Rosales


Por su apellido. Así identificábamos a los profesores en el Colegio Fernández Baena. Hacía tercero de bachillerato en el año de 1982, creo. Y Rosales era uno de los dos profesores de sociales, el otro era Luna: un mulato riguroso y con pinta de pelotero efectivo. Luna era templáo. Con la mirada ponía el universo en orden.

Rosales tenía pinta de monje medieval. Chaparrito, gordito, calvito y sudaba todo el tiempo. Era un hombre de actitud trascendental, lo que se manifestaba en el timbre de su voz. Escucharlo era entrar en contacto con un perfil erudito en el marasmo de la clase hacia las once de la mañana. Una clase con unos cuarenta muchachos y un puñado de muchachas, para completar casi cincuenta. Aquel año Rosales dictaba la materia de historia universal.

Papá vendía libros en la calle. Vendía enciclopedias de los más variados temas. Entre ellas, de la editorial Salvat, una dedicada a la historia universal. Advertí un día que las enciclopedias comenzaron a pasar de lo general a lo particular. Temas muy precisos sobre historia de los caballos, historia del arte, historia de Colombia, historia de los automóviles, historia de la pintura, historia de la arquitectura. Había tanto que decir de todas las cosas que han pasado a lo largo de un complejo devenir en todo el mundo. Entre mis preferidas había dos. Una dedicada a la historia del cine y otra dedicada a la historia de la Segunda Guerra Mundial.

Esta última tenía unas impresionantes fotografías en blanco y negro y algunas otras a colores. Eran imágenes del horror, pero, las encontraba fascinantes. De aquellos textos que acompañaban las fotos, no entendía casi nada. Nada más pasar las páginas de los cinco tomos, con cierto ritmo, daba la misma emoción que ver una película bélica. La cara dura de Hitler. Las hileras interminables de soldados nazis. Las luces trazadas por las balas disparadas desde aviones. El fuego antiaéreo. Calles y monumentos en ruinas. El rostro frío de la muerte. Entonces no entendía por qué el mal se desató de forma tal que el bien parecía haberse erradicado de la faz de la tierra.

Con el tiempo me di cuenta que el holocausto de la Segunda Guerra Mundial no era el primero. Entendí que vamos de holocausto en holocausto que se justifican para explotar, oprimir, excluir, jerarquizar, inferiorizar. Me di cuenta que las enciclopedias que papá vendía nos enseñaban un solo holocausto. El único, por sobre todos los demás. Me di cuenta que cuando uno lee hay que ponerle atención a lo dicho, y también, a lo no dicho. Y lo que nunca se dice es que Hitler obligó a los europeos a tomarse una cucharada de su propia medicina, una que hemos tomado desde que Colón llegó a estas tierras.

Rosales habló de la Segunda Guerra Mundial. Fue un día inolvidable. Era como si se hubiese metido en esa fábula de película que veía al final de la tarde en las enciclopedias que vendía papá. Yo quería saber en qué estaba Colombia mientras el mundo se desgajaba. “Submarinos”, con esa palabra Rosales comenzó su pequeña disertación. Una referencia que no estaba en las enciclopedias, ni en el texto escolar. Rosales nos señaló el mismísimo mar que se veía desde la loma donde está encaramado el colegio. “Submarinos nazis hundieron varias fragatas y varios barcos mercantes de Colombia. El caribe estaba infestado de esas mortíferas máquinas. Pero, nuestra gloriosa armada nacional, atinó a hundir varios de esos malditos”, fue su contundente testimonio. Y digo testimonio, porque lo contaba tal y como si él mismo hubiese sido espectador directo de los hechos.

El curso quedó estupefacto. Siempre creí que la mayoría de los estudiantes no se tomaba muy en serio a Rosales. Ni la historia. Sin embargo, a la voz de submarinos nazis en nuestras propias narices, el curso entero se inquietó por un instante. Aquel día nos dimos cuenta, por cuenta de Rosales, que lo nuevo es lo olvidado.


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