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A las cinco de la tarde, el sol que agoniza por los lados de la avenida Santander suele extender sus últimas luces como un par de tijeras anaranjadas a través de la Iglesia San Pedro Claver. Y se sostiene penosamente sobre una parte de la Plaza de la Aduana.
A esa hora, Gabriel, vestido de negro, vestido con chaqueta y corbata, vestido todo de blanco, vestido con blazer a cuadros, pero armado siempre con su trompeta, coloca en medio de la plaza una cajita blanca de madera en donde dice muy visiblemente: “colabore con el artista”.
Son las 5:15. Gabriel levanta la trompeta, ensaya una cuantas tonadas y finalmente revienta ese bolerazo llamado “Reloj”. Parece que adivinara el pensamiento de sus potenciales clientes. Todos quieren que el reloj detenga su camino, que esa tarde se haga perpetua para que Gabriel nunca se vaya de ahí y siga adormeciendo el cielo con su cancionero de vieja data.
No siempre fue así. Desde los 16 años, cuando empezó a estudiar la trompeta, el corno, el bugle y el cornetín en la Escuela Bellas Artes, se imaginó que sería el trompetista estrella de las mejores orquestas del mundo.
Y no fue estrella, pero sí el trompetista de orquestas cartageneras y barranquilleras que ya no ocupan ningún puesto en el cielo de la farandulería caribeña. “Ahora las cosas están duras —dice—. Ya ni las empresas privadas, ni las entidades públicas colaboran con los artistas. Hace unos veinte años era fácil conseguir trabajo en cualquier banda papayera, en cualquier orquesta. También se organizaban espectáculos al aire libre y uno siempre tenía su dinero asegurado. Pero todo eso se acabó.”
Son las 5:30. Mientras habla, Gabriel mira hacia todos lados. Saluda a los conocidos y se aparta de la conversación, porque alcanza a divisar a un grupo de turistas que camina en dirección a la Iglesia San Pedro Claver.
“Sabor a mí” es el bolero que se le ocurre para despertar no sólo el sentimiento de los visitantes sino la generosidad de sus bolsillos. Un niño rubio, quien a lo mejor no entiende de boleros de cantina, se inclina sobre la cajita blanca y deposita un billete de dos mil pesos. Entonces, Gabriel cambia la sensiblería del bolero, por la alegría circense de “La marcha turca”, pero versión de la banda sonora de “El Chavo del ocho”, para homenajear al niño rubio, quien se aleja sonriente agarrado de la mano de uno de los adultos que lo acompañan.
Gabriel nació hace 44 años en el barrio La Quinta. Ahora vive en el barrio Chile, en una pieza de alquiler. Su padre, Gabriel Jiménez Atencio, un abogado oriundo del municipio de Soplaviento (norte de Bolívar), tuvo doce hijos, a una parte de los cuales bautizó con nombres extraños que sacaba de los extraños libros que leía para su cultivo personal.
“Uno de los pocos que se salvaron de esos nombres malucos fui yo —dice Gabriel—. Pero una parte de mis hermanos se llaman Umbelina, Jesús Boronó, Gliovis y Anaxágoras. Uno de ellos tuvo un hijo al que mi papá alcanzó a bautizar como Aristarco.”
Su trompeta también tiene un nombre raro: “Amati”. Se trata de una marca checoslvaca, la que, según Gabriel, es una de las más malas del mundo.
“La mejor marca para trompetas es la Yamaha, pero cuesta dos millones de pesos, que dudo que los pueda reunir con los nueve mil pesos que me gano todas las tardes en esta plaza. Por eso estoy esperando la ayuda de alguna entidad pública o privada para tener esa trompeta. Por ahí supe que la oficina de turismo quiere ayudarme, pero esperemos a ver en qué termina la cosa.”
Recuerda Gabriel que las cosas empezaron a ir mal desde que las orquestas extranjeras comenzaron a inundar las emisoras y los escenarios en donde años atrás los reyes de la sintonía eran los músicos colombianos. Y especialmente los costeños.
Él fue uno de esos músicos damnificados que empezaron a inventarse estrategias para no quedar en cueros en la calle. Pero llegó otro momento en que ninguna de las maniobras decentes que ponían en práctica funcionaban. A Gabriel se le ocurrió entonces tocar en la calle.
“Lo de tocar en la calle lo copié de los músicos de Europa y de Argentina. Leyendo una revista extranjera, supe que en esos países hay acordeonistas, trompetistas y hasta conjuntos completos que se ponen a tocar en las plazas o en las calles para que la gente los contrate o les dé una moneda, sólo por oírlos tocar. No sé si lo hacen por las mismas razones mías, pero yo adopté la idea para no morirme de hambre.”
Pero no todo fue tan fácil. Hubo instantes de duda. En un repentino ataque de dignidad, Gabriel pensó por un momento que estaba tocando fondo. Tocar en la calle sería lo mismo que pedir limosna, como si él no fuera un artista. Como si su talento de trompetista no hubiese sido forjado en las clases de Bellas Artes o con los discos del tan admirado Louis Amstrong. Gabriel Jiménez, el trompetista del pulmón violento que adornó las primeras grabaciones del grupo Anne Zwing, de Joseito Martínez y de El Nene y sus traviesos tendría que exponerse en el pavimento como cualquier hijo de vecino.
Pero ocurrió. Esa primera tarde, un sudor frío corría por su rostro de boxeador retirado. Nadie se imaginaba que él había llegado a la Plaza de la Aduana a tocar una trompeta para conseguir monedas. La gravedad de sus rasgos faciales no lo anunciaba. Y la chaqueta con corbata que había escogido para la ocasión también lo ocultaba.
De pronto, las primeras notas de “Guantanamera” rompieron el adormecimiento de las 5:00 de la tarde. Una mancha de palomas grises emprendió un asustado vuelo. Un grupo de estudiantes giró el cuello hacia el nacimiento del sonido. Los funcionarios de la Alcaldía se detuvieron. Las puertas de los bancos se abrieron. Fidel apagó su equipo de sonido. Los vendedores de guarapo descuidaron el negocio. Y Gabriel siguió tocando con tanta fuerza que por poco perfora al cielo. Después, todo fue silencio. Al final de la tarde, un raudal de monedas y billetes de baja cifra habían ingresado a la cajita blanca que le regaló su compadre Yayo.
Son las 5:45. Hace unos cuantos minutos la trompeta pifió dos veces, pero no por culpa de Gabriel. “Es que los pistones no están bien ajustados. Por eso tengo siempre que comprarme una bolsita de agua para echarle a la trompeta por dentro. Si no, no me deja tocar como a mí me gusta, con ganas, con sentimiento, con perrenque. El día que tenga la Yamaha voy a tocar tan duro que tú vas a venir a escucharme.”
Escuchar. Es eso lo que hacen, desde hace un año, más de un centenar de cartageneros cuando saben que se acercan las 5:00 de la tarde. Esa gente a la que Gabriel le temía. Esos de quienes Gabriel pensó, muy equivocadamente, que se burlarían de su trabajo. Esos turistas exasperados por el enjambre de la informalidad. Esos cadáveres vivientes de las oficinas públicas, entienden que existe otra vida más allá de los acondicionadores de aire y de las montañas de papeles inútiles. Existe la trompeta de Gabriel para solazarse bajo el manto escarlata del crespúsculo. Ahora lo aplauden. Ahora lo buscan para que dé serenatas y amenice cumpleaños con ese agitar de dedos, mientras su cara se hincha como insuflándole espíritu al instrumento.
“Yo quisiera que volvieran las retretas a las plazas, como cuando estábamos pequeños y papá nos llevaba al Parque del Centenario. Esa propuesta se la hice a la oficina de turismo, y es posible que me ayuden para tocar, con un mejor instrumento, en todas las plazas del Centro.”
A las 8:00 de la noche, Gabriel oculta su trompeta en un estuche negro de cordobán. La cajita blanca —silenciosa y expectante— está preñada de la generosidad de los espectadores. Mañana vendrán más palomas y más monedas a posarse en los acordes de su trompeta agonizante.
Septiembre de 2004