Durante 18 años, Elisa Hernández Flórez envió cartas desde Venezuela a sus familiares residentes en Cartagena.
Sus escritos volaban todo el año, desde Caracas hasta La Heroica, envueltos en el envelope fondo azul que lucía rombos azules y rojos en las orillas, y que todo el mundo usaba en esa época.
En esas líneas venían las promesas del pronto regreso que muchas veces terminó aplazado. En el barrio Santa María estaban su madre y sus hijos aguardando más su presencia que sus cartas; en La Esperanza y en Torices, sus hermanas no sólo detenían el vuelo de aquellas palomas azules, sino que las devolvían con mensajes nuevos en la policromía de sus picos.
La caligrafía elemental, pero delicada, que utilizaba Elisa, hablaba de su relación con los dueños de las casas en donde trabajaba, de sus conversaciones con los demás empleados del servicio, de sus repentinas soledades —teniendo como fondo los cerros caraqueños— y terminaban estampando muchos besos y abrazos para hijos, sobrinos, hermanas y primos.
Todos se acostumbraron a ver, a través de las ventanas de madera, la bicicleta gigante del cartero, su uniforme, su morral en la espalda y su rostro cambiante —bajo el sol, bajo la lluvia— con una cajita preñada de telegramas que asustaban a quienes los recibían.
Ahora, Elisa acaba de cumplir 80 años de edad. Vive en el barrio Paulo Sexto Segundo; y poco escribe cartas, porque a tres casas de la suya, una vecina vende minutos para llamadas por teléfono celular.
A través de ese aparato, escucha la voz de Rina Mercedes Cruz, la hija menor, quien vive en un edificio de las afueras de Caracas. Las dos mujeres intercambian razones. Pero, a diferencia de Elisa hace 30 años, Rina nunca dice que regresa. Elisa tampoco piensa volver a Venezuela, porque sus pensamientos más nuevos están motivados por el inminente viaje hacia la tierra negra y añosa del cementerio de Manga.
Tanto los hijos de Rina en Caracas, como los nietos de Elisa en Cartagena, ignoran la magia de las cartas forradas con el envelope azul. La magia que adoran es la del Internet y la del teléfono móvil, a través de los que pueden comunicarse con medio mundo en un solo parpadeo.
Mientras Elisa aprovechaba las noches en que finalizaban sus tareas domésticas en las mansiones de Caracas, William Polo Pino preparaba su uniforme de cartero, y los músculos de las piernas para una nueva repartición de telegramas. Estaba recién instalado en un barrio a las afueras de Cartagena llamado El Socorro.
A las 8 de la mañana debía estar en el edificio en donde funcionaba la empresa Telecom, en el Campo de la Matuna, cuya plazoleta quedó bautizada para siempre con ese nombre.
Su primera actuación era revisar la bicicleta semicarrera, marca Monark, que compró desde que lo nombraron mensajero para las zonas 7 y 8 de Cartagena. Las dos cifras comprendían los barrios de las zonas suroriental y suroccidental, aunque fue más en la primera en donde William movió los pedales para repartir los telegramas.
Unas tres horas después de que Elisa ponía su mensaje en la oficina de Caracas, William estaba recibiendo, en el Telecom de Cartagena, una caja de telegramas de manos del jefe de mensajería que cubría las zonas siete y ocho.
Recuerda Wiiliam que, en aquellas épocas, el sol y las lluvias eran los mismos de ahora. Sin embargo, las calles de Olaya Herrera, el barrio más extenso de la zona suroriental, siempre estaban encharcadas, almacenando tercamente el recuerdo de los aguaceros de los últimos meses. Por eso, muchas veces le tocó cargar la bicicleta y brincar de seco en seco para cumplir con la misión y la obligación de entregar el telegrama, cuya sola pronunciación tenía la connotación de urgente, de grave, de rápido, de “nopierdaseltiempo”, de...
En algunas ocasiones escuchó que varios de sus compañeros fueron víctimas de los ladrones agazapados en las zonas subnormales, quienes los despojaban de las bicicletas. La empresa reponía la pérdida, pero también recuperaba la inversión sustrayendo cuotas de las quincenas del trabajador damnificado. William nunca fue asaltado, pero conformó el grupo de los carteros que sufrieron los rigores de la inflamación de hemorroides, debido a la estrechez de las sillas de las bicicletas y de las duras jornadas bajo el sol y sobre el escaso pavimento que tapizaba a la Cartagena de entonces.
“El telegrama era como el internet de ese tiempo”, afirma William, para quien entregar tres de esos mensajes significaba, aproximadamente, tres horas de rodaje hacia diferentes puntos de la ciudad. Y uno de esos puntos, pudo haber sido Santa María, en donde sólo conocería las manos extendidas de la madre y de los hijos de Elisa, recibiendo el telegrama que prometía otro regreso.
En sus años de idas y retornos entre Colombia y Venezuela, Elisa jamás utilizó el teléfono para comunicarse con los familiares que esperaban en Cartagena. Unas pocas veces se vio en la necesidad de valerse del telegrama. Su preferencia eran las cartas. Su gusto por el envelope rojiazul se notaba hasta en las maneras fluidas de las letras que dibujaba sin premura, sobre anchos papeles de mucha transparencia. En sus mensajes se presentían sus tristezas, sus alegrías, sus entusiasmos, sus depresiones. Sus primas no eran expertas en grafología, pero sus corazones eran hondos tinteros de puro sentimiento.
Muchos de esos envelopes pudieron haber caído en las manos de Rafael Castro Acosta, un habitante del barrio El Espinal, ahora residente en El Socorro, a quien sus vecinos y amigos más cercanos conocen como “Rafa Castro”.
A diferencia de William, Rafa no tenía que andar a las volandas. Debía preparar su pesada bicicleta Philip, esperar el descargue de los aviones, llenar su morral con 120 cartas provenientes de todo el mundo y salir hacia barrios como La Quinta, Torices, San Francisco, Olaya Herrera, Fredonia, Bruselas, San Isidro, la Loma del Marión; y, en el caso más extremo, hacia las fincas cercanas al municipio de Turbaco.
Su empresa funcionaba en el Edificio Fernando Díaz, calle Panamá, sector La Matuna, una dirección que recuerda perfectamente, como también rememora que para esos tiempos, no todos los barrios cartageneros usaban las nomenclaturas de ahora.
Con frecuencia pasaban por sus manos cartas con direcciones extrañas como “Calle La Antena, DDT-2, frente a la tienda el lucero y al lado del picó el gran Venancio”. La sigla DDT-2 fue la inscripción que, en los años cincuenta, la Oficina de Salud Pública del municipio dejó inscrita en las puertas de las casas, para señalar que ya habían sido fumigadas.
En la misma zona en donde Rafa Castro repartía sus cartas ordinarias, también operaba un cartero de carácter inmediato. A ambos pedalistas les tocaba dejar, en muchas ocasiones, sus bicicletas en tiendas o en residencias familiares, para internarse caminando por calles inaccesibles, ya fuera por la lluvia o por el cascajo.
Rafa nunca fue asaltado ni sufrió inflamaciones en sus hemorroides, pero su gran aspiración era capacitarse para algún día dejar el cargo de cartero, lo que logró después de siete años “de estar tirando pedal”, como dice él mismo.
Fueron muchas las cartas que debió de haber llevado al barrio Santa María, aunque en su vida jamás oyó hablar de Elisa Hernández Flórez.
Febrero de 2007