Cartagena se ha convertido en una tierra de abominaciones, es cruel y hasta penoso ver cómo algunos de sus habitantes parecen ser miembros de alguna secta exterminadora de personas y civilizaciones, asesinos escandalosos de ideologías y pensamientos distintos, ése que no ha de compartir mi criterio, cruz y fuego, látigo y espinas; azote y muerte. Se recrea en la mente una escena de criminales montados en caballo y rebanando a todo aquel contradictorio que se cruce por el camino. Este corralito que ha cultivado un desequilibrio emocional por décadas y milenios, no escatima al momento de escupir ácidos; lamentable, como casi todo. Existe por alguna razón dentro de estas murallas un cúmulo intolerable al prójimo distinto, al diferente sea cual sea la razón, sea cual sea su propósito.
Es impresionante sentir el burdo ambiente que se huele al momento de hablar de la diversidad en esta ciudad, de la homosexualidad para ser más exacto, del gay, de la lesbiana, y de todos aquellos que integran el gran abanico de “diferentes, obscenos, enfermos”. Todavía, en este mundo que se muere todos los días, hablar de “esos” causa un salpullido irritante en algunos que no han podido superar el sopor que llevan incrustados en las neuronas. Todavía, sorpresivamente, ése que no ha de seguir por la normalidad de la vida y de la historia, como regalo: solo se le podría otorgar el merecido deceso.
¿Amerita alguien morir por su ideal? ¿Es una condenación del ser, no tener el mismo ángulo de la satisfacción o razonamiento? Es probable que se roce un tanto la exageración, de que estos desvíos –como han de calificarlo los jueces de la normatividad– conlleven a la muerte, a una lapidación segura, necesaria y justa. Queda un sabor agrio y áspero en la faringe de ver cómo sin penas ni vergüenzas en las diferentes redes sociales mancillan y emulan el homicidio de alguien por ser, como vulgarmente se dice, del otro estadio. Más que una pena, deberíamos sentir, aquellos que no compartimos éste tipo de pensamiento violento, retrógrado y agresivo, una sincera lástima. Irritarse por las inclinaciones sexuales del otro, sea del bando que sea, no es más que una pérdida absurda de tiempo.
Es evidente que este fenómeno de atentados hacia los “opuestos” arrastra un machismo impecable, machismo que agarra y sostiene las riendas de esta sociedad dañada y enferma, sociedad a la que le queda pequeño el calificativo de hipócrita. Sociedad rústica que aplaude las buenas maneras de la época de las cavernas y que por obvias razones no acepta y mucho menos tolera, la alteración de lo normal, de lo básico, de lo rupestre y ordinario. Que un hombre se ponga una camisa rosada, es sinónimo directo e inequívoco de torceduras sexuales aberrantes, que un niño juegue con muñecas, desgracia familiar a temprana edad que ubica su futuro en el cuarto círculo del infierno, que una mujer use camisas y Converse, engorroso, denota claramente un declive irreversible al gusto femenino.
Es decir, sectores y un gran público de esta sociedad deteriorada, son los jueces definitivos, incuestionables y absolutos de las costumbres e inclinaciones sexuales de los demás. Terrible. Que algunos solo vivan la única vida que tienen para con el dedo repartir prejuicios y calumnias a diestra y siniestra, demuestra un retardo aberrante como sociedad, como raza. Debería importar poco las razones o actos de la vida personal de todos, cada cuero es un tambor y eso, al parecer algunos, por mucho que se explique a través de los años, no han podido comprenderlo. ¿Si alguna inclinación sexual no te afecta a ti como persona o ciudadano, en dónde radica el aborrecimiento al otro? ¿Es posible que alguien pueda responder a eso? Es un problema mundial, en algunas partes del mundo más complejo que en otros, donde de verdad y sin protocolos matan por ser gay como en Irán -que ahorcan públicamente- por ejemplo, junto a 11 países más, donde laceran, expulsan y matan por simplemente ubicar una inclinación diferente a lo acostumbrado en la sociedad.
Pero aquí, en estas playas grises de mis múltiples Cartagenas, ha llovido recientemente en algunos la furia de la discriminación y la homofobia por ver izada la bandera de la diversidad. Diseñada por Gilbert Baker y ondeada por primera vez en 1978. Ésta es por ahora el motivo de la alergia comunitaria, izada en la alcaldía de Cartagena con conocimiento de causa del Alcalde (e) al que le ha caído un diluvio de improperios e insultos, muchos, aseguran que el Alcalde (e) hace parte del gremio “torcido” –algo que a mí no me consta– teoría que se ha vuelto repetitiva e irrefutable en aquellos ciudadanos que aseguran que el hombre está incluido “en esa masa extensa de enfermos”, y que por ende, esta ciudad se convertirá en el lugar más trastornado de Latinoamérica, aseverando que este acto es el principio de una expansión homosexual que se esparcirá por todos los recovecos de la ciudad.
Cartagena será entonces una extensión bíblica y caribeña de Sodoma y Gomorra, donde la gorda de Botero a la cual le restregaron un par de noblezas gringas por la cara, sería la insignia de esta tierra de locura y perversión. A pocas luces, el corralito fantástico será a causa de este atrevimiento y desmadre, una versión actual pobretona de esos dos infiernos de las escrituras que fueron destruidas por Dios; es decir, por estar izada la bandera de la diversidad en la Alcaldía de la ciudad y por ser un acto de lujuria e incitación a la indecencia autorizada por su mandatario mayor, esta tierra de suaves enyucados, irá directo a un mar de lujuria y vulgaridad.
Hay que tener mucha zahorra y pringamosa en esa masa cerebral para creer de verdad que esto se convertirá una ciudad atragantada de impudicia y obscenidad por tener izada una bandera. Se debe tener el espíritu de la brutalidad rondando a cada rato por el cráneo para pensar eso, y un vacío extenso en el entendimiento para asegurarlo. Algunos habitantes de la ciudad tienen claro sus prioridades, seguramente si en vez de observar colores alusivos al homosexualismo, hubiera una tela ondeante Nazi, donde se declarara un exterminio absoluto del caribe, o una insignia pirata de calaveras blancas, haciendo alusión al saqueo, cosa que no es necesaria, ya que por estos lugares macondianos, no es necesario izarla, acá roban con o sin bandera, ante los ojos de todos, sin miedo, sin rencores.
Si estuvieran esos emblemas –por poner un ejemplo– bailando al son de la brisa cartagenera no se hiciera tanta alharaca, no se entraría en el desorden emocional que muchos están tratando de superar, no pasaría nada, eso no fuera problema, eso sería folclor. Preocupa más una bandera que los inconvenientes que mantienen a Cartagena arruinada, es un acto perverso y hasta una falta de respeto observar la bandera de la diversidad en la alcaldía que tener un poco de conciencia y entender que el progreso de esta urbe inicia por comprender que la vida no es una dinámica de egoísmos.