Dos niños observan la silenciosa quietud de la Ciénaga de la Virgen.

Navidad


El ocaso de un atardecer en la ribera de la Ciénaga de la Virgen. La Vía Perimetral, aquel 25 de diciembre, matizada por luces intermitentes de foquitos de navidad engarzados como enredaderas en las ventanas de las casas humildes. Era la navidad número treinta para Jairo Rochester. La noche anterior había atracado a una pareja de novios que se comían a besos cerca de un matorral de mangle, a orillas del cuerpo de agua. La escena: Rochester salió de repente del matorral portando un cuchillo curvo que resplandecía en el claroscuro. La joven mujer abrazaba y besaba a su pareja con frenesí cuando descubrió al sujeto blandiendo el filoso alfanje. La luz de la luna cortaba su silueta y le daba un aspecto de póster de serie de terror. Y lo iba a ser en realidad. -Cállense!-ordenó a la pareja y caminó resuelto hacia ellos. Rochester, hijo de una prostituta de la zona del Centro Histórico de la ciudad y un turista inglés, al que no conoció pero que le dio el apellido, era un mestizo corpulento, tenía los ojos ámbar que parecían dos piedras amarillas en la oscuridad, lo que le confería un aspecto demoníaco Canciones de navidad salían de las casas cercanas y se confundían con los sonidos de la noche. Un tordo del manglar, con el horario dislocado, cantaba a esa hora. El hombre que besaba a la chica, salió en defensa y se interpuso en el camino del malandro asestándole una mano ágil a la nariz, que lo tiró a la lona. Pero el atracador se levantó de inmediato; aún grogui por el golpe, atinó a hundir su arma en un costado del chico. La sangre no tardó en teñir las ropas de ambos trenzados en una lucha entre puños, patadas, y las puñaladas que le propinaba Rochester a su víctima. La mujer gritaba, pedía auxilio. En cinco minutos el cuerpo del joven novio yacía tendido en el paraje. A pesar de su contextura, el victimario recibió varios golpes durante el lance que le dejaron algunas heridas. Lo apodaban “El culenque”, término del lumpen local para su gran estatura. Ahora, en el atardecer del día cúspide de la natividad, estaba fumando un porro. “No me voy a preocupar, es navidad”, se dijo mirando el oscuro tapiz del agua de la ciénaga. Un hilo de olores nauseabundos por la contaminación ambiental producto de las basuras depositadas cerca de la orilla se esparcía en oleadas. Involuntariamente, entre aspiradas, repasaba sus actos criminales, las víctimas, sus muertos ¿cuántas vidas había cobrado su modo de vivir?. En estos momentos era para sí mismo un ser repugnante. Casi como un acto de supervivencia cerró el obturador de la conciencia que le fustigaba, como siempre lo había hecho en su irresponsable vida. Llevaba una muñeca rubia de ojos azules en una de sus manos que acababa de comprar en Bazurto, la plaza pública de mercado. Era el aguinaldo para su hija. Recordó que una lejana navidad un tío suyo, un obrero de la zona industrial, reparó y pintó una vieja bicicleta y se la regaló a nombre del “niño Dios”. Y él lo creyó. Ahora que sabe que un ser superior no intercedió para que su tío le regalara nada, decidió seguir creyéndolo. En esa bicicleta recorrió de niño toda la orla de la ciénaga en donde tiempo después el gobierno construiría los cuatro kilómetros de la Vía Perimetral. Los alias “el Tigre” y “el Golero” fueron a su encuentro. “Te andan buscando mi compae”, dijo el Tigre. Jairo Rochester terminó de fumar. Exhaló una bocanada de humo de marihuana como si quisiera abarcar toda la ciénaga y abandonó el lugar. A sabiendas de que otros bandidos, y la Policía, le pisaban los talones por un asesinato más, estaba dispuesto a cruzar varias cuadras con la muñeca rubia destinada por el niño Dios a su pequeña.


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