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Los primeros desencantados con el peregrinar hacia el convento de La Popa —que el pasado fin de semana inició su marcha— son los vendedores de frutas.
Durante las primeras horas de la tarde del domingo articularon sus raquíticas mesas de palo, bajo las zarzas y los matarratones que sobresalen a lado y lado de la carretera hacia La Popa, pero el entusiasmo que les llenó el espíritu con la llegada de los caminantes, desde las horas del medio día, se fue reduciendo con las primeras penumbras de la noche.
A pesar de que montaron toda una parafernalia de alambres de cobre sobre sus cobertizos improvisados, aprovechando los postes de concreto que vienen desde el barrio Lo Amador, la luz eléctrica les incumplió la cita.
Vanas resultaron las ganas de endulzar las bocas de las niñitas morenas que venían subiendo, domingo y lunes, montadas en burros, en caballos o a pie, acompañadas de estrafalarios novios con más pintas de raperos que de reales devotos de la virgen de La Candelaria, porque cuando pasaron las 6:30 de la tarde, el miedo las empujó hacia sus lugares de origen; y las manzanas, las mandarinas, las peras y las uvas empacadas se quedaron con su vocación de ser mordidas por esas bocas de sal y arena.
Son ellos los vendedores de la zona más elevada en el camino de La Popa, la misma que es el último descanso en el ascenso asfaltado que no deja de clavarles puñaladas de cansancio en los muslos a quienes no están acostumbrados al peregrinaje.
Apenas vieron pasar el primer vehículo de la prensa, se agitaron en torno al tema de la luz eléctrica con uno que otro saludo desesperado: “díganle al alcalde que este año nos trató mal. Los clientes se nos van temprano porque no hay luz. El domingo fue lo mismo y parece que toda la semana seguirá igual”.
Vienen de San Francisco, un barrio que, a las espaldas del cerro de La Popa y a un lado de la pista del aeropuerto, no duerme por culpa del ruido de unos aviones que compiten con la bulla de los picós a cualquier hora del día o de la noche.
Desde la región de Urabá, la familia Palacios trajo un cargamento de caña dulce como para alimentar a una caballeriza con todo y ejército durante una semana completa. Salieron a las 2:00 de la madrugada, aprovechando la salida de varios camiones Ford 600 con destino a Cartagena; y llegaron a las 7:00 de la mañana al mercado de Bazurto.
Los Palacios no son dos, tres, cuatro o cinco miembros que se ubicaron en un solo tenderete. De ninguna manera. Son varios grupos que están a lo largo de la carretera que sube a La Popa y en diversos puntos han inventado chozas de caña, tarimas, tiendecitas y fogones, cuyo único fuego es el dulce blanco que duerme dentro de ellas.
Haciéndoles la competencia en la corona de La Popa, un ejército de mujeres y hombrecitos de todos los pelambres, atraen clientes hacia sus ventas de velas, perros calientes, jaleas de tamarindo, pinchos de carne perforada, algodones de azúcar, gaseosas, fritos, artesanías, collares que fulgen un fuego verde como fundillos de luciérnagas, lazos negros cuyos extremos mecen a La Candelaria contra la insoportable brisa que viene arrastrando una neblina parecida al humo que nace de los matarratones al fuego.
La tierra que viene de las faldas del cerro amenaza con tumbar las redes eléctricas; o en ocasiones quiere apagar las velas multicolores de la virgencita tiznada que se encuentra en la última curva del ascenso hacia la iglesia.
Una señora joven, ante una mesita cubierta con satín, ofrece el sermón de las siete palabras que dijo nuestro señor Jesús El Cristo en la cruz, pero nadie se detiene a escucharla; más bien todos son atraídos por los últimos toques de campana que llaman a la misa de las 6:00 de la tarde.
Un aviso ubicado al lado derecho de la iglesia, previene y ordena, “atención: lugar de oración, guarde silencio, descúbrase la cabeza, no coma ni beba”. Pero un grupo de niños que no usa sombreros, ni quiere alimentos ni le interesa el ron, se pone necio ante un conjunto de velas que se consumen detrás de la puerta de la iglesia.
Una señora mayor, muy mayor, les da a los niños un regaño acompañado de un cocotazo, mientras sus otras compañeras comentan la impresión de las paredes doradas donde se encuentra el altar de La Candelaria, la virgen morena que expulsó a Busiraco (el diablo) hacia lo que ahora es la Avenida Pedro de Heredia, la arteria que desde arriba parece una simple vena en las piernas de una mujer flaca.
La neblina viene subiendo, cuando un grupo de jóvenes, con las caras embadurnadas por la tierra fina que sale de los caminos tramposos por donde ellos vienen, tratan de llamar la atención como si su ridícula aventura en verdad fuera eso: una aventura. Pero lo suyo no pasa de ser una salida en falso que no consigue llamar la atención de unas jóvenes bonitas que quieren cantar en la iglesia sin saberse la canción a la virgen.
Un conductor de volquetas, con su ayudante de ocasión, recuerda que el profesor Emiliano Alcalá les decía a sus alumnos que si se caía La Popa, se acababa Cartagena, pero el volquetero y su amigo quizás ni se dan cuenta que el docente profetizó al revés, pues La Popa se está acabando y Cartagena se viene cayendo.
Un cerco de policías cuida que ningún carro suba hasta el convento y uno de los impedidos es un gigantesco camión de la Coca Cola, al que le toca quedarse en el último descanso de la subida cuando están siendo las 7:00 de la noche; y los mosquitos —burros con alas— muerden a contrabrisa a quienes se detengan a conversar sobre nada en la bajada de regreso.
La Ciénaga de La Virgen, solitaria a lo lejos, ya parece un espejo sucio y remoto dentro de la oscuridad que imita al rostro de La Candelaria, la de piel morena, sensual y bendita entre la blasfemia de los kioscos llenos de comida, cerveza, equipos de sonido y una que otra muchacha mala queriendo celebrar con su cuerpo, y por unos cuantos pesos, estos días de jolgorio religioso.
Las promociones que intentan recuperar la espiritualidad de las almas que, desde inicios del siglo XVII, vienen haciendo ruido alrededor de su virgen morena, no se sabe si al fin naufragarán sobre las lluvias de alcohol y cantos populacheros que por esos lados circulan.
En la Ermita de La Popa, una flota de carretas tiradas por burros hartos de la hierba tierna que cargan para cubrir las cañas que los turistas comerán en su recorrido hacia lo que no conocen, compone el panorama inicial que culminará con la salida a la calle de la virgen de La Candelaria el próximo 2 de febrero.
Los Palacios, y los muchachos de San Francisco, quienes poco o nada saben sobre esos capítulos históricos, siguen descontentos y sin saber hasta cuándo tendrán afuera la piedra del Salto del Cabrón, debido a que las luminarias del alumbrado público siguen muertas e ignorantes del tumulto espiritual.
Las cañas y las frutas les endulzan la existencia que la luz eléctrica no alcanza a iluminarles.
Enero de 1999