La Roan, la esquina que se volvió marca


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“No me tomen fotos”, dice el hombre arrellanado detrás de un escritorio viejo y atiborrado de chécheres de las más diversas funciones.
Tiene el rostro reseco, el cabello salpicado de canas blancas y largas y los ojos enrojecidos por una conjuntivitis que los lentes de aumento no alcanzan a disimular.
Un promontorio de legañas se le balancea sobre las pestañas, pero en cuestión de segundos el hombre se pasa la mano huesuda sobre la cara, dejando rastros leves de las bolsitas amarillas que manifestaban la efímera afección óptica que lo ha mantenido incómodo durante todo el día.
Ahora, el lugar es un espacio amplio, dividido por dos edificaciones: una de tres pisos en cuya primera planta funciona un taller para reciclar el plástico; y otra, en donde los nuevos propietarios abrieron una tienda que tiene el mismo nombre de la que treinta años atrás abriera el hombre que ahora conversa sentado frente a mí.
Él es el dueño del taller en donde una máquina coloreada de verde perfora láminas de hierro, mientras gigantes bolsas de plástico, que contienen tarros del mismo material, reposan cerca al reverso de una cortina de metal en cuyo exterior se pueden leer las letras “K&K”.
“Yo a usted lo conozco”, me dice el hombre antes de que intente convencerlo de que este reportaje no tiene sentido si él no se deja fotografiar. Parece no escucharme cuando le informo que en múltiples ocasiones vine a comprar en su negocio. Pero prosigue su monólogo, como si estuviera en medio del desierto y conversando con el aire.
Entonces le interrumpo e insisto en explicar que, treinta años atrás, una de las mejores diversiones que teníamos los muchachos de la urbanización El Socorro era cruzar al barrio Blas de Lezo y entrar a la “Panadería Roan” para comprar panes calientes y gaseosas bien frías, con el fin de cerrar en buena forma un día de agitaciones escolares.
Y es verdad.
Nadie supo en qué momento lo que comenzó como una simple panadería se convirtió, con el paso del tiempo, en el punto caliente entre Blas de Lezo y El Socorro. Un punto de referencia, de obligada mención y de escogencia precisa para cualquier cita.
Unos años antes, en ese sitio se levantaba la residencia de un carnicero a quien todos conocíamos como “Acosta”, pero de un momento a otro la pequeña carnicería se cerró misteriosamente, el famoso Acosta desapareció del panorama y unas letras de colores rojo y negro, que anunciaban un nombre enigmático y altisonante, se alzaron sobre el techo de la casa, como marcando la apertura de un segundo tiempo para el recién fundado barrio El Socorro. Y para Blas de Lezo, que ya contaba varios años respirando en la zona suroccidental de Cartagena. Las letras decían: Roan.
Después de varios años acumulando clientela proveniente de los barrios aledaños, desapareció la panadería para convertirse en billar y tomadero de cerveza. Más tarde se esfumó el billar y apareció un minimercado que tumbó las letras Roan y las reemplazó por el poco inteligente nombre de “Rapitienda Unidos”.
A esas alturas, nadie en El Socorro ni en Blas de Lezo podía zafarse del antiguo nombre, mientras veíamos nacer y morir negocios en la misma esquina, hasta que los últimos dueños abrieron la tienda que existe ahora, además de un pequeño estadero.
Pero, eso sí, conservando el viejo nombre, cuya resonancia persiste en la memoria de los moradores de eso que ahora llaman la Nueva Cartagena.
El hombre se me presenta como Gonzalo López Calderón. Aparenta unos sesenta años y conversa mirando lejos, mientras sostiene un cigarrillo entre los dedos. Su rostro suele perderse entre el humo azul, pero su voz se escucha como un sonsonete preñado del alquitrán que ha colonizado sus dientes y garganta durante tantos años.
—Déjeme decirle que yo soy más cartagenero que usted —afirma después de haber escuchado mi fecha de nacimiento, incluyendo mes, día y año.
—Soy más cartagenero, porque llegué a esta ciudad el 6 de enero de 1965. Y fíjese que usted nació cinco meses después. Eso quiere decir que tengo más tiempo de estar aquí.
***
“Nací en Calarcá (Quindío), la tierra más hijueputa que usted se pueda imaginar. En esa zona nacieron ‘Tirofijo’, el mandamás de los guerrilleros de las Farc; y Garavito, el tipo ese que violó y mató a 120 niños allá en el interior del país. Como ve, hablando de mi tierra, no tengo nada de qué enorgullecerme.
Allá estuve hasta que terminé el segundo año de bachillerato. Tenía como veinte años y no sabía hacer nada. Entonces empecé a caminar y llegué a Cartagena. Aquí estuve un rato trabajando en diferentes oficios. Y todo iba bien, porque la gente me creía español; y yo me hacía el pendejo para que se lo siguieran creyendo, hasta que se dieron cuenta que era cachaco. Por eso empezaron a montármela y terminé yéndome para Barranquilla. A los cinco años, en el 70 más exactamente, me regresé. Fijé mi residencia en el Alto Bosque y abrí un negocio en la carretera principal de El Bosque.
Ese negocio se llamó ‘Pin Pollo’. Allí, por primera vez en Cartagena, se vendían pollos asados a la brasa, en carbones. En otros negocios vendían pollos asados, pero en hornos. Los nuestros eran asados al carbón. El punto cobró tanto éxito que terminó convirtiéndose en una marca, así como Roan. Y eso, gracias a que por allí pasaban buses de varias rutas y carros de todos los tamaños y utilidades. Algunas personas que me conocieron en ese tiempo, todavía me dicen ‘El Pimpo’.
Después, ampliamos la venta, pusimos una panadería. Entonces el negocio pasó a llamarse ‘Pin Pollo y Pim Pam’. Así, con ‘M’. Pero a finales de 1975 —y todavía no me explico por qué— esa zona comenzó a decaer, a quedarse sola y terminé por aburrirme. Cerré el negocio y empecé a caminar por toda la ciudad para ver en dónde encontraba un sitio que valiera la pena.
Buscaba un lugar, una esquina que tuviera proyección. En ese momento, Blas de Lezo era el gran barrio del suroccidente de Cartagena. El Socorro prácticamente estaba recién construido. Cuando llegué aquí, en 1976, algunas casas aún no tenían techo, todo estaba rodeado de monte y el tráfico era más o menos frecuente.
Recuerdo que cualquier tarde me quedé mirando la casa en donde vivía el carnicero Acosta y enseguida pensé que era ese el punto que andaba buscando. El Socorro, un barrio al que siempre he creído que lo dejaron encerrado, tiene una sola avenida para salir hacia la carretera Troncal de Occidente y llegar al Centro. Entonces, me dije: ‘todo el que venga del interior del barrio tiene que darse de cara con mi negocio’.
Además, en ese momento, sólo dos rutas entraban a El Socorro: Bosque-Blas de Lezo y San Pedro-Socorro. Casi todos los pasajeros de esta última desembarcaban en la esquina en donde yo quería poner mi panadería. Volví unos días después y encontré un aviso colgado en una ventana de la casa. Estaban anunciando su venta.
Ese mismo día hablé con Acosta y me dijo que la vendía en 100 mil pesos. Volví dos días después y me dijo que valía 120. Regresé a la semana siguiente, pero ya valía 160. Ahí le discutí un poco, pero el hombre se paró firme y tuve que buscar el resto de la plata. Pero cuando nos volvimos a ver, ya valía 220. Así que dije, ‘no compro un carajo’. Pero el sitio me gustaba.
Hablé con los funcionarios del Banco Central y me prestaron cien mil pesos. Así fue como pude adquirir el inmueble. Pero antes de irse, Acosta y su familia arrancaron el inodoro y las tejas de la casa. Casi me dejan el solar pelado. Le tuve que meter otro billete al cascarón, pero arranqué enseguida con la panadería.
Me traje los hornos, las bandejas, las vitrinas, los mesones y demás enseres que tenía en El Bosque y arrancamos a vender panes y gaseosas. Desde el primer día la cosa pintó bien. La gente pasaba de noche y de día comprando panes. Y los fines de semana, ni se diga. Tanto era el trabajo que daba la panadería, que los tres empleados que tenía en El Bosque pasaron a ser 25.
Antes de eso empezamos a tirarle cabeza a lo del nombre. Ensayé varios y ninguno me gustó. Hasta que un día tomé un papel y escribí la sílaba ‘RO’, que es la primera del nombre de mi hijo Roger. Después escribí la letra ‘A’, que es la inicial de mi hija Angélica. Y, por último, la letra ‘N’, que es la primera de mi ex esposa Nora. De allí salió el nombre: ‘Roan’.
Después vino la preguntadera. La gente, comprara o no comprara, siempre terminaba preguntando que de dónde había salido ese nombre raro. Yo lo único que hacía era reírme y responderles con un desafío: ‘averigüenlo’. Varios años después, en un libro del que no recuerdo su título, encontré que Roan también había sido un emperador chino que existió en la época antigua.
No sé si será presunción de mi parte, pero creo que con ese nombre marqué la pauta en Cartagena, porque al poco tiempo empezaron a surgir otros negocios con rótulos extraños, conformados con iniciales de los nombres de otras personas. Nunca averigüé para confirmar eso, pero presiento que fue así.
Hay una cosa que poco cuento, pero la verdad es que cuando recién abrí la panadería la gente de Blas de Lezo no me recibió muy bien. Y lo supe porque todas las mañanas encontraba dentro del carro que tenía en ese tiempo, tremendas plastas de mierda. Y lo mismo en las puertas de la panadería. Por la madrugada nos tiraban peñones que sonaban duro contra las cortinas metálicas. Nosotros lo único que hacíamos era limpiarlas y seguir vendiendo pan y gaseosa, hasta que la gente se cansó de atacarnos.
El nombre de ‘Roan’ (y no ‘La Roan’, como le dice la gente) se pegó tanto que ya es una marca, como usted muy bien lo sabe. Sólo que vine a tomar conciencia de eso un día que vi, frente a la panadería, siete carros venezolanos estacionados. Delante de ellos, un taxi del servicio público. Salí a ver qué pasaba y uno de los que conducía un carro de esos me preguntó que si yo era Gonzalo. Le dije que sí. Y después me explicó que venían de Venezuela buscando a un familiar, pero allá les habían dicho que primero llegaran a la bomba El Amparo, pidieran a un taxista que los llevara a la Roan, preguntaran por mí y aquí sabrían la dirección. Y la supieron, porque yo mismo les indiqué en dónde era.
En el año 82 empecé a sentirme cansado y decidí alquilar el local. La cantidad de inquilinos que conseguí pusieron billares, tabernas, supermercados, discotecas, estaderos y hasta restaurantes. Algunos conservaron el nombre ‘Roan’. Otros se lo quitaron, cosa que no me daba ni frío ni calor. Nunca me interesó. No me interesa. Tanto es así que ni siquiera me he preocupado por registrarlo.
Después dividí el predio y vendí la parte en donde funciona la tienda ‘Roan’. Los nuevos dueños vinieron a preguntarme si podían usar ese nombre y yo les dije que si querían que lo hicieran, que a mí me daba lo mismo. En el otro predio construí este edificio y atendí, durante diez años, una farmacia que se llamó “K&K”, que es el nombre que usted ve pintado en la cortina de hierro. Esas son las iniciales de Karol y Kamilo, los hijos de mi nuevo matrimonio”.

***
El hombre parece un despreocupado por todo, pero por todo lo que sea publicidad o exaltación de la imagen. Pasaron las preguntas y nunca se le captó una foto. El nombre Roan se volvió histórico en Cartagena, y él asegura que cuando lo inventó no le importaba si pegaba o no.
Actualmente, piensa que el punto es sólo un nombre que flota en la memoria de los cartageneros de las últimas generaciones, pues con tantos centros comerciales cercanos a El Socorro y a Blas de Lezo, La Roan es nada más un prestigio que supera cualquier otra estrategia publicitaria en estos momentos.
Alguien me dijo que muchos años atrás, antes de que existiera el barrio Blas de Lezo, el punto en donde ahora funciona La Roan era una poza de agua dulce en donde el ganado de las grandes haciendas abrevaba bajo el sol inmisericorde de todos los veranos que se vivieron en la década del 50.
Y tal vez fueron las vacas las primeras que olfatearon el futuro que tendría esa esquina.
Mayo de 2006


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