El barrio quedó de luto festivo cuando las emisoras anunciaron que Ismael Rivera, “El sonero mayor de Puerto Rico”, había fallecido en su casa de la Calle Calma: su corazón se negó a seguir tamborileando bajo esa piel de guerrero dahomeyano que lo cubrió durante 56 años. Y durante un día entero las emisoras de ese gran barrio poblado de esquinas y de esquineros, que es el Caribe, programaron toda una lista de canciones famosas y poco conocidas de quien fuera uno de los más grandes intérpretes de la música popular latinoamericana.
Las esquinas se llenaron de camajanes de viejos tiempos, armados con enormes grabadoras, botellas de ron y de cerveza, con un dejo de tristeza en el rostro, pero dispuestos a disfrutar de las violentas improvisaciones que Ismael sacaba a borbotones de su cabeza siempre recién cepillada y abrillantada por la gomina.
Los camajanes, los muchachos del barrio, de las esquinas y de los cigarros fabricados por ellos mismos con cierta planta prohibida que les amplificaba el sabor de la bembeyé, desempolvaron sus camisas de colores, sus mocasines blancos y sus gorras domingueras en honor de “Maelo”...porque así se acostumbraron a llamarlo desde que entendieron que él era uno de ellos.
Ismael Rivera, más que músico, más que cantante, más que estrella de la constelación afroantillana, era un vecino del barrio. Un albañil que resanaba las paredes con certeros disparos de cemento y arena, pero también cicatrizaba las heridas con el arco iris que le surgía de la garganta cuando le daba rienda suelta a su cuembé na´más o a la yegua de Tiburcio, que es del Machuchal.
Ismael nunca dejó de ser el habitante del patio que saludaba a los vecinos como si tuviera treinta años de no verlos, que se paraba en las esquinas, en la playita o en los parquecitos a repartir helados para los niños negritos que le recordaban su propia infancia al lado de Margarita, su madre, la que chasqueaba los dedos en los oídos del futuro sonero para inocularle la electricidad con que cantaba todo lo cantable que había en este mundo.
Maelo vivía en Loiza Aldea, en Santurce, en la calle Calma, en la casa número 2003, pero igual palpitaba en San Francisco, Torices, La Esperanza, Getsemaní, San Diego, Chambacú, Rebolo, Barrio Obrero o Juanchito. En todas partes estaba presente, pero su omnipresencia únicamente tenía lugar entre ese montón de caras lindas de la gente negra.
El sabor de su bomba y su plena, el sentimiento de sus escasos boleros, lo inagotable de su sonería parecían no tener otro destino que recordarle a los bailadores, a los coleccionistas y a los picoteros que un vecino de ellos estaba escalando los pisos más altos de cielo, con el único propósito de regalarle al planeta la música brava que retumbaba en las manos de los pleneros de la Calle Calma, sin más aspiraciones que desaburrirse de la miseria. Y como resultado, ese formato de saxofones con trompetas que se inventaron los muchachos de Cortijo para acompañar la voz de Ismael, es ahora un fabricador de evocaciones. Una excusa para rememorar infancias barriales, con calles encharcadas y mujeres lavando ropa en bateas de cemento al final de los patios, en donde un árbol de tamarindo sirve de atril para el pequeño transistor que anuncia una noticia jocosamente dolorosa: mataron al negro bembón...
Un domingo, a las diez de la mañana, mientras un grupo de niños se complace golpeando la bolita de caucho sobre la arena salada que invade las calles, un equipo de sonido también arroja cierto lamento lacerante, de esos que se encarcelan en el sentimiento, predispuestos a nunca más salirse: Así fue que yo pude ver/las ingratitudes de esa mujer...
El barrio siempre estuvo presente en el sonido de esas canciones. Sin embargo, la voz de Ismael tiene todavía la potestad de convertir la memoria de sus partidarios en una secuencia de imágenes que remiten al barrio, pero al barrio pobre, tercermundista, lumpenal y estrato cero del Caribe popular. Otros ídolos de la música antillana también podrían remitir al barrio, pero al barrio latino en la metrópoli gringa. Ismael no. Él nunca pudo ni quiso arrancarse de adentro el estigma de una infancia limitada de cosas materiales, pero abundante en afectos que le permitían ser uno de los mejores estudiantes en las escuelas Pedro G. Goyco y Rafael Labra; y al mismo tiempo erigirse como excelente percutor en el toque de los tambores que improvisaba, en las horas del recreo, sobre cajas de cerveza y en medio de la muchachada que tal vez no alcanzaba a imaginar la trascendencia que cobraría esa voz en el futuro cercano.
Esa alegre muchachada —pero con más años— sería la misma multitud que el gran barrio del Caribe vio a través de la televisión cargando el féretro que guardaba los restos mortales de Ismael, el sonero de la Calle Calma, que regresaba a la tierra, pero con la bandera de Puerto Rico en el pecho y la música sonando por todas partes, como un agradecimiento gigante a lo que fue su existencia. Y a lo mejor, nunca supo que en otros rincones del Caribe, en otros Santurces llamados Olaya Herrera o San Francisco, los muchachos pobres —negros y discriminados como él— entierran a sus muertos de la misma forma: todo el barrio sirviendo de soporte para cargar los ataúdes, el equipo de sonido y las botellas de ron que convertirían en un carnaval del dolor la partida de ese coterráneo llamado tempranamente por las estrellas.
Es como una conexión invisible y terrígena la que existe entre los pobres del Caribe. Por eso, la rebelión cultural de los pleneros de los cinturones desamparadas de Puerto Rico suele tener cierto hermanamiento con el de los cantantes de champeta de la zona suroriental de Cartagena: mientras los negros borinqueños querían que se supiera que no todo podía ser música cubana, que la bomba, la plena y la guaracha también tenían derecho a conquistar espacios, los mulatos y mestizos de Cartagena pugnaban por expresarse a cielo abierto con sus propias canciones, guitarras y percusiones, aunque en el formato de una música aprendida (y aprehendida) a través del picó, que sigue siendo el rey de la comarca.
Las palabras de Ismael, hablando de sus inicios con los tamboreros ejecutantes de la plena en las playas borinqueñas, son más que reveladoras: “(...) es que nosotros tocábamos en grande los fines de semana y ahí montábamos lo nuestro...y la gente nos iba a ver y les gustaba...yo no sé, decían que tocábamos distinto... (...) parece que era el hambre (...), porque sonaba con una rabia, una fuerza, loco por salir del arrabal, inconscientemente...¿me entiendes..? Ese era el tiempo de la revolución de los negros en Puerto Rico (...)”.
Y como los cantantes de champeta, el viejo Maelo también descubrió la oportunidad de aprovechar la música para retratar a los personajes del barrio: los chismosos (“La crítica”), la gente querida (“Mi compay Chipuco, “Chóngolo” y “El negro bembón”), el marido irresponsable (“Pa´lo que tú le das”), el vecino vanidoso (“El negrito Culembo”), las peleas entre vecinos (“La hija de la vecina” y “Madame Calalú”) y el pregonero que cruza todos los días por el barrio ofreciendo sus manjares (“Caramelo Santo”). Todos, pero todos, fueron exaltados por esa lírica encarnizada, pero inteligente, que Ismael impuso como una cátedra que aún se estudia en la universidad de la calle.
Por esas calles del estudio sabroso, del bembé, del rucutucutú que baila el muñeco, del maribelemba, de la tambora, de la conga, del chivo de la campana y la bomba, un mar de cabellos apretados llevaba sobre sí el último barco en el que a Maelo se le ocurrió embarcarse para formar el desorden en el más allá.
¿Quién le diría a ese prieto que allá todos somos iguales? ¿Qué allá la cumbancha es de todos con todos? ¿Que nadie se cree más que nadie? ¿Que allá la muerte no come de cuento? ¿Quién le diría? Seguro fue Margarita.
"Mi entierro va a ser el acabóse. Ahora verán lo que quiero: lucecitas, coronas, cero flores, pues yo lo que quiero es que lo gocen..."
Y el barrio le cumplió, como le ha seguido cumpliendo durante todos estos años en que nunca se ha dormido su atropellado soneo, su fraseo sin condiciones y esa electricidad cardíaca que hacía que hasta el más tímido gritara: ¡Caballero, qué bomba!