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Hoy, por primera vez, he sabido que esas flores que la gente compra antes de entrar al cementerio se llaman pompones, clavellinas, claveles y astromelias.
Hoy me enteré que en el día de todos los muertos el número de rezanderos se multiplica y, desde las puertas del cementerio, inauguran el día ofreciendo sus servicios a los dolientes que se dispersan en las distintas direcciones trazadas por la mala urbanización del campo santo.
A las puertas del cementerio no sólo hay flores. También se encuentran carretillas de raspao, mesas de fritos, vendedores de jugos, de mango biche picado y de agua; vitrinas de pan con galletas, varas de algodón azucarado, señoras que ofrecen velas blancas y de colores, cuidadores de carros y motos, portadores de libros que cargan novenas en sus pequeñas páginas. Y todo en la entrada parece el preludio de una fiesta, donde, a pesar del tumulto, no se oye bulla sino el murmullo propio de los acontecimientos mortuorios. “Hoy es el día bueno para mucha gente”, me dice un viejo que vende refrescos de mandarina.
Varios celadores impiden el paso a tres vendedores que no se conforman con ofrecer sus paletas de crema a la orilla de la calle. También quieren llegar a las bóvedas y a las tumbas subterráneas donde las mujeres piensan en nada mientras riegan, con agua extraída de un par de tanques azules, las flores que minutos antes compraron en el camino hacia el panteón.
Un grupo de mujeres con blusas de negro, pero metidas sensualmente en apretados overoles de azul descolorido, esperan en uno de los escaños de la calle principal del cementerio y se levantan, de vez en cuando, para ofrecer su mercancía: “¿quieren un responso?”, dicen y no aceptamos.
Más adelante, sobre una bóveda que guarda a un difunto recién sepultado, una joven de escasos treinta años ha recostado sus brazos y su cabeza sobre la lápida de la tumba. No se sabe si reza. No se sabe si gime por dentro. Pero frente a ella, en otra tumba, dos señoras que contrataron a una rezandera, la contemplan mientras mueve entre sus dedos un rosario plástico de color blanco. Reza a grandes velocidades y cobra de la misma forma:
—Son mil pesos—, dice, a la vez que una de las clientes, mientras busca en un bolso descolorido, le discute el precio:
—A mí me dijeron que eran quinientos.
La rezandera atrapa la gruesa moneda de mil y se defiende:
—Eso era antes. Usted sabe que todo ha subido.
Se llama Mercedes. La rezandera que carga un bolso negro dentro del cual lleva su rosario y un cuaderno para consignar las citas de los clientes especiales, se llama Mercedes. Es considerada por los dolientes de este cementerio antiguo la mejor para escarbar sentimientos en eso de emitir oraciones, responsos, letanías y cánticos, a veces espontáneos y a veces aprendidos en el gran álbum de las tradiciones.
Nunca le habían dicho que la suya es una hermosa voz para cantar las oraciones que musicaliza con cierto parecido a las cantantes de música guasca que los borrachos adoran en las liturgias turbulentas de las cantinas. Su canto parece un sacrilegio. El de sus compañeras también, pero los clientes parecen no preocuparse por eso. Sus verdaderas preocupaciones estriban en agradar la inexistencia de los parientes difuntos. Cada letanía es como una forma de pagar alguna deuda marcada por el olvido.
A varios metros de distancia, mientras Mercedes es capturada por otro grupo de dolientes, un rezandero joven, con el cabello recortado a la mínima expresión, improvisa un rap que carga oraciones tradicionales, a las cuales les imprime un swing discotequero, pero interesante, nunca burlesco y más bien mesurado, pues, a parte de los dolientes que lo contrataron, nadie más puede oírlo, a menos que se le acerque a quemarropa.
El rapero se levanta de su sitio. La brisa del nublado nordeste estremece los árboles de clemón, almendros, mango filipino, matarratón y palma de vino. ¿Amenaza de lluvia? Un tufo penetrante, pero indefinible es transportado por el humo blanco que parece provenir desde la bóveda registrada por dos sepultureros que reciben a sus espaldas las miradas de una familia silenciosa y expectante.
“Así huele cuando queman huesos”, susurran a nuestras espaldas y el olor se intensifica, logrando que la multitud se esparza hacia un campo libre, sombreado por dos enormes árboles de cerezas, a cuyos pies crece la hierba desordenada, que se extiende como una alfombra mal hecha, a través de una gran porción del cementerio. Dos tumbas pequeñas, abandonadas y ruinosas, muestran un rimero de huesos que pudieron pertenecer a un niño; o tal vez a un joven que compró temprano el boleto de las despedidas. Un lobo pollero corre, desvergonzado, encima de la osamenta.
A estas alturas, hemos visto cómo varias mujeres conversan con el concreto de las bóvedas, dentro de las cuales se supone, son escuchadas por los parientes difuntos. Algunos duermen el sueño eterno entre rejas recién pintadas o tan antiguas que la brisa salobre de la bahía ha dado cuenta de ellas con sus mordiscos de oxido, dejando un panorama de ruina que no logran alegrar, por más que lo intentan, las pequeñas matas de albahaca, toronjil y bonche sembradas en las ranuras del concreto.
Un bejuco lechoso se apodera de varios metros de tumbas solitarias, mientras un viejito cercano al noveno piso busca con desenfado la tumba de un hijo muerto en la bonanza del contrabando de marihuana de los años setenta. ¿Será casualidad que un niño de tres años también ande preguntando a una viuda joven por la tumba de su padre?
“¿Un responso, mis amores?”, pregunta una doña de sonrisa hermosa, quien tal vez no ha percibido la competencia de un rezandero viejo y mal encarado, quizás por los trasnochos alcohólicos de viejos tiempos. Otra señora nos ofrece en venta un Niño Dios de abalorio, acompañado de un discurso lastimero que logra sacarnos una moneda de quinientos, en el mismo instante en que tres mujeres jóvenes están preparando una mesa con manteles blancos y un pobre equipo de sonido.
“Ya va a empezar la misa”, escucho a mis costados. El grupo de señoras que se congregan alrededor del altar improvisado a lo mejor no ha percibido el doble tormento del Señor de los Milagros colgado en un árbol de clemón, cuyas hojas y ramas alojan un ejército de hormigas rojas que se dispone a invadir también los brazos extendidos y las llagas del Cristo y la corona de espinas y los clavos y su rostro aún brillante por los sudores que el manto sagrado no absorbió del todo.
“Mire eso”, dice otra voz a nuestras espaldas, pero los ojos de quien habla tampoco han visto el nuevo calvario de El Nazareno. Están fijos y llenos de reproche hacia varias muchachas agachadas en torno a un florero antiguo. Sus pantalones descaderados dejan ver el camino que se abre entre sus nalgas hacia profundidades de morbo, logrando que nadie se concentre en la misa.
“No parece que estuvieran en un sitio sagrado”, dice otra voz perdida en el tumulto, pero las chicas ni se percatan del escándalo en bajo tono que sus bien asomadas tangas brasileras están fomentando entre hombres y mujeres que las critican con algo de lascivia y envidia al mismo tiempo. “Esto más bien parece la fiesta de los muertos”, dice un muchacho flaco, señalando las ceñidas ropas de colores que otras mujeres lucen recostadas sobre mausoleos de nadie en los actuales tiempos.
El Cristo colgado en el clemón no sabe a cuál tormento hacerle caso, si al de las hormigas tratando de escarbar en su cuerpo de mártir o al de las muchachas bellamente satanizadas por la tentación de sus vestimentas.
Son algo así como flores sin nombre...
Noviembre de 2001