El panorama no podría ser más desolador.
Bajo la lluvia de las 6 de la mañana, lo que queda de la ciénaga de Las Quintas se ve como un cementerio gris en el que sobrevuelan garzas, alcatraces y mariamulatas que parecen no tener destino.
Desde los predios del recién construido puente del Corredor de Carga, en donde quedaba el segundo tramo del barrio La Cuchilla, un bote de madera con motor fuera de borda, rompe la quietud del agua en dirección hacia las espaldas del Mercado de Bazurto.
Mientras la embarcación hace ruido y teje una estela de espumas sobre la ciénaga, un hombre de unos 40 años de edad, quien dice llamarse Óscar, me cuenta que casi toda su vida transcurrió en La Cuchilla, más exactamente en las casas que tenían la ciénaga por todo patio.
“Eso era bonito —me dice—. La arena era blanca. Los pelaos nos divertíamos nadando y sumergiéndonos hasta que se nos cansaban los brazos. Me acuerdo que mi papá, mi abuelo y los vecinos, tiraban el anzuelo o la atarraya y sacaban tremendos sábalos, jureles, pargos, cojinúas y otros pescaos que ahora no recuerdo. Pero eso servía para la liga y, a veces, para vender por aquí mismo”. Mientras camino hacia las cercanías del mercado, un pescador de esos a quienes los vendedores de Bazurto llaman “tarrayeros”, se pone un par de botas de caucho que saca de una nevera de icopor, en donde también guarda una atarraya de regular tamaño. Al tiempo que ingresa a la ciénaga, el “tarrayero” patea dos neumáticos medianos que se le interponen en el camino. Extiende los brazos, tira la atarraya y espera varios minutos para recogerla. No atrapa ningún ser vivo, pero sí algunas botellas de plástico y varias cajetas de colores que en otros tiempos sirvieron como empaques para jugos de frutas. Me explica que intenta pescar unos cuantos camarones que podrían emplearse como carnada en las faenas de alta mar. En el mismo sitio, entre rimeros de escombros conformados por pedazos de ladrillo rojo y calados de cemento, sobreviven algunos arbustos de mangle, verdolaga y maticas de cierrateputa que años atrás constituyeron en abundancia la vegetación de la zona. Unos metros más allá de donde el tarrayero ejecutaba su penosa tarea, comienza una maya de hierro de color verde, sostenida por listones de concreto que terminan en las fronteras de La Islita, un sector del Barrio Chino, que bordea la avenida del Lago. Al inicio de la malla, dos vendedores de pescado acaban de sentarse en el suelo enfangado y delante de dos poncheras repletas de bocachicos de diversos tamaños. Los descaman y destripan con champetas y pequeños trozos de madera llenos de tachuelas, y estratégicamente tallados para que encajen en la mano de quien los utilice. Alcatraces y garzas aterrizan cerca de las poncheras, con el fin de tragarse, de un solo picotazo, las agallas que los descamadores les tiran descuidadamente. A estas alturas, por la avenida del Lago comienzan a circular desde carretillas llenas de bultos, hasta camionetas, camiones gigantes y busetas, cuyos pasajeros parecen inmunes al hedor indefinible que produce la mierda revuelta con el agua putrefacta de la ciénaga y los desperdicios del pescado que se vende al borde de la malla. “Aquí huele a diablo”, alega alguna de las mujeres que pasan lentamente a bordo de uno de los carros que vienen haciendo ruido desde el barrio Pie del Cerro. La frase no podría ser más certera, si se tiene en cuenta que, entre la ciénaga y el mercado, el quinto infierno parece haberse posesionado desde hace muchos años. Unos días atrás, Fernando Fernández, un activista cívico de Martínez Martelo, otro de los barrios aledaños al mercado, me contó que, “anteriormente, los niños nos divertíamos nadando en la ciénaga, corriendo por los manglares y viendo cómo tocaban el fondo las caracuchas que tirábamos al agua, que era bastante cristalina y tibia. En las épocas de Navidad, los mayores organizaban competencias de natación, con participantes que venían de La Quinta, La Esperanza, Bruselas, El Prado, Barrio Chino, El Bosque. En fin. El asunto era nadar desde la orilla de este lado del barrio hasta un islote de manglares que había en el centro de la ciénaga. El nadador que primero llegara debía tomar una hojita de mangle, ponérsela en la boca, devolverse para la orilla y entregar la hoja, como dando fe de su triunfo.” Por los recuerdos de Fernández también se cruzan imágenes de grupos de pescadores que llegaban de noche a la ciénaga y se dejaban sorprender por las primeras luces de la mañana, aunque ya equipados con un botín hecho de jureles, sábalos, mojarras, chinos, chuchos y meros vigorosos que surtían sus despensas. “Aquí ahora ya no se saca nada”, me dice uno de los descamadores, mientras se cubre con un impermeable amarillo. “Aquí los únicos que pescan son los ‘tarrayeros’, pero yo no sé qué es lo que buscan, porque la ciénaga está bien podrida con tanta basura y tanta porquería.” Gracias al descamador, me entero que una parte de las cargas del pescado que empieza a venderse bajo esta lluvia molestosa, es comprada a camiones procedentes de los pueblos del Canal del Dique. El resto, baja de las 16 embarcaciones que ahora están ancladas a la orilla de la ciénaga. “Unas vienen de Sapzurro y de Acandí —me explica un viejo desdentado y canoso—; y las otras, de Bocachica, Punta Arena, Islas del Rosario, Barú y del resto de corregimientos que están mar adentro”. En medio del desorden del mercado, y tal vez sin premeditación, las orillas de la ciénaga parecen haber quedado divididas en tres sectores: uno que arranca desde el Corredor de Carga y en donde la soledad es la reina; otro, en donde se anclan las grandes y pequeñas embarcaciones con pasajeros y carga; y un tercero, que funge impunemente de basurero y letrina. Mujeres atropelladas por la brisa fría de la lluvia bajan presurosas de las lanchas, casi patinando sobre el barro, para ocultarse bajo cinco chozas de palos rústicos con techos de plástico. Dicen ellas que las lanchas son algo así como los buses de las islas: llegan muy temprano al mercado y se devuelven al mediodía con las compras que cada familia tenía por hacer. Veo dos muelles de tablitas que casi no soportan el peso de la gente cargando cajas atiborradas de mango, las cuales van poniendo en otra caseta, de donde cuelga un aviso amenazante: “Prohibido cagar. Palera”. Ese mismo grupo de pasajeros sale hasta la acera de la avenida, tiende varias láminas de un plástico negro y, encima de él, deposita, sin ningún pudor, montañas de peces de todas las clases, colores y tamaños. Sentados sobre las bancas de madera de las casetas, niños y mujeres esperan el final de la lluvia. Dos vendedores de tinto les ofrecen el producto que podría ayudarlos a vencer el sueño. Más adelante, reinan tres montañas de aserrín que guardan en sus entrañas enormes bloques de hielo para los habitantes de las islas y para los pescadores nocturnos. Relatan los viejos habitantes de Martínez Martelo que, en tiempos remotos, la ciénaga se alimentaba con aguas pluviales vertidas por caños naturales que fueron arrasados durante la construcción del mercado. Ahora, en lugar de esos caños, siete canales congestionados de basura, arrojan aguas provenientes de los barrios circunvecinos. Por su parte, los funcionarios de la Corporación Ambiental del Canal del Dique (Cardique), aseguran que dichas aguas arrastran también el sedimento que se desprende de las construcciones ilegales de viviendas en el cerro de La Popa. Con el paso de los años, la ciénaga ha ido perdiendo su territorio. El cuerpo de agua es cada vez menos, y más letal el paso del hombre. Ahora, estoy en el sector número tres, el basurero de la zona. El último círculo del infierno. No hay candela ni calderos hirvientes para castigar a las almas perversas, pero sí cerros de naranjas podridas, empaques de icopor, montañas de verduras de todas las clases, hojas de matas de plátano, mujeres orinando detrás de las lanchas abandonadas, niños botando paquetes de excrementos cerca de los pilotes de madera que antes eran muelles, esquirlas de carbón, bolsas de plástico, de esas que llaman “menchas”; y un tipo flaco que lanza, desde la avenida, tres pescados muertos que no logran llamar la atención de los alcatraces. Como cosa curiosa, es en este sitio en donde más se encuentran bandadas de alcatraces y garzas que no sólo utilizan los pilotes para vigilar el panorama o descansar, sino también pedazos de inodoros, lavamanos, neveras, mecedoras, alfombras y sillas que tal vez han desechado de las grandes bodegas del mercado o de las casas de La Islita. Efraín Pimientel, el propietario de los bloques de hielo que duermen bajo los cerros de aserrín, me cuenta que a los 12 años empezó a trabajar en el mercado de Getsemaní. Y que vendió todo lo que tenía en esa zona para instalarse en Bazurto, después que le prometieron la propiedad de un puesto dentro del actual mercado. “Todavía lo estoy esperando”, dice Pimientel, quien carga más de 60 años de edad a cuestas. También asegura haber presenciado el comienzo del deterioro de la ciénaga, pues, para construir la avenida del Lago, muchos manglares fueron devastados, los cuerpos de agua rellenados y sembrados de pilotes de concreto que aún deben permanecer bajo el pavimento. “Yo creo que el mercado se está hundiendo —afirma—, porque cuando nosotros empezamos a trabajar a orillas de la ciénaga, nos sentíamos como en un bajo, y el mercado se veía encima de nosotros. Ahora está al mismo nivel nuestro. Y, cuando llueve, el agua no rueda para la ciénaga sino para adentro del mercado y todos los colmeneros se inundan”. Francisco Guerrero, un habitante con cara de indígena y voz de niñito repelente, me dice que en La Islita hay 28 casas que tienen la ciénaga como patio, pero que en ningún momento han necesitado arrojar paquetes de excrementos ni bacinillas de orines a esos cuerpos de agua, ya que para eso cada baño tiene su propia tubería que desemboca en uno de los caños que van a Las Quintas. Con veinte años de vivir en La Islita, Francisco Guerrero asegura que las noches son tranquilas. Ni mosquitos, ni delincuentes aparecen por la zona, pero sí vaharadas de olores irrespirables que obligan a pensar en una mudanza. “Ya no sé cuántos años hace —explica— que estoy oyendo que al mercado y a La Islita los van a cambiar de puesto. Para mí, deberían llevarse el mercado, porque La Islita tiene 50 años de existencia. O sea, ya se ganó su puesto”. Febrero de 2007