya o Blas de Lezo comenzaban con Rod Stewart y terminaban con los Soneros de Gamero, pasando por las canciones de salsa erótica. Lo mismo pasaba en los picós barriales, fue ahí donde por primera vez sonó la música disco en Cartagena, y no tanto por la radio, toda vez que la vida de muelle facilitaba el acceso de los picoteros a todo el repertorio de música que venía de varios continentes.
El reportorio musical de picó era de una gran sofisticación multicultural que servía como escuela popular de la pluralidad estética, en términos musicales y hasta más. Para la madrugada del día de las velitas, podías escuchar del picó de Mañe lo último de los Jackson Five junto con lo último de La Niña Emilia.
Toda esa memoria, todos esos saberes y sentimientos cayeron en un profundo olvido social. Hay platillos de la gastronomía popular cartagenera que las nuevas generaciones no conocen, por ejemplo. Lo mismo pasa con ciertos juegos infantiles y, también, se olvidó el saber geográfico de la música, pues, el público local se interesaba por conocer y valorar el país de donde venían los principales exponentes de la champeta africana.
El gran cronista cartagenero Rubén Darío Álvarez hizo un maravilloso esfuerzo por recuperar la memoria musical de los ochenta en Cartagena, al escribir en 2014 “La Fuga del Esplendor” libro que recomiendo especialmente. Allí se encuentra un capítulo dedicado a la gran exponente del folclor regional Emilia Herrera cuyo subtítulo reza: “De la ranchera al bullerengue”, lo que resalta el repertorio amplio y plural del gusto musical de las gentes del caribe y su capacidad de apropiarse de otros sentimientos, como los que llegaron de México, entre otros lugares.
Decía entonces que el escritor y guionista Andrés Salgado hizo un espléndido trabajo de conocimiento, reconocimiento y valoración de la música popular del Caribe colombiano en cabeza de La Niña Emilia, toda vez que se trata de su biografía en un contexto que da pistas sobre la vida en el Gran Bolívar rural desde finales de los años cuarenta, hasta mediados de los años noventa del siglo XX.
Uno de los aspectos más destacables de “Déjala morir” es que está pensada, diseñada, producida, realizada y hecha por un grupo de trabajo caribeño. No es un asunto regionalista, pero, si es un importantísimo asunto de enfoque narrativo. Aquí resulta fundamental la sensibilidad desde dónde se cuentan nuestras propias historias. Que nadie venga a decirnos cómo somos o cómo relatarnos. Destaca entonces la gran factura en la confección de la mini serie, de una calidad internacional. Y mucho más que eso. “Déjala Morir” es una de las poquísimas producciones de ficción que se han hecho a lo largo de los casi 30 años de historia de Telecaribe. De manera que esta es otra vez, una primera vez, en mucho tiempo, desde cuando presentaban a mediados de los noventa los seriados barranquilleros dirigidos por Yuldor Gutiérrez, por mencionar una de tantas experiencias.
Hacer dramatizado en la historia de la televisión del caribe, se puede ver como un acto de resistencia a esa hegemonía andina predominante en la formación del relato nacional, donde ellos nos esquematizan con estereotipos. Y, lo peor, es que nosotros nos dejamos. A mí no se me olvida aquel muchacho negro semi - encueros y encadenado de pies y manos expuesto como esclavo de promoción turística de Cartagena en Bogotá y que salió en toda la prensa nacional. Es así como aquella ideología de la superioridad y antidemocrática de buena parte de la elite, de aquí y de la capital, nos convence y nos apacigua a una buena mayoría, de que somos inferiores.
“Déjala Morir” es un alivio por su dignidad en forma, enfoque y contenido. Este es un espacio muy corto para destacar el logro del equipo de producción en cabeza de Alessandro Basile, Ramsés Ramos y Edwin Salcedo. Merece especial brillo el espíritu de la gran actriz cartagenera Aida Bossa, toda vez que facilita el pacto comunicativo que los diversos públicos hacen con “Déjala morir”. Bossa personifica el recuerdo que cierta generación de la audiencia, tenemos de la Niña Emilia. Bossa construyó un personaje verosímil que se fundamenta en un universo de pistas, huellas, visajes que dejó la Niña Emilia en sus gestos, sus posturas, sus actitudes, su movimiento y su risa. La voz del personaje de Bossa es quizás el rasgo más distintivo de la memoria, pues, cuando cantaba, la ronquera natural de la Niña Emilia sonaba a ron, a tambor, a conocimiento propio.
“Déjala morir” nos cuestiona en varios aspectos. El más obvio es que si se puede (y siempre se ha podido) hacer dramatizado de muy alta calidad en el Caribe colombiano; más bien, somos víctimas de la trampa y la precariedad institucional tanto del sector público, como privado. Dicho esto, se da por descontado nuestra capacidad creativa y de talento, manifestada a lo largo de nuestra historia social. Pero, lo más importante, es que “Déjala morir” rompe nuestra condición periférica (En especial, en términos de enfoque y confección del relato propio). Es como una revuelta que pone en evidencia nuestro estado de inferiorización (prácticamente en todas sus dimensiones) respecto a la capital colombiana y a cualquier interés particular, ya sea local, foráneo o combinados.
“Déjala morir” es una oportunidad de pedagogía social, es la oportunidad, más allá del recuerdo y la memoria, de aprender a ser caribeños en Colombia: hecho y actuado por nosotros y para nosotros. Es por eso que, hay que hacer todo lo posible para que “Déjala morir”, también se vea en Quibdó, para que no sigan pensando que somos iguales a “Chepe Fortuna”.