No hace falta ser creyente. Los muertos se quedan en cada país, en cada lugar, cada pueblo. “Las fisonomías vivas tienen una especie de atmósfera que les es propia”, escribió Balzac. Y los muertos parecen ser fieles a ese aura natural en la que existieron.
En este país como en aquel, las legiones de muertos están a la saga, esperando para salir y hablar, porque los muertos hablan, aunque haya quienes traten de acallarlos.
En El Salado, corregimiento del municipio El Carmen de Bolívar, Colombia, Emiliano Torres vivió a los 20 años la execrable masacre que dejó más de 100 muertos en el pueblo, aunque algunas fuentes, dependiendo de su interés, enuncien que fueron menos. Un grupo de paramilitares sacó a varios hombres de sus casas, les cortaron las cabezas con motosierras y jugaron fútbol con ellas. Pusieron vallenatos y rancheras a todo volumen en aparatos de sonido llamados 'picós', para que en los pueblos y veredas contiguas no se escucharan ni los gritos, ni el ensordecedor sonido de la herramienta inventada para cortar árboles. Una semana de vejaciones y torturas, que desplazó a toda una población.
Emiliano se escondió, por varios días, en un pozo artesanal de agua, sumergiéndose ante el menor ruido cercano, sin alimentarse y temblando de escalofríos, escuchando gritos a lo lejos, tiros de pistolas, o el ruido de la sierra al rechinar en la arcilla. La había visto como arma de muerte en un cine improvisado en un paraje del pueblo, en “Caracortada”, con Al Pacino, cuando un enemigo de Tony Montana saca de una maleta una motosierra y destaza en un baño a su compañero. Ese sonido calaría hasta los huesos en su escondite, y sonidos similares lo sobresaltarían por bastante tiempo después.
Aguantó hasta que un silencio sepulcral se engarzó en El Salado, y se quedó ahí para siempre; lo que constató con los años.
Graduado de médico de la Universidad de Cartagena de Indias, llegó a México para adelantar una maestría en ciencias forenses en la Universidad Nacional Autónoma de México.
El trabajo académico final se basó en los métodos de identificación de víctimas de las matanzas de Tlatelolco, del 2 de octubre de 1968; de El Halconazo, en 1971; de Aguas Blancas, en el Estado Guerrero, en 1995; de San Fernando, en Tamaulipas, en 2010 y 2011; y las de Tlataya y Ayotzinapa, en 2014. Recorrió poblados mexicanos, vio rostros de campesinos tristes y asustados por las mismas botas, fusiles y pasamontañas que ocultaban los rostros de asesinos en Colombia.
Un madrugada tuvo un sueño recurrente: estaba en El Salado. Una romería de mujeres rezanderas recorría el poblado con velas y la imagen de la Virgen del Carmen, el 2 de noviembre, Día de los Muertos o “Ángeles Somos”, en Colombia. El Ave María y la oración de los difuntos se mezclaban con los cantos de los pájaros de un atardecer resplandeciente en los Montes de María.
Despertó en la cama de una posada del poblado de San Fernando en Tamaulipas y miró por la ventana. Señoras idénticas a las del sueño marchaban ese 2 de noviembre para recordar y pedir por sus muertos. Advirtió de paso, en el cuadro de la ventana, a un hombre parado en una esquina, justo frente a la habitación, ocultando su rostro bajo un sombrero charro. Vestía un suéter blanco con un gran ají rojo estampado y la leyenda: “El chile”. Un sujeto con el mismo atuendo le ayudó con el morral cuando llegó al pueblo.
La noche anterior escribía en el trabajo de grado que: “El conflicto armado en Colombia deja unos 220 mil muertos en más de cincuenta años, con mayor número de registros en las dos últimas décadas, basado en el informe del Centro de Memoria Histórica de Colombia. Los paramilitares, (los mismos que irrumpieron en El Salado), cometieron 8.902 asesinatos selectivos y 1.166 masacres; y las guerrillas, 3.900 asesinatos selectivos y unas 343 masacres.
De esto no se sustrajo la fuerza pública, a la cual el CMHC le atribuye 2.399 asesinatos selectivos, y 158 masacres con 870 muertos, con todo tipo de vejaciones a la población civil vulnerable”.
Agregaba en sus notas que “en lo que va de 2017, la prensa de México da cuenta de 18.500 asesinatos acumulados, y unas 32 mil desapariciones, según el gobierno”.
Conoció cómo los mexicanos peleaban contra un monstruo de mil cabezas llamado impunidad, y reclamaban ante las autoridades la verdad sobre sus muertos, producto de la guerra del narcotráfico y el crimen organizado, que ya ronda la impresionante cifra de 190 mil desde 2006, y que involucra a agentes del Estado como en la masacre de Tlatelolco.
Al ver el esqueleto de La Catrina, disfraz que sale a recorrer las calles los primeros días de noviembre, inmortalizada por el ilustrador José Guadalupe Posada, Emiliano pensó también en la diosa azteca Mictecacíhualt, la reina de la mítica Mictlán, la región de los muertos, y esa imagen lo remitía a la mujer de El Mohán, La Mohana del Caribe colombiano. Los mexicanos piden protección por sus muertos, los de la guerra o los que dejaron tragedias naturales, con un aura festiva y colorida, entre platos especiales, velas y aromas de flores de cempasúchil.
Así iban las rezanderas del pueblo de San Fernando de Tamaulipas, tan parecido a El Carmen de Bolívar, cuando entraron en la habitación tres estudiantes de ciencias forenses que habían viajado con el médico, acompañados de un agente de Policía, para decirle que debían abandonar el pueblo de inmediato, “por medidas de seguridad preventivas”. Debían irse a Ciudad de México.
No hace falta ser creyente. Los muertos se quedan en cada lugar, en cada pueblo, como en México y Colombia, y los dolientes pueden verlos vívidamente el Día de los Muertos, y siguen compartiendo con ellos, así las autoridades u otros interesados se empeñen en invisibilizarlos.