[inline:14baru1.jpg]
Viajar por mar desde Cartagena hasta el corregimiento de Barú no es tan difícil: sólo hay que esperar la mañana para trasladarse a la parte trasera del mercado de Bazurto, cruzar hasta la ciénaga de Las Quintas, caminar por uno de los muelles de tablitas que penan en la orilla y embarcarse en una lancha motorizada por doce mil pesos el pasaje.
Mientras el conductor y sus ayudantes esperan a que el vehículo se llene de pasajeros, van atiborrando el estrecho espacio de la proa con sacos, cajetas, latas, enormes bolsas de plástico, maletas, bolsos y hasta materiales para la construcción que los baruleros vienen a comprar a Cartagena desde tempranas horas del día.
Transcurrida una hora entre el embarque y el acomodamiento de la mercancía, la lancha da varias vueltas alrededor de la ciénaga, aumenta la velocidad y navega con toda su fuerza, buscando el camino de la bahía que lo conducirá hacia la zona de los corregimientos que preceden a Barú. Con voz regañona, uno de los ayudantes recomienda la postura de los chalecos- salvavidas que el conductor de la lancha dice no necesitar.
El viaje dura aproximadamente una hora. Y antes de que finalice, la lancha habrá rivalizado contra descomunales envoltorios de un agua profundamente azul; los pasajeros habrán esquivado, o recibido con resignación, la salpicadura salada del mismo mar que va cambiando de tonalidades hasta volverse de un verde cristalino, a través del cual se divisa la arena blanca que da cierto aire cinematográfico al truculento paisaje.
A medida que el sol asciende en sus caminos celestes, el mar parece agitarse a bocanadas como para que los viajeros entiendan que ni el más habilidoso nadador, ni el más seguro de los chalecos salvavidas son suficientes para burlar la eficacia de sus dictámenes.
Hay momentos en que el universo se vuelve únicamente agua salada, mientras a lo lejos —¡bien lejos!— se divisan algunos cerros trasquilados, o simplemente ese horizonte ignoto que tienen todos los mares del mundo y que parecen querer dejar en claro que, en caso de algún percance, nuestra muerte será una de las más solitarias que humano alguna pueda experimentar.
Minutos después, la vida se siente a salvo cuando el conductor disminuye la velocidad del motor y se interna por estrechos caminos rodeados de manglares, bajo los cuales reposa una cienagueta (los baruleros le dicen así a ese cuerpo de agua), cuyo punto más importante es un puerto con muelle de concreto en donde descansan varias embarcaciones motorizadas que se llaman “Xiomara”, “Amar”, “La Paloma”, “La Nasa” y “Barú”. También algunas canoas pequeñas y uno que otro barco pesquero.
Para quien vaya por primera vez a Barú y, aparte de eso, no se encuentre bien informado, el regreso a la ciudad puede ser enormemente traumático, tanto por lo económico como por los medios de transporte.
Las lanchas motorizadas, que son una de las pocas fuentes de empleo que tiene el pueblo, parten de Barú hacia Cartagena desde las 5:00 de la madrugada. Regresan a las 10:00 de la mañana y no vuelven a salir hasta el día siguiente.
Así mismo, desde las 4:00 de la madrugada, una flota de cuatro camperos, cuyos conductores cobran diez mil pesos por persona, sale hacia el sector Bajaire, que hace frente con el puerto del corregimiento de Pasacaballos. Allí, el pasajero debe pagar quinientos pesos a un boga para que lo cruce en canoa.
“Aquí se necesita que arreglen esa carretera y que se construya un buen hospital —afirma Víctor Fuentes, el fiscal de la Junta de Acción Comunal de Barú—, porque cuando alguien se enferma, ya sea en la noche o la madrugada, hay que buscar una lancha expresa que cobra entre 100 y 300 mil pesos para ir a Cartagena o Pasacaballos. O conseguir un carro que cobra 60 mil pesos por llegar hasta Santa Ana. Si no es un enfermo, pero sí una persona que necesita viajar urgente a Cartagena, una moto lo puede llevar por la carretera. Pero le cobra 30 mil pesos”.
Fuentes recuerda que el mejoramiento de la vía “fue una de las promesas que el actual alcalde de Cartagena, Nicolás Curi, hizo cuando estaba en campaña. Y hace como unos veinte días, en una reunión que sostuvimos con él en el Sena de la Plaza de la Aduana, volvió a tocar el tema, pero hasta el momento no hemos visto movimiento de maquinarias, ni de asfalto, ni nada parecido”.
Son 26.5 kilómetros de camino destapado, lomas y huecos que hacen exasperante y demoledor el traslado hacia cualquiera de los corregimientos cercanos a Barú, sobre todo porque en el trayecto existe un sector llamado “Las playetas”, abundante en arenas y mangle que dificultan supremamente la movilización de los vehículos.
“En ‘Las playetas’ —continúa el fiscal— habrá que construir un puente o no sé qué otra cosa, porque de lo contrario se podría cometer un crimen ecológico con el corte de mangle y la contaminación de la arena y el mar”.
Por lo demás, el resto de la mal llamada carretera consta de sectores que nada tienen que envidiarle a un camino de herradura, como también espacios en los que se notan les hendiduras resecas que dejan las llantas de los buses cuando las lluvias convierten la superficie en barro amarillo y resbaladizo. En estas condiciones, el viaje en carro suele demorarse hasta tres horas.
Una vez se haya pisado la tierra de Barú es imposible ignorar dos cosas: la incalculable cantidad de figuritas de piedra blanca y orificada que abunda en el suelo; y las antiguas viviendas de arquitectura británica que lucen invariablemente los colores blanco, azul, rosado, rojo o verde.
“Se llaman caracolejos”, me dice una estudiante de Hotelería y Turismo de la Institución Educativa Técnica Luis Felipe Cabrera, refiriéndose a las piedras de figuras extrañas que pululan sobre las calles del pueblo.
Pero nadie sabe explicarme cuál es el estilo de esas casas gigantescas y llamativas que también se repiten con sus colores en las islas del Caribe y en barrios cartageneros como Nariño, El Espinal y Santa María. Ni jóvenes ni ancianos tienen el conocimiento respectivo.
“Aquí falta una casa de la cultura que guarde documentos como la historia del pueblo y todo lo que se le pueda enseñar a propios y a visitantes”, le sugiero a Víctor Fuentes, insinuación con la que se muestra de acuerdo, aunque parece que sus mayores preocupaciones giran en torno a la instalación de un acueducto y al arreglo de la carretera.
Hay un tercer elemento que es difícil de no ver en Barú; y es su abundante vegetación compuesta por cocoteros, bongas acromegálicas, matas de bonche y de verano cargadas de flores sangrientas que brillan bajo el sol; árboles de mamón, platanales y una planta omnipresente que los baruleros llaman “algondoncillo”, por cuanto produce una flor de color morado que, al destriparse, arroja lanas que se asemejan al algodón hospitalario.
Mientras se construye el anunciado acueducto, los baruleros siguen haciendo lo mismo que sus antepasados: en épocas de invierno recolectan el agua lluvia en grandes aljibes de cemento y bloques construidos en los patios de sus casas, a los cuales le arrojan un polvillo llamado abate que evita la visita de las larvas de mosquitos o gusarapos, como les dicen los baruleros.
En los últimos años, y en épocas de verano, reciben el agua de bongos de 120 toneladas, provenientes de Cartagena; al igual que chalupas de 30 toneladas que subsanan en buena parte las necesidades domésticas.
Pese al sinnúmero de promesas que los pobladores se han acostumbrado a escuchar, en ellos se nota un entusiasmo callado respecto a lo que pueda pasar con la carretera.
“Si la arreglan —dicen—, para nosotros comenzará otra historia”.
Hace unos treinta años, Marcos, un pescador retirado y residente en Cartagena, viajaba con frecuencia al corregimiento de Barú, en donde ponía en práctica todos los conocimientos que, con los cordeles y los trasmayos, había adquirido desde niño.
Dos días después de esas expediciones en altamar, el pescador regresaba a casa cargando un palmario botín de animales marinos de variadas especies; y un comentario que ya era repetitivo en sus conversaciones: “a esos baruleros sí les gusta ponerse nombres raros”.
Ambas cosas —los nombres y la pesca— vienen disminuyendo notablemente en Barú, aunque la segunda resulta más preocupante que la primera, pues el asunto de los nombres lo consideran sólo una tradición de antiguos pobladores que tal vez no se interesaban en tener otro contacto con el mundo que no fueran sus embarcaciones, su mar y su agricultura.
En efecto, la tradición de implantarle nombres no tan comunes a la descendencia, se ha visto relegada por la influencia de la televisión; y ahora (enhorabuena) infantes y adolescentes ostentan títulos personales como Jean Paul, Jean Carlos, Jennifer, Paola, Karina, Carmen Alicia, Talía, Karen o Gisella.
Pero cuando alguien pregunta por los nombres de sus abuelos, padres o tías, la tradición surge con toda su fortaleza desde los tiempos en que eran los sacerdotes católicos quienes se atribuían el derecho a bautizar a sus feligreses con los nombres que mejor estimaran; o como cuando algunos padres, con inoportunas sofisticaciones, echaban mano de libros, revistas o historias remotas, con la pretenciosa ilusión de que los de sus hijos fueran rótulos originales que los distinguieran del resto de los humanos.
“Por ejemplo —dice la artesana Ana Rosa Miranda—, mi bisabuelo paterno se llamaba Juan Catarranates Narváez Hernández. Era pescador y murió de 105 años. No sé de dónde sacaron ese segundo nombre, pero lo que sí sé es que a ninguno en mi familia se le ha ocurrido repetirlo”.
Al parecer, los baruleros de las nuevas generaciones no habían caído en cuenta que los nombres de sus antepasados resultan infrecuentes y hasta insólitos para los visitantes, ya que la costumbre de venirlos escuchando desde años atrás pudo haberles creado la falsa idea de que se trataba de nombres comunes y corrientes en cualquier parte del mundo.
Sólo hasta que se les hace ver lo contrario, empiezan a recordar nombres que escucharon en sus años de infancia, cuando abuelos inmemoriales se valían también de los calendarios para resolver el problema de bautizar a los menores.
“Mi abuela —recuerda la señora María Eugenia Escobar—, se llamaba Urelia Torres, pero ella como que se resignó a cargar ese nombre y le puso uno parecido a mi mamá. Se llama Térfida Torres”.
Junto con la tradición de los nombres no comunes también caminaba otra que, de vez en cuando, los baruleros parecen extrañar: la longevidad.
“Los viejos de antes pasaban de los cien años —anota Ana Rosa—, pero los de ahora no estamos durando ni setenta. Ya he visto casos de algunos paisanos que empiezan a enfermarse a los 50 años y terminan muriéndose tan jovencitos”.
Alexander Gómez, un pescador que aparenta unos 25 años de edad, retoma el tema de los nombres raros, recordando a un vecino que conoció en sus años de infancia y quien falleció nonagenario.
“Se llamaba Ascensión Julio, pero ese nombre no me resulta tan raro como el de mi bisabuela materna, quien murió de 99 años y la conocían como Machola Salavarría. La gente creía que en vez de nombre tenía apodo, pero se convencían cuando leían su documento de identificación”.
De un momento a otro, el grupo de baruleros que se animó a discutir el tópico de los nombres no acostumbrados, recuerda que hace muchos años se mudaron para Cartagena otros paisanos llamados Austraberto Gómez, quien ahora es pensionado de una empresa del Estado; mientras que Betoven Julio reside en uno de los barrios de la Zona Sur Occidental; y Hérmida Ramos, moradora de El Bosque, pertenece a la comunidad espirita, a la vez que su paisana Arnida Barrios decidió radicarse definitivamente en Caracas.
Un tío político de Alexander, aún a sus 75 años, exhibe el irrepetible nombre de Sofronín Barboza, vecino de Críspulo Gómez, a quien asesinaron muy joven en circunstancias que todavía no son muy claras.
Aristóbulo Gómez se encuentra entre los nativos que alcanzaron la gracia de llegar a los 102 años de existencia, mientras que el profesor Luis Felipe Cabrera murió más joven, pero antes se especializó en bautizar a sus hijos con nombres como Cátula, Teódula y Paulino Cabrera.
Galixa Amaranto, de 80 años, es una de las ancianas más lúcidas del pueblo, amiga cercana de Luz Mary Hernández, la propietaria del restaurante “Mis tres luz”, quien tiene dos hermanas llamadas Edélfida y Fulvia. La primera reside en la calle La Iglesia; y la segunda, en la calle El Puerto.
Entre quienes estamos barajando nombres, de repente surge la sospecha de que al señor Rosembel Medrano, de 52 años, habitante de El Centro, sus padres quisieron bautizarlo como “Rosemberg”, pero a fuerza de no saber pronunciarle ni escribirle el nombre, los coterráneos terminaron designándolo toscamente como “Rosembé”.
Es posible que a estas alturas el nombre de Tiburcio Julio, de 54 años y residente en la Plaza de los Perros, ya no resulte tan extraño como el de Nieso Medrano, de 87 abriles, aunque aún más extraño y risible es el de un hermano de Alexander.
“Se llama Minoro Hernández. Y le dicen ‘El Cuchilla’, porque mi mamá le sacó el nombre de una revista en donde estaba la publicidad de una hojilla de afeitar”.
Pero Luz Mary no sólo recordó el nombre de sus hermanas sino que también hizo una lista en donde sobresalen nombres de vecinos como Nertalina Molina, de 66 años, residente en el barrio Las Flores; Prisciliano Polo Julio, de la Calle El Puerto; Amancia y Berlainer Gómez, de la calle Las Tijeras; y Garcilazo Gómez, nacido en la calle Real, pero residente, desde hace varios años, en Ciudad de Panamá.
Aunque los baruleros insisten en que la tradición de los nombres raros se detuvo hace mucho tiempo, la verdad es que aún se encuentran algunas manifestaciones de ella en las nuevas generaciones.
Verbigracia, Minoro, el hermano de Alexander, sólo tiene 15 años; mientras que Keyson de la Rosa, habitante de la Plaza de los Perros, acaba de cumplir un año de nacido; y un nieto de Víctor Fuentes, el fiscal de la Junta de Acción Comunal, acaba de ser bautizado como Aiberson Fuentes, en homenaje al apellido de un basketbolista gringo, motivo que puede ser el mismo para que hayan bautizado a otro barulero de dos años como Key Michel Cuth.
Nestor Cortés Angulo, un agricultor retirado, quien ahora sostiene 88 años de vida, recuerda nombres de coterráneos como Teoribia Salas, quien murió a los 66 años; Finia Pérez, de 68, quien aún habita en la calle Real; y Lamberto Gómez, quien lleva muchos años viviendo en Cartagena.
Sin embargo, a Cortés Angulo cualquiera de los nombres extraños y feos que se hayan puesto, o que estén por inventarse, siempre le resultarán inferiores ante el de la hija mayor de Manuel Barrios, un botánico que conoció hace 80 años y quien era su vecino más cercano.
“El tipo tenía tantos libros de Química, Medicina y Botánica, que sospecho que de ellos sacó la palabra con que bautizó a la pobre niña. La llamó Brudulbudura Barrios. Creo que todavía vive. No sé si con ese nombre, pero sospecho que aún vive”.
Febrero de 2007
*Nota: cuando esta crónica fue publicada, Nicolás Curi Vergara era alcalde de Cartagena por tercera ocasión.